—Flaminio ya sabe que estamos aquí. —Aníbal se acomodó el parche rojo que le cubría el ojo derecho; Antígono había recomendado el color, en alusión a Melkart—. Entretanto ya debe haber dado aviso al otro cónsul, utilizando la gran carretera del norte; de modo que debemos contar con que Servilio no tardará en llegar a Etruria.
Asdrúbal el Cano dejó escapar un silbido.
—¿Quieres esperar hasta que los dos ejércitos se hayan reunido?
Aníbal sonrió; era una sonrisa desagradable.
—Tengo pensada otra cosa —dijo lentamente—. Haremos cosquillas a Flaminio.
—¿Dejará que se las hagamos? —Muttines enarcó las cejas.
—Nos ofrecerá la barriga voluntariamente. —Aníbal se levantó y empezó a andar de un lado a otro de la habitación, enumerando las cualidades y peculiaridades del romano.
—Cayo Flaminio es lo que los romanos llaman un plebeyo, un hombre del pueblo, que ha conseguido salir adelante gracias a su propio esfuerzo. Adversario de las antiguas familias nobles y del Senado, controlado por éstas. Ambicioso, a menudo testarudo; se siente orgulloso de todo lo que sólo se debe a si mismo, no cree en los dioses y no hace caso de los malos presagios.
—Casi podría ser un buen amigo, y un púnico —murmuró Maharbal sonriendo.
—No podría serlo. Fuera de todo lo que lo separa del Senado, es un romano típico, los otros pueblos no le interesan. Hace quince años fue tribuno del pueblo y logró que se promulgara una ley de colonización contraria a los intereses de la aristocracia; tierra para los campesinos romanos pobres. Muy humanitario, pero la tierra que quería repartir pertenece en gran parte, aún hoy, a los celtas. Fue él quien fundó las primeras grandes colonias de las riberas del Padus; y quien levantó las fortificaciones. Hace diez años fue pretor y gobernador de Sicilia. Hace seis años fue cónsul por primera vez; se atribuye a sí mismo la victoria contra los insubros; en aquella ocasión el pueblo romano lo recibió con un triunfo, contra la voluntad del Senado. —Aníbal arrugó la nariz; cuando retomó el hilo su voz sonaba algo menos grave—. En realidad debe agradecer esa victoria frente a los celtas a sus tribunos militares, y, sobre todo, a los centuriones, éstos no siguieron sus confusas órdenes sino que las interpretaron como les vino en gana. Sigamos. Hace tres años era censor; como tal mandó construir la gran carretera que une Roma con Ariminum, que por eso es llamada Vía Flaminia; también hizo construir un circo en el Campo de Marte, en Roma. Durante los últimos años se ha ganado más enemistades en el Senado, por apoyar una ley que prohíbe el comercio marítimo a los senadores; separación del poder político y el poder económico.
—Todo eso está muy bien y es muy interesante —dijo Magón; bostezó—. Pero, ¿adónde nos conduce?
—El cónsul es ambicioso y vanidoso, respondón y carente de todo ingenio. Quiere hace todo por si mismo y monta en cólera apenas siente que alguien no lo toma en serio. —Aníbal volvió a esbozar esa sonrisa desagradable, enseñando la mitad de los dientes—. Le haremos cosquillas y dejaremos que piense que no lo tomamos nada en serio.
