Ángeles y Demonios (32 page)

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Authors: Dan Brown

BOOK: Ángeles y Demonios
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—Sí, pero no le enterraron
aquí
hasta mucho más tarde.

Langdon se sentía perdido.

—¿De qué estás hablando?

—Acabo de leerlo. El cadáver de Rafael fue trasladado al Panteón en 1758. Fue con motivo de una especie de tributo histórico a italianos eminentes.

Cuando asimiló las palabras, Langdon experimentó la sensación de que le habían quitado una alfombra de debajo de los pies de un tirón.

—Cuando el poema fue escrito —siguió Vittoria—, la tumba de Rafael estaba en otro sitio. En aquel entonces, el Panteón no tenía nada que ver con Rafael.

Langdon no podía respirar.

—Pero eso... significa...

—¡Sí, significa que nos hemos equivocado de lugar!

Langdon se tambaleó.
Imposible... Yo estaba seguro...

Vittoria corrió hacia el guía.

—Perdone, signore. ¿Dónde estaba el cadáver de Rafael en el siglo diecisiete?

—Urb... Urbino —tartamudeó el hombre, perplejo—. Su ciudad natal.

—¡Imposible! —Langdon se maldijo—. Los altares de la ciencia de los Illuminati estaban aquí, en Roma. ¡Estoy seguro!

—¿Illuminati? —El guía lanzó una exclamación ahogada y miró otra vez el documento que Langdon sostenía—. ¿Quiénes son ustedes?

Vittoria se hizo cargo de la situación.

—Buscamos algo llamado la tumba terrenal de Santi. ¿Puede decirnos cuál podría ser?

El guía parecía inquieto.

—Ésta es la única tumba de Rafael en Roma.

Langdon intentó pensar, pero su mente se resistía. Si la tumba de Rafael no estaba en Roma en 1655, ¿a qué se refería el poema?
La
tumba terrenal de Santi en el agujero del demonio. ¿ Qué demonios es?
¡Piensa!

—¿Hubo otro artista apellidado Santi? —preguntó Vittoria.

El guía se encogió de hombros.

—No que yo sepa.

—¿Y alguien que no fuera famoso? ¿Un científico, un poeta o un astrónomo de apellido Santi?

Daba la impresión de que el guía tenía ganas de marcharse.

—No, señora. El único Santi del que he oído hablar es Rafael, el arquitecto.

—¿Arquitecto? —dijo Vittoria—. ¡Pensaba que era pintor!

—Era ambas cosas, por supuesto. Todos lo eran. Miguel Ángel, Da Vinci, Rafael.

Langdon no supo si fueron las palabras del guía o las tumbas labradas que los rodeaban lo que le iluminó, pero daba igual. La idea germinó en su mente.
Santi era arquitecto.
A partir de eso, la progresión de pensamientos fue como fichas de dominó que fueran cayendo una tras otra. Los arquitectos del Renacimiento sólo vivían por dos motivos: alabar a Dios con grandes iglesias, y alabar a dignatarios con tumbas lujosas.
La tumba de Santi. ¿Podría ser?
Las imágenes se sucedieron con mayor rapidez.

La
Mona Lisa
de Da Vinci.

Los
Lirios acuáticos
de Monet.

El
David
de Miguel Ángel.

La tumba terrenal
de Santi...

—Santi diseñó la tumba —dijo Langdon.

Vittoria se volvió.

—¿Qué?

—No es una referencia al lugar donde está enterrado Rafael, sino que se refiere a una tumba que él
diseñó.

—¿De qué estás hablando?

—Malinterpreté la pista. Lo que estamos buscando no es la tumba de Rafael, sino una tumba que Rafael diseñó para alguien. No puedo creer que me equivocara. La mitad de las esculturas hechas en la Roma del Renacimiento y el Barroco eran de tipo funerario. —Langdon sonrió—. ¡Rafael debió de diseñar cientos de tumbas!

La noticia no alegró a Vittoria.

—¿Cientos?

La sonrisa de Langdon se desvaneció.

—Oh.

—¿Alguna de ellas
terrenal,
profesor?

De pronto, Langdon se sintió torpe. Sabía muy poco sobre la obra de Rafael. Con Miguel Ángel habría sido más preciso, pero la obra de Rafael nunca le había cautivado. Langdon sólo recordaba un par de las tumbas más famosas de Rafael, pero no estaba seguro de cuál era su apariencia.

Como si intuyera el bloqueo de Langdon, Vittoria se volvió hacia el guía, que se iba alejando poco a poco. Le agarró del brazo al instante.

—Necesito una tumba. Diseñada por Rafael. Una tumba que pudiera considerarse
terrenal.

El guía parecía disgustado.

—¿Una tumba de Rafael? No sé. Diseñó muchas. Además, debe de referirse a una capilla de Rafael, no a una tumba. Los arquitectos siempre diseñaban las capillas conjuntamente con la tumba.

Langdon cayó en la cuenta de que el hombre tenía
razón.

—¿Existen tumbas o capillas de Rafael que se consideren
terrenales?

