Ángeles y Demonios (38 page)

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Authors: Dan Brown

BOOK: Ángeles y Demonios
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Olivetti se volvió hacia Langdon y Vittoria.

—Quiero que se dirijan de inmediato al bloque de Bernini, o lo que sea. La misma treta. Son turistas. Utilicen el móvil si ven algo.

Antes de que Langdon pudiera contestar, Vittoria agarró su mano y le sacó del coche.

El sol primaveral se estaba ocultando detrás de la basílica de San Pedro, y una gigantesca sombra se extendía sobre la plaza. Langdon sintió un escalofrío cuando Vittoria y él se internaron en la penumbra fría. Langdon se abrió paso entre la multitud, examinando cada rostro con el que se cruzaba, mientras se preguntaba si el asesino estaba cerca. Notaba la calidez de la mano de Vittoria.

Mientras atravesaban la plaza de San Pedro, experimentó el mismo efecto que se le había encargado provocar al artista que la creó, la de «dar una lección de humildad» a quienes entraban en ella. Langdon se sentía humilde en aquel momento.
Humilde y hambriento,
pensó, sorprendido de que un pensamiento tan mundano invadiera su cabeza en un momento como aquél.

—¿Al obelisco? —preguntó Vittoria.

Langdon asintió.

—¿Hora? —preguntó Vittoria sin aminorar el paso.

—Quedan cinco minutos.

La joven no dijo nada, pero Langdon notó que asía su mano con más fuerza. Aún portaba la pistola. Esperó que Vittoria no decidiera necesitarla. No la imaginaba esgrimiendo un arma en la plaza de San Pedro, destrozando las rótulas de un asesino delante de todas las televisiones del mundo. Claro que un incidente semejante no sería nada comparado con el hallazgo de un cardenal marcado a fuego y asesinado.

Aire,
pensó Langdon.
El segundo elemento de la ciencia.
Intentó imaginar la marca. El método del asesinato. Volvió a recorrer con la mirada la inmensa plaza, rodeada de Guardias Suizos. Si el hassassin osaba llevar a cabo su propósito, no podía imaginar cómo escaparía.

En el centro de la plaza se alzaba el obelisco egipcio de trescientas cincuenta toneladas de peso traído por Calígula. Medía veintisiete metros de altura hasta su punta, rematada por una cruz de hierro hueca. Lo bastante alta para captar los últimos rayos del sol poniente, la cruz brillaba como por arte de magia... En teoría, contenía los restos de la cruz en que Cristo fue crucificado.

Dos fuentes flanqueaban el obelisco, en una distribución perfectamente simétrica. Los historiadores de arte sabían que las fuentes indicaban los puntos focales geométricos exactos de la plaza elíptica de Bernini, pero se trataba de una curiosidad arquitectónica en la que Langdon no se había parado a pensar hasta hoy. De pronto, daba la impresión de que Roma estaba llena de elipses, pirámides y elementos geométricos desconcertantes.

Cuando se acercaron al obelisco, Vittoria caminó más despacio. Exhaló un profundo suspiro, como animando a Langdon a relajarse al mismo tiempo que ella. El hizo el esfuerzo, dejó caer los hombros y aflojó su mandíbula tensa.

En algún punto, alrededor del obelisco, situado con audacia ante la iglesia más grande del mundo, se hallaba el segundo altar de la ciencia, el
West Ponente
de Bernini, un bajorrelieve elíptico en la plaza de San Pedro.

Gunther Glick observaba desde las sombras de las columnas que rodeaban la plaza. Cualquier otro día, el hombre de la chaqueta de
tweed
y la mujer en pantalones cortos caqui no le habrían interesado en lo más mínimo. Parecían turistas admirando la plaza. Pero hoy no era un día como los demás. Hoy era un día de soplos telefónicos, cadáveres, coches camuflados que atravesaban Roma a toda velocidad, y un hombre con chaqueta de
tweed
que escalaba andamios en busca de Dios sabía qué. Glick no los perdería de vista.

Miró al otro lado de la plaza y vio a Macri. Se encontraba justo donde le había pedido, al acecho, cerca de la pareja. Macri portaba la cámara de vídeo como si tal cosa, pero pese a su pantomima de aburrido miembro de la prensa, destacaba más de lo que Glick deseaba. No había otros reporteros en esta parte de la plaza, y el acrónimo BBC impreso en su cámara atraía la mirada de algunos turistas.

La cinta que Macri había grabado del cuerpo desnudo arrojado en el maletero se estaba reproduciendo en este momento en el transmisor de vídeo de la camioneta. Glick sabía que las imágenes iban rumbo a Londres. Se preguntó qué diría redacción.