Al cuarto día de marcha aquel largo gusano que era el ejército llegó a los alrededores de Arretium, devastó los campos y sembrados, desoló las fincas romanas y las tierras de las ciudades y tribus etruscas que permanecían fieles a Roma. El ejército del otro cónsul había dejado Ariminum y había emprendido una marcha forzada hacia el sur por la Vía Flaminia. Flaminio, convencido de sus propias dotes de estratega, probablemente esperaba los refuerzos con sentimientos contradictorios; según se deducía de las conclusiones de Aníbal, Flaminio quería el triunfo para él solo. Aníbal, Antígono y Sosilos, pensando en el carácter del cónsul, idearon, juntos, en latín vulgar, un poemita vulgar, grosero e imperfecto, que los hizo reír hasta que les dolieron las tripas. Cayo Flaminio debía contar con que, según las usanzas de la estrategia, el enemigo le presentaría batalla en Arretium. Pero Aníbal siguió hacia el sur, pasando a tan sólo tres horas de marcha al oeste de la ciudad. Exploradores númidas capitaneados por Maharbal detuvieron a unas cuantas docenas de jinetes romanos, los interrogaron y luego los dejaron ir, con un mensaje sellado para el cónsul. Este contenía el mismo texto que casi cien trozos de papiro que dieron abiertos a los jinetes. Maharbal informó que los jinetes se habían marchado aplaudiendo y riendo a carcajadas, y que sin lugar a dudas harían correr el texto por el ejército romano.
—Ojalá atrapen unas cuantas burras —dijo Aníbal.
El horrible texto que el estratega había compuesto con los otros dos aludía a la valoración de sí mismo que tenía el cónsul; en Roma éste se había jactado muchas veces de poseer un espíritu penetrante y fértil, y una conducta ejemplar y virtuosa. Los ásperos versos decían:
FERTILITER CAIVUM PENETRARE ASINA PVTAT
EXINDE FLAMINII CACAT SEMINEM.
—La burra opina que Cayo es muy fértil y penetrante; luego caga el semen de Flaminio —dijo Antígono.
El jefe de tropa númida Miqipsa, quien había entregado los trozos de papiro a los romanos, se retorcía de risa.
—¿Y? ¿Está bien en latín?
—Absolutamente horrible, pero acaso el cónsul lea en ello una ofensa adicional, sobre todo en el segundo verso, que es un hiante imperfecto. Qué se habrá creído, ni siquiera sabe hacerlo correctamente, seguramente dirá algo por el estilo.
Los sembrados de los romanos y sus aliados habían sido saqueados, Flaminio debía haberlos protegido; el cónsul, listo para entrar en batalla, más aún: ansioso de entrar en batalla y ávido de gloria, había sido despreciado de manera insultante por Aníbal, que había pasado de largo con su ejército; y además estaba la áspera burla de los versos que los legionarios repetían entusiasmados: Cayo Flaminio no esperó al otro cónsul, sino que puso en marcha a su ejército y salió rápidamente en persecución de Aníbal.
Por motivos que de momento nadie conocía, Aníbal hizo marchar a sus hombres lentamente y luego otra vez de prisa. Siempre hacia el sur, en dirección a Clusium y Roma, pero la noche del cuarto día, después de haber hecho el desprecio al cónsul y de haber saqueado a fondo la región que se extendía al oeste de Cortona, el ejército de Aníbal cambió de dirección, marchó hacia el este cruzando un paso en las montañas de las orillas del lago Trasimeno y acampó sobre una elevación del terreno en la orilla septentrional del lago. Un pequeño grupo de retaguardia custodiaba el paso; los romanos pasaron la noche al oeste de las montañas.
Al caer la noche, jinetes de la retaguardia informaron que las tropas de seguridad romanas habían avanzado hasta las cercanías del paso y habían enviado oteadores a peñones elevados. Desde éstos podían verse con claridad las hogueras del campamento púnico.
Antígono no dudaba ni por un instante que la mañana traería un baño de sangre. Y que Aníbal había probado y sopesado las posibilidades del lugar, a más tardar cuando se encontraba en el campamento de invierno de Padus. No hubo reunión de oficiales; esta vez Aníbal se limitó a impartir órdenes, pero incluso sin reunión todos sabían cuál era la recompensa y cuánto costaría probablemente ganarla.
Más tarde, ya entrada la noche, Antígono cambió su evaluación de la situación. Lo que antes había tenido por silencio opresivo era en realidad callada serenidad; incluso de parte de los celtas, quienes a pesar de su caótico armamento habían aprendido a obedecer las órdenes de los oficiales púnicos de forma rápida y precisa.
