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Authors: Dan Brown

Ángeles y Demonios (22 page)

BOOK: Ángeles y Demonios
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Un ataque fatal.
Las palabras del comandante recordaron a Langdon los titulares que había leído mientras comía con unos estudiantes en Harvard:
EL PAPA SUFRE UN ATAQUE. MUERE MIENTRAS DORMÍA.

—Además —añadió Olivetti—, la Capilla Sixtina es una fortaleza. Aunque no le damos publicidad al hecho, el edificio está reforzado y puede repeler cualquier ataque, salvo el de misiles. Como preparativo, peinamos cada centímetro de la capilla esta tarde, en busca de micrófonos ocultos y otros aparatos de espionaje. La capilla está limpia, es un refugio seguro, y estoy convencido de que la antimateria no está dentro. Esos hombres no podrían encontrarse en un lugar más seguro. Siempre podemos hablar de la evacuación de emergencia más tarde, si es preciso.

Langdon estaba impresionado. La lógica fría e inteligente de Olivetti le recordaba a Kohler.

—Comandante —dijo Vittoria con voz tensa—, existen otras preocupaciones. Nadie había creado tanta antimateria. Sólo puedo calcular de manera aproximada el radio de la explosión. La zona de Roma que nos rodea podría estar en peligro. Si el contenedor se encuentra en uno de sus edificios centrales o bajo tierra, el efecto sobre el exterior podría ser mínimo, pero si el contenedor está cerca del perímetro, en
este
edificio, por ejemplo...

Miró por la ventana la multitud que se agolpaba en la plaza de San Pedro.

—Soy muy consciente de mis responsabilidades con el mundo exterior —contestó Olivetti—, lo cual no agrava más la situación. La protección de este santuario ha sido mi única responsabilidad durante más de dos décadas. No tengo la menor intención de permitir que esa arma estalle.

El camarlengo Ventresca levantó la vista.

—¿Cree que puede encontrarla?

—Deje que discuta nuestras opciones con algunos de mis especialistas. Existe la posibilidad, si cortamos la energía eléctrica del Vaticano, de que podamos eliminar las frecuencias de radio de fondo y crear un entorno lo bastante limpio para obtener una lectura del campo magnético de ese contenedor.

Vittoria manifestó su sorpresa, y luego pareció realmente impresionada.

—¿Quiere dejar a oscuras la Ciudad del Vaticano?

—Es una posibilidad. Aún no sé si es posible, pero quiero estudiar esa opción.

—Los cardenales se preguntarían qué pasa —recordó Vittoria.

Olivetti negó con la cabeza.

—Los cónclaves se celebran a la luz de las velas. Los cardenales no se enterarían. Una vez se aisle el cónclave, podría utilizar a casi todos los guardias del perímetro para iniciar un registro. Cien hombres podrían cubrir mucho terreno en cinco horas.

—Cuatro horas —corrigió Vittoria—. He de devolver el contenedor al CERN en avión. La explosión es inevitable si no recargamos las baterías.

—¿No hay forma de recagarlas aquí?

Vittoria sacudió la cabeza.

—La interfaz es complicada. De haber podido, la habría traído.

—Cuatro horas, pues —dijo Olivetti con el ceño fruncido—. Tiempo suficiente. El pánico no sirve de nada. Signore, tiene diez minutos. Vaya a la capilla y aisle el cónclave. Concédales un poco de tiempo a mis hombres para hacer su trabajo. Cuando nos acerquemos a la hora crítica, tomaremos las decisiones críticas.

Langdon se preguntó si Olivetti permitiría que la situación se prolongara en exceso.

El camarlengo parecía preocupado.

—Pero el Colegio preguntará por los
preferiti,
sobre todo por Baggia... Preguntarán dónde están.

—Tendrá que inventar algo, signore. Dígales que les sirvió algo en el té que les sentó mal.

El camarlengo se enfureció.

—¿Quiere que mienta al Colegio Cardenalicio?

—Por su propio bien.
Una bugia veniale.
Una mentira piadosa. Su trabajo consistirá en mantener la tranquilidad. —Olivetti se encaminó a la puerta—. Si me perdonan, debo ponerme en marcha.

—Comandante —le urgió el camarlengo—, no podemos olvidarnos de los cardenales desaparecidos.

Olivetti se detuvo al llegar a la puerta.

—Baggia y los demás se hallan ahora fuera de nuestra esfera de influencia. Hemos de dejarlos... por el bien de la mayoría. Los militares lo llaman
triage.

—¿Quiere decir que vamos a
abandonarlos?

La voz del comandante se endureció.

—Si hubiera otra solución, signore, alguna forma de localizar a esos cuatro cardenales, daría mi vida por ello. No obstante... —Señaló hacia la ventana, donde el sol del atardecer brillaba sobre un mar infinito de tejados romanos—. Registrar una ciudad de cinco millones de habitantes no está en mis manos. No malgastaré un tiempo precioso en apaciguar mi conciencia con un ejercicio inútil. Lo siento, signore.