Ojalá Macri y él hubieran encontrado el cadáver antes de que llegara el pequeño ejército de soldados de paisano. Sabía que el mismo ejército estaba desplegado ahora por toda la plaza. Algo gordo estaba a punto de suceder.

Los medios de comunicación son el brazo derecho de la anarquía,
había dicho el asesino. Glick se preguntó si había perdido la oportunidad de conseguir una gran exclusiva. Miró las otras camionetas de las cadenas de televisión, y vio que Macri seguía a la misteriosa pareja. Algo le dijo a Glick que no todo estaba perdido...

74

Langdon vio lo que andaba buscando desde una distancia de diez metros. La elipse de mármol blanco de Bernini con la inscripción
West Ponente
estaba incrustada en el suelo de granito gris de la plaza. Al parecer, Vittoria también la vio. Le apretó la mano.

—Relájate —susurró Langdon—. Recuerda lo que me dijiste de respirar por los ojos.

La joven sujetó la mano de Langdon con menos fuerza.

Al acercarse, todo se les antojó de lo más normal. Los turistas paseaban, las monjas charlaban junto a los mojones de piedra que delimitaban el centro de la plaza
,
una chica daba de comer a las palomas en la base del obelisco. Langdon reprimió el deseo de consultar la hora. Sabía que el tiempo casi se había cumplido.

Llegaron al punto exacto donde estaba la elipse, y Langdon y Vittoria se detuvieron sin denotar impaciencia, como un par de turistas que se detenían ante un punto de relativo interés.


West Ponente
—dijo Vittoria mientras leía la inscripción en la losa de mármol.

Langdon contempló la elipse y se sintió ingenuo de repente. Ni en sus libros de arte, ni en sus numerosos viajes a Roma, había comprendido el significado del
West Ponente.

Hasta ahora.

El bajorrelieve, de casi un metro de largo, esculpido con una cara rudimentaria, plasmaba el Viento de Poniente como un rostro angelical. Bernini había representado un potente aliento que surgía de la boca del ángel, y se alejaba del Vaticano...
El aliento de Dios.
Era el tributo de Bernini al segundo elemento... Aire... Un poniente etéreo que expulsaban los labios de un ángel. Mientras Langdon miraba, se dio cuenta de que el significado del bajorrelieve era más profundo de lo que pensaba. Bernini había tallado
cinco
ráfagas diferentes de aire... ¡Cinco! Aún más, había
dos
estrellas radiantes que flanqueaban el medallón. Langdon pensó en Galileo.
Dos estrellas,
cinco ráfagas, elipses, simetría...
Se sintió agotado. Le dolía la
cabeza.

Vittoria interrumpió sus pensamientos.

—Creo que alguien nos está siguiendo —dijo.

Langdon levantó la vista.

—¿Dónde?

Vittoria, con Langdon de la mano, avanzó unos treinta metros antes de hablar. Señaló el Vaticano, como si enseñara a su acompañante un detalle de la cúpula.

—La misma persona nos ha estado siguiendo por toda la plaza. —Vittoria miró hacia atrás—. Aún nos sigue. Continúa andando.

—¿Crees que es el hassassin?

Vittoria negó con la cabeza.

—No, a menos que los Illuminati contraten a mujeres con cámaras de la BBC.

Cuando las campanas de San Pedro empezaron a repicar ensordecedoramente, tanto Langdon como Vittoria pegaron un bote. Era la hora. Se habían alejado del
Ponente
con la intención de despistar a la reportera, pero ahora regresaban al punto donde estaba el relieve.

Pese a las campanadas, la zona parecía gozar de una calma perfecta. Los turistas paseaban. Un indigente ebrio dormitaba en la base del obelisco. Una niña daba de comer a las palomas. Langdon se preguntó si la reportera habría asustado al asesino.
Lo dudo,
decidió, cuando recordó la promesa del asesino.
Convertiré a vuestros cardenales en luminarias de los medios de comunicación.

Cuando el eco de la novena campanada se desvaneció, un plácido silencio se adueñó de la plaza.

Entonces... la niña se puso a chillar.

75

Langdon fue el primero en acercarse a la niña.

Horrorizada, señalaba hacia la base del obelisco, donde un borracho viejo y decrépito se encontraba recostado sobre las escaleras. El estado del hombre era lamentable. Al parecer era uno de tantos indigentes de Roma. El pelo gris le caía en mechones grasientos sobre la cara, y tenía el cuerpo envuelto en una especie de tela sucia. La niña seguía chillando cuando se perdió entre la muchedumbre.

Langdon sintió una oleada de miedo cuando corrió hacia la piltrafa humana. Una mancha comenzaba a teñir profusamente los harapos del hombre. Sangre oscura y fresca.