El hombre se encogió de hombros.

—Lo siento. No sé qué quiere decir.
Terrenal
no describe nada que yo conozca. Tengo que marcharme.

Vittoria le retuvo y leyó el folio.

—«Desde la tumba terrenal de San, / en el agujero del demonio». ¿Significa algo para usted?

—Nada.

Langdon alzó la vista de repente. Había olvidado por un momento la segunda parte del verso.
¿El agujero del demonio?

—¡Sí! —dijo al guía—. ¡Ya está! ¿Hay alguna capilla de Rafael que tenga un
oculus?

El guía meneó la cabeza.

—Que yo sepa, el Panteón es único. —Hizo una pausa—. Pero...

—¿Pero qué? —dijeron al unísono Langdon y Vittoria.

El guía ladeó la cabeza.

—¿Un agujero del demonio? —Murmuró para sí y se dio golpecitos en los dientes—. Agujero del demonio... Eso es...
buco diavolo?

Vittoria asintió.

—Literalmente, sí.

El guía sonrió apenas.

—Hace mucho tiempo que no oía esa expresión. Si no me equivoco, un
buco diavolo
se refiere a una cripta subterránea.

—¿Una cripta subterránea? —preguntó Langdon.

—Sí, pero un tipo de cripta muy concreto. Creo que el agujero del demonio es un antiguo término utilizado para referirse a una cavidad sepulcral de buen tamaño situada en una capilla... debajo de otra tumba.

—¿Un osario? —preguntó Langdon, que había reconocido al instante lo que el hombre estaba describiendo.

El guía se quedó impresionado.

—¡Sí! Esa es la palabra que estaba buscando.

Langdon reflexionó unos momentos. Los osarios eran un apaño barato eclesiástico para solucionar dilemas engorrosos. Cuando las iglesias honraban a sus miembros más distinguidos con tumbas ornamentadas en el interior del santuario, los miembros supervivientes de la familia solían pedir que los enterraran juntos... para de esta forma asegurarse de que contarían con un codiciado lugar de sepultura dentro de la iglesia. Sin embargo, si la iglesia carecía de espacio o fondos para habilitar tumbas dedicadas a toda una familia, a veces excavaban un osario al lado, un agujero en el suelo, cerca de la tumba, donde sepultaban a los miembros de la familia menos favorecidos por la fortuna. El agujero se cubría a continuación con el equivalente del Renacimiento a una tapa de alcantarilla. Aunque conveniente, el osario pasó de moda pronto, debido sobre todo al hedor que invadía a menudo la catedral.
El agujero del demonio,
pensó Langdon. Nunca había oído la expresión. Le parecía siniestramente acertada.

El corazón de Langdon latía desbocado.
Desde la tumba terrenal de San,
/
en el agujero del demonio.
Sólo quedaba por hacer una pregunta.

—¿Diseñó Rafael alguna tumba que contara con un agujero del demonio?

El guía se rascó la
cabeza.

—Lo siento, pero... sólo se me ocurre una.

¡Sólo una!
Langdon no podría haber soñado con una respuesta mejor.

—¿Dónde? —gritó casi Vittoria.

El guía los miró de una manera extraña.

—Se llama la Capilla Chigi. La tumba de Agostino Chigi y su hermano, acaudalados mecenas de las artes y las ciencias.


¿Ciencias?
—dijo Langdon, e intercambió una mirada con Vittoria.

—¿Dónde? —repitió Vittoria.

El guía hizo caso omiso de la pregunta, entusiasmado de nuevo por poder ayudar.

—En cuanto a si la tumba es
terrenal
o no, lo ignoro, pero la verad es que es...
differente,
podríamos decir.

—¿Diferente? —preguntó Langdon—. ¿En qué?

—Incongruente con la arquitectura. Rafael sólo fue el arquitecto. Otro escultor se hizo cargo de los adornos interiores. No me acuerdo quién fue.

Langdon era todo oídos.
El anónimo maestro de los Illuminati tal vez.

—El autor de los monumentos interiores carecía de gusto —insistió el guía—.
Dio mio! Atrocità!
¿Quién querría estar enterrado debajo de
pirámides?

Langdon apenas daba crédito a sus oídos.

—¿Pirámides? ¿La capilla contiene pirámides?

—Lo sé —bufó el guía—. Terrible, ¿verdad?

Vittoria agarró el brazo del guía.

—Signore,
¿dónde
está esa Capilla Chigi?

—En la iglesia de Santa Maria del Popolo, al norte de la ciudad.

Vittoria exhaló un suspiro.

—Gracias. Vamos a...

—Eh —dijo el guía—. Se me acaba de ocurrir algo. Qué tonto soy.

Vittoria paró en seco.

—No me diga que se ha equivocado, por favor.

El hombre negó con la cabeza.

—No, pero tendría que haberlo pensado antes. La Capilla Chigi no siempre fue conocida por ese nombre. La llamaban la Capella della Terra.

Vittoria dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta.

Vittoria Vetra abrió su móvil mientras atravesaba a toda prisa la Piazza della Rotunda.