Vittoria habló de repente.

—Pero si
detenemos
al asesino, ¿podría hacerle hablar?

Olivetti frunció el ceño.

—Los soldados no pueden permitirse ser santos, señorita Vetra. Créame, simpatizo con su deseo de atrapar a ese hombre.

—No se trata de algo solamente personal —dijo la joven—. El asesino sabe dónde está la antimateria... y los cardenales desaparecidos. Si pudiéramos encontrarle...

—¿Seguirle el juego? —dijo Olivetti—. Créame, retirar toda la protección del Vaticano con el fin de registrar cientos de iglesias es lo que los Illuminati esperan que hagamos. Desperdiciar un tiempo y unos efectivos humanos preciosos cuando deberíamos estar buscando... O peor aún, dejar la Banca Vaticana sin protección. Por no hablar de los restantes cardenales.

Sus palabras hicieron mella.

—¿Y la policía de Roma? —preguntó el camarlengo—. Podríamos alertarla de la crisis. Pedir su ayuda para encontrar al secuestrador de los cardenales.

—Otra equivocación —dijo Olivetti—. Ya sabe lo que los
Carabinieri
de Roma opinan de nosotros. Obtendríamos unos cuantos hombres poco entusiastas a cambio de que vendieran nuestra crisis a los medios de comunicación. Justo lo que nuestros enemigos desean. Tal como están las cosas, no tardaremos mucho en tener que lidiar con los medios.

Convertiré a sus cardenales en luminarias de los medios de comunicación,
pensó Langdon, recordando las palabras del asesino.
El cadáver del primer cardenal aparece a las ocho de la noche. Después, uno cada hora. A la prensa le encantará.

El camarlengo estaba hablando de nuevo, con voz teñida de ira.

—¡Comandante, no podemos dejar desamparados a los cardenales desaparecidos!

Olivetti miró a los ojos del camarlengo.

—La oración de San Francisco, señor. ¿La recuerda?

El joven sacerdote dijo el verso con dolor en su voz.

—Dios, concédeme la fuerza de aceptar las cosas que no puedo cambiar...

—Confíe en mí —dijo Olivetti—.
Ésta
es una de tales cosas.

Y tras decir esto se marchó.

44

La oficina central de la BBC se halla en Londres, justo al oeste de Piccadilly Circus. Sonó el teléfono de la centralita, y una redactora de sumarios novata descolgó el teléfono.

—BBC —dijo mientras apagaba su cigarrillo Dunhill.

La voz que sonó era rasposa, con acento de Oriente Próximo.

—Tengo una noticia bomba que podría interesar a su cadena.

La redactora sacó un bolígrafo y una hoja de papel.

—¿Referente a?

—La elección papal.

Frunció el ceño, cansada. La BBC había emitido ayer una historia preliminar, y la respuesta había sido mediocre. Por lo visto, el público estaba muy poco interesado en el Vaticano.

—¿Cuál es el enfoque?

—¿Tienen un reportero en Roma que cubra la elección?

—Creo que sí.

—He de hablar con él sin intermediarios.

—Lo siento, pero no puedo darle el número sin tener idea de...

—El cónclave ha recibido una amenaza. Es lo único que puedo decirle.

La redactora tomaba notas.

—¿Su nombre?

—Mi nombre es irrelevante.

La redactora no se sorprendió.

—¿Tiene pruebas de lo que afirma?

—Sí.

—Me encantaría aceptar su información, pero nuestra política no admite dar el número de nuestros reporteros, a menos que...

—Comprendo. Llamaré a otra cadena. Gracias por concederme su tiempo. Adiós...

—Un momento —dijo la redactora—. ¿Puede esperar?

La redactora estiró el cuello. El arte de filtrar llamadas de posibles chiflados no era una ciencia exacta, pero quien llamaba acababa de superar las dos pruebas de autenticidad que exigía la BBC. Se había negado a dar su nombre, y estaba ansioso por colgar. Los ganapanes y buscadores de gloria solían lloriquear y suplicar.

Por suerte para ella, los reporteros vivían en el miedo eterno de perderse un gran reportaje, de modo que pocas veces la reprendían por ponerlos en contacto con algún psicótico. Hacer perder cinco minutos a un reportero podía perdonarse. Perder un titular no.

Bostezó, miró su ordenador y tecleó las palabras «Ciudad del Vaticano». Cuando vio el nombre del reportero que cubría la elección del Papa, rió para sí. Era un tipo que acababa de aterrizar en la BBC, procedente de un tabloide, al que habían encargado algunos de los reportajes más mundanos de la BBC. Era evidente que le habían destinado al escalón más inferior.

Probablemente se estaba aburriendo de lo lindo, toda la noche esperando a grabar su vídeo de diez segundos en vivo. Seguro que estaría agradecido de que algo rompiera la monotonía.

La redactora de sumarios de la BBC copió el número del reportero en la Ciudad del Vaticano. Después, encendió otro cigarrillo y dio el teléfono a su interlocutor anónimo.