Después fue como si todo sucediera a la vez.

El anciano pareció doblarse por la cintura y se inclinó hacia adelante. Langdon corrió, pero era demasiado tarde. El hombre se derrumbó por las escaleras y estrelló el rostro contra el pavimento. Permaneció inmóvil.

Langdon se puso de rodillas. Vittoria llegó a su lado. Una muchedumbre empezaba a congregarse a su alrededor.

Vittoria apoyó los dedos sobre la garganta del hombre.

—Aún tiene pulso —dijo—. Dale la vuelta.

Langdon ya se había puesto en acción. Sujetó al anciano por los hombros y le dio la vuelta. En ese momento, parte de los harapos parecieron desprenderse como carne muerta. El hombre se desplomó de espaldas. En el centro de su pecho desnudo había una amplia zona de carne chamuscada.

Vittoria lanzó una exclamación ahogada y retrocedió. Langdon se sentía paralizado entre la náusea y el estupor. El símbolo poseía una terrorífica sencillez.

—Aire —dijo Vittoria con voz estrangulada—. Es... él.

Guardias Suizos aparecieron como por arte de magia, gritaron órdenes y corrieron en pos de un enemigo invisible.

Cerca, un turista explicaba que, tan sólo minutos antes, un hombre de tez oscura había tenido la amabilidad de ayudar a este pobre indigente a cruzar la plaza, incluso se había sentado un momento en la escalera con él, antes de desaparecer entre la multitud.

Vittoria rasgó los harapos que cubrían el abdomen de la víctima. Tenía dos heridas profundas, como pinchazos, una a cada lado de la marca, justo debajo de su caja torácica. Echó hacia atrás la cabeza del hombre y empezó a aplicarle el boca a boca. Langdon no estaba preparado para lo que sucedió a continuación. Cuando Vittoria sopló, las heridas sisearon y la sangre brotó expulsada, como los chorros de una ballena. El líquido salado alcanzó a Langdon en plena cara.

Vittoria paró en seco, horrorizada, y luego miró las dos perforaciones.

Langdon se secó los ojos. Los agujeros borboteaban. Los pulmones del cardenal estaban destrozados. Había muerto.

Vittoria cubrió el cadáver cuando la Guardia Suiza se acercó.

Langdon se sentía desorientado. Entonces, la vio. La mujer que les había seguido estaba acuclillada cerca. Cargaba al hombro su cámara de vídeo de la BBC, y estaba filmando. Langdon y ella cruzaron una mirada, y comprendió que lo había rodado todo. Entonces, como una gata, la mujer se puso de pie.

76

Chinita Macri puso pies en polvorosa. Tenía el reportaje de su vida.

La cámara le pesaba como un ancla mientras cruzaba la plaza de San Pedro entre la muchedumbre. Daba la impresión de que todo el mundo se movía en dirección contraria a ella, hacia el tumulto. Macri intentaba alejarse lo máximo posible. El hombre de la chaqueta de
tweed
la había visto, y ahora intuía que otros la perseguían, hombres que no podía ver, que la acorralaban desde todos lados.

Macri aún estaba impresionada por las imágenes que acababa de grabar. Se preguntó si el hombre muerto era quien temía. De repente, el misterioso contacto telefónico de Glick se le antojó un poco menos loco.

Mientras corría en dirección a la camioneta de la BBC, un joven de aire militar emergió de la multitud delante de ella. Sus ojos se encontraron, y ambos se detuvieron. Como un rayo, el hombre levantó un
walkie-talkie
y habló por él. Luego, avanzó hacia ella. Macri dio media vuelta y se mezcló entre el gentío, con el corazón acelerado.

Mientras corría dando tumbos a través de la masa de brazos y piernas, extrajo la cinta de la cámara.
Oro en celuloide,
pensó Chinita, escondió la cinta debajo de los pantalones, pegada a los riñones, y dejó caer los faldones de la chaqueta para ocultarla mejor. Por una vez en su vida, se alegraba de pesar algo más de la cuenta.
¡Dónde demonios estás, Glick!

Otro guardia apareció a su izquierda. Macri sabía que tenía poco tiempo. Se internó en la multitud. Sacó un cartucho virgen del maletín y lo introdujo en la cámara. Después rezó.

Estaba a treinta metros de la camioneta de la BBC, cuando dos hombres se materializaron frente a ella, con los brazos cruzados. Su huida había terminado.

—Película —dijo uno con brusquedad—. Ya.

Macri retrocedió y
abrazó
la cámara en un gesto protector.

—Ni hablar.

Uno de los hombres se abrió la chaqueta y reveló una pistola.

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