Como hiciera antes en Trebia, también esta vez dejó Aníbal el campamento en manos de Antígono.
—Dos mil libios y mil íberos, Tigo; ya sabes de qué se trata. Cuida de que las hogueras no se apaguen. Deben dar la impresión de que todo el ejército está acampado aquí.
Poco antes de la medianoche empezó el gran cambio de lugar. Para variar, Maharbal y Muttines recibieron el mando de los baleares y de los lanceros ligeros íberos, celtas y ligures; marcharon sin hacer ruido hacia el este, bordeando el lago y ocuparon la cadena montañosa en el lugar donde el camino ribereño empezaba a subir y se dirigía hacia una llanura situada al otro lado de las colinas. Magón, Himilcón, Aníbal Monómaco y Asdrúbal el Cano, quienes estaban al mando de los soldados de a pie celtas, habían avanzado un corto trecho, tomando posiciones en las colinas que se levantaban al norte del lago. Con ellos estaban los jinetes celtas y parte de los númidas, al mando de Cartalón y Bonqart. Aníbal volvió a cruzar las colinas en dirección al oeste con el resto de los númidas, los catafractas ibéricos y el resto de los hoplitas libios e íberos; regresó casi hasta el paso por el que habían venido, pero algo más al norte.
Al amanecer la amplia superficie del lago yacía bajo una gruesa capa de neblina. Antígono mandó reavivar las hogueras y se esforzó por conocer mejor las inmediaciones. Cuando aclaró el día comprendió el plan de Aníbal. Era la trampa perfecta; sólo una cosa podía hacer que los romanos escaparan de esa trampa: que no cayeran en ella. Pero se podía confiar en Flaminio.
Tras una breve escaramuza la retaguardia púnica desocupó el paso y huyó hacia el este, pasando entre el lago y los montes, llegó al campamento y siguió de largo. Flaminio salió en su persecución; quería sorprender al enemigo a primera hora, desayunando junto a aquellas hogueras que se veían brillar a lo lejos. El camino —ni con la mejor voluntad podía llamársele carretera— se hacia cada vez más estrecho.
Al sur se extendía el lago Trasimeno, con sus orillas pobladas de cañaverales y una franja de terreno pantanoso; más allá se levantaban las colinas; el camino pasaba entre ambos.
Los fugitivos de lo que antes fuera la retaguardia púnica llegaron al paso estrecho del este, donde el camino empezaba a subir; corrieron a través del desfiladero llevando apenas cien o doscientos pasos de ventaja a la vanguardia romana, y se ocultaron entre arbustos y rocas parduzcas. La rápida avanzada romana se detuvo de pronto; desde algún lugar volaban piedras, flechas, lanzas.
Los hombres de armamento ligero de Maharbal y Muttines, muy adecuados para el paso y los estrechos senderos pedregosos, bloqueaban la salida del desfiladero. Entretanto, el grueso de las tropas romanas había llegado a la orilla del lago; Antígono se tapó los oídos cuando el mundo se sumió en estruendo y caos.
Todo empezó como con un monstruoso y visible tañido de gong: el sol despejó la neblina que se cernía sobre el lago y bañó todo con una luz lechosa, rojiza y desgarradora. Sobre las colinas brillaron las armas y estandartes de las tropas que habían permanecido ocultas hasta entonces; todos los heraldos púnicos empezaron a chillar y aullar al mismo tiempo, confundiéndose con los gritos estridentes de las trompetas romanas. Al oeste, bajo el desfiladero, los catafractas de Aníbal cayeron sobre la retaguardia romana, seguidos por los hoplitas libios y los íberos de a pie. Los númidas del grupo de Aníbal ocuparon el paso, como última tropa de ataque, pero también por precaución; nadie sabia exactamente dónde podía encontrarse el ejército del otro cónsul.