45

—No saldrá bien —dijo Vittoria, mientras paseaba por el despacho del Papa—. Aunque un equipo de la Guardia Suiza pueda filtrar las interferencias electrónicas, tendrán que estar
encima
del contenedor para captar alguna señal. Y eso si pueden acceder al contenedor, porque quizá lo han aislado de alguna manera. ¿Y si está enterrado dentro de una caja metálica, o en un conducto de ventilación? No habrá forma de localizarlo. Además, si hay infiltrados en la Guardia Suiza, ¿quién garantiza que la búsqueda será exhaustiva?

El camarlengo parecía exhausto.

—¿Qué nos propone, señorita Vetra?

Vittoria se sentía confusa.
¡Algo evidente!

—Propongo, señor, que tomen otras precauciones
de inmediato.
Podemos confiar contra toda esperanza en que la búsqueda del comandante se vea coronada por el éxito. Al mismo tiempo, mire por la ventana. ¿Ve toda esa gente? ¿Esos edificios al otro lado de la plaza? ¿Esos camiones de las televisiones? ¿Los turistas? Están dentro del radio de alcance de la explosión. Hay que actuar ahora.

El camarlengo asintió, con la mirada perdida.

Vittoria se sentía frustrada. Olivetti había convencido a todo el mundo de que quedaba mucho tiempo, pero Vittoria sabía que, si la noticia se filtraba, toda la zona se llenaría de fisgones en cuestión de minutos. Lo había visto en una ocasión, ante el edificio del Parlamento suizo en Zúrich. Durante una toma de rehenes con bomba incluida, miles de personas se habían congregado en las afueras del edificio para presenciar el desenlace. Pese a la advertencia de la policía de que estaban en peligro, la multitud se fue acercando cada vez más. Nada captaba más el interés humano que la tragedia humana.

—Signore —urgió Vittoria—, el hombre que mató a mi padre anda suelto por ahí. Todas las células de mi cuerpo me impelen a salir en su captura, pero estoy en su despacho, porque me siento responsable de usted. De usted y de los demás. Hay vidas en peligro, signore. ¿Lo entiende?

El camarlengo no contestó.

Vittoria notó que su corazón se aceleraba.
¿Por qué no pudo la
Guardia Suiza localizar al que llamó? ¡El asesino de los llluminati es la clave! Sabe dónde está la antimateria... ¡Sabe dónde están los cardenales! Si atrapamos al asesino, todo se solucionará.

Vittoria se dio cuenta de que estaba empezando a perder el control, algo que recordaba lejanamente de la infancia, los años de orfandad, la frustración sin herramientas para manejarla.
Tienes herramientas,
se dijo,
siempre tienes herramientas.
Pero era inútil. Sus pensamientos se entrometían, la estrangulaban. Era una investigadora, una mujer que se dedicaba a resolver problemas. Pero se enfrentaba a un problema sin solución.
¿Qué datos necesitas? ¿Qué quieres?
Se ordenó respirar hondo, pero por primera vez en su vida, no pudo. Se estaba asfixiando.

A Langdon le dolía la cabeza, y experimentaba la sensación de que estaba bordeando los límites de la racionalidad. Miraba a Vittoria y al camarlengo, pero imágenes espantosas nublaban su visión: explosiones, ejércitos de periodistas, cámaras en acción, cuatro cadáveres marcados.

Shaitan... Lucifer... Portador de luz.
..
Satanás...

Expulsó las imágenes horripilantes de su mente.
Terrorismo calculado,
se recordó, y trató de aferrarse a la realidad.
Caos planificado.
Pensó en un seminario de Radcliffe al que había asistido en una ocasión, mientras investigaba el simbolismo pretoriano. Desde entonces, su opinión sobre los terroristas había cambiado.

Vittoria y el camarlengo dieron un respingo.

—No lo veía —susurró Langdon como hipnotizado—. Lo tenía delante de mis ojos...

—¿No veías qué? —preguntó Vittoria.

Langdon se volvió hacía el sacerdote.

—Padre, durante tres años he estado pidiendo permiso para acceder a los Archivos del Vaticano. Me lo han negado siete veces.

—Lo siento, señor Langdon, pero no me parece el momento más adecuado para quejarse.

—He de acceder ahora mismo. Los cuatro cardenales desaparecidos. Tal vez consiga descubrir dónde serán asesinados.

Vittoria le miró, convencida de que no le había entendido bien.

El camarlengo parecía preocupado, como si fuera objeto de una burla cruel.

—¿Espera que crea que esta información consta en nuestros Archivos?

—No puedo prometerle que la localizaré a tiempo, pero si me deja entrar...

—Señor Langdon, debo personarme en la Capilla Sixtina dentro de cuatro minutos. Los Archivos están al otro lado de la Ciudad del Vaticano.

—Hablas en serio, ¿verdad? —interrumpió Vittoria, con los ojos clavados en los de Langdon.

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