—Comandante Olivetti —dijo—. ¡Nos hemos equivocado de sitio!

—¿Qué quiere decir? —preguntó Olivetti, perplejo.

—¡El primer altar de la ciencia está en la Capilla Chigi!

—¿Dónde? —Olivetti parecía irritado—. Pero el señor Langdon dijo...

—¡Santa María del Popolo! ¡Ordene a sus hombres que se dirijan allí! ¡Nos quedan cuatro minutos!

—¡Pero mis hombres están apostados aquí! No puedo...

—¡Muévase!

Vittoria cerró el teléfono.

Langdon salió del Panteón, desconcertado.

Vittoria agarró su mano y tiró de él hacia la cola de taxis, al parecer sin conductor, que esperaban junto al bordillo. Golpeó el capó del primer coche de la fila. El conductor adormilado se irguió sobresaltado. Vittoria abrió una de las puertas traseras y empujó a Langdon al interior. Después saltó detrás de él.

—Santa María del Popolo —ordenó—.
Presto!

El conductor, con aspecto delirante y medio aterrorizado, pisó el acelerador y salió disparado.

63

Gunther Glick tecleaba en el ordenador de Chinita Macri, que ahora estaba encorvada en la parte posterior de la estrecha camioneta de la BBC, mirando confusa por encima del hombro del reportero.

—Ya te lo he dicho —dijo Glick mientras pulsaba algunas teclas—. El
British Tattler
no es el único periódico que publica artículos sobre estos tipos.

Macri se acercó más a la pantalla. Glick tenía razón. La base de datos de la BBC mostraba que su distinguida cadena había seleccionado y emitido seis reportajes en los últimos diez años sobre la hermandad llamada los Illuminati.
Bien, que me aspen,
pensó la mujer.

—¿Quiénes son los periodistas que hicieron los reportajes? ¿Buscadores de basura?

—La BBC no contrata a buscadores de basura.

—Te contrataron a ti.

Glick frunció el ceño.

—No sé por qué eres tan escéptica. Los Illuminati están bien documentados a lo largo de la historia.

—También las brujas, los ovnis y el monstruo del lago Ness.

Glick leyó la lista de reportajes.

—¿Has oído hablar de un tipo llamado Winston Churchill?

—Me suena.

—Hace un tiempo, la BBC hizo un reportaje de tipo histórico sobre la vida de Churchill. Un católico recalcitrante, por cierto. ¿Sabías que en 1920 Churchill publicó una declaración condenando a los Illuminati, y advirtiendo a los ingleses de una conspiración contra la moral a escala mundial?

Macri se mostró dudosa.

—¿Dónde se publicó? ¿En el
British Tattler?

Glick sonrió.

—En el
Londón Herald,
el ocho de febrero de 1920.

—Ni hablar.

—Regálate los ojos.

Macri miró el recorte,
Londón Herald, 8 de febrero de 1920. No
tenía ni idea.

—Bien, Churchill era un paranoico.

—No era el único —dijo Glick, que siguió leyendo—. Por lo visto, Woodrow Wilson intervino en tres emisiones radiofónicas en 1921, para alertar sobre el creciente control de los Illuminati sobre el sistema bancario estadounidense. ¿Quieres una cita directa de la transcripción?

—No, gracias.

Glick no hizo caso.

—Dijo: «Existe un poder tan organizado, tan sutil, tan completo, tan dominante, que pronunciar palabras en su contra equivale a ensalzarlos».

—Nunca había oído nada de esto.

—Tal vez porque en 1921 eras una cría.

—Eres un encanto.

Macri se tomó la pulla con calma. Sabía que se le empezaba a notar la edad. Con cuarenta y tres años, sus rizos negros estaban veteados de gris. Era demasiado orgullosa para teñirse. Su madre, una baptista del sur, había inculcado aceptación y sentido de la dignidad en Chinita.
Cuando se es negra,
decía su madre,
no puedes ocultar lo que eres. El día que lo intentas, es el día de tu muerte. Anda erguida,
sonríe y haz que se pregunten cuál es el secreto que te hace reír.

—¿Has oído hablar de Cecil Rhodes? —preguntó Glick.

Macri levantó la vista.

—¿El financiero inglés?

—Sí. Fundó las becas Rhodes.

—No me digas...

—Illuminatus.

—Tonterías.

—BBC, de hecho, dieciséis de noviembre de 1984.

—¿Publicamos que Cecil Rhodes era un Illuminatus?

—Pues claro. Según nuestra cadena, las becas Rhodes eran fondos aportados hace siglos para reclutar las mentes jóvenes más brillantes del mundo y engrosar las filas de los Illuminati.

—¡Eso es ridículo! ¡Mi tío obtuvo una beca Rhodes!

Glick le guiñó un ojo.

—Y también Bill Clinton.

Macri se estaba enfadando. Nunca había tolerado bien los reportajes alarmistas y chapuceros. De todos modos, conocía lo bastante bien a la BBC para saber que todos los reportajes eran sometidos a una investigación y confirmación minuciosas.

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