Durante la noche el campamento había sido fortificado con bloques de piedra, empalizadas y terraplenes; a los libios e íberos de Antígono no les había costado casi ningún trabajo defender el campamento de los romanos, quienes tenían que luchar subiendo una pendiente empinada y pedregosa. Del siguiente conjunto de colinas, muy al este de allí, los celtas cayeron dando terribles alaridos y blandiendo sus brillantes armas. Entre ellos había muchos insubros que se acordaban muy bien de Flaminio, de la carnicería de hacia seis años, de los incontables niños, mujeres y ancianos muertos a espada.
Cuando los celtas, sus jinetes y los númidas al mando de Himilcón chocaron contra las filas romanas, Antígono creyó sentir que la tierra vacilaba. El heleno fue el único que —sin confiar en sus sentidos— sintió el fuerte terremoto que destruyó aldeas en un radio de muchos estadios a la redonda.
La trampa estaba cerrada. Entre el lago y el pantano, a un lado, las montañas al otro, un paso ocupado a la espalda y una cadena montañosa bloqueada, al frente, los romanos tuvieron que presenciar cómo las legiones, el renombre, la presunción y el arte militar de Cayo Flaminio eran aniquilados. La amarga lucha duró tres horas. Hombres de ambas legiones que habían sido los primeros en entrar en la trampa consiguieron abrirse paso a través de los soldados de armamento ligero; unos seis mil legionarios llegaron a la llanura que se extendía al otro lado de las colinas y se atrincheraron en una aldea semiderruida por el terremoto. Maharbal salió tras ellos, los cercó; se rindieron al día siguiente.
Un insubro llamado Dukarrio se había hecho atar a su caballo desde el inicio de la batalla. Más tarde corrieron rumores sobre extraños juramentos de sangre, pero nadie sabia nada concreto. O quizá alguno de los supervivientes si lo sabia, pero no dijo nada. Al comenzar la batalla, un grupo de jinetes insubros se separó de la unidad comandada por un púnico llamado Itúbal. Los celtas formaron una cuña y penetraron hasta el centro de las filas romanas. Temeridad, valor, suerte o casualidad: a pesar de las terribles pérdidas, se abrieron paso hasta llegar a Flaminio. Dukarrio atravesó al cónsul con la lanza; luego cortó con su propia espada las cuerdas que lo ataban a su caballo, desmontó, derribó a tres romanos que le salieron al paso y descuartizó el cuerpo de Cayo Flaminio, hasta que un triario le clavó la espada en la nuca. Otros insubros decían que hacia seis años el mismo Flaminio había prendido fuego a unas cabañas cercadas por legionarios, en las que vivían los padres, la mujer y los cuatro hijos de Dukarrio.
La muerte del cónsul no decidió la batalla, que ya estaba decidida desde un principio, pero aceleró el final. Las filas romanas que aún se mantenían firmes se desbandaron. Muchos legionarios formaron erizos y pelearon hasta el final, otros se rindieron o intentaron huir. Muchos, muchísimos, se ahogaron en la orilla pantanosa o intentando escapar a nado por el lago.
Las dimensiones reales de lo ocurrido no pudieron apreciarse por completo hasta varios días después. Habían muerto más de dos mil quinientos hombres del ejército púnico; sobre todo celtas y ligures, pero también libios, íberos y más de treinta oficiales púnicos. Otros novecientos hombres murieron más tarde a causa de sus heridas.
Habían aniquilado al único ejército que podía bloquearles el camino hacia el corazón de Italia y los principales campos romanos: tres legiones romanas, el mismo número de aliados, más jinetes de los habituales; en conjunto, más de treinta mil hombres. Sólo unos cuantos centenares consiguieron escapar; casi quince mil fueron hechos prisioneros, contando a aquellos que Maharbal había cercado en la aldea. El oficial púnico les había garantizado que serían puestos en libertad, desarmados; Aníbal arrugó la frente y dejó ir a los aliados de Roma, pero no a los romanos. Maharbal sonrió y se encogió de hombros; a la vista de las cien mil violaciones del derecho perpetradas por los romanos, no cumplir su palabra le parecía menos importante que evitar las bajas que se hubieran producido si tomaba por asalto la aldea cercada.