Ángel caído (19 page)

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Authors: Åsa Schwarz

Tags: #Intriga, policíaco

BOOK: Ángel caído
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Decepcionado, leyó los remitentes de los diez mensajes que tenía. Ninguno era de Nova y la mitad eran
spam
. Para apartar los pensamientos, se metió en el e-mail interno de Greenpeace. Primero leyó por encima sin profundizar. Cuando acabó se preguntó si había leído bien. La segunda vez lo leyó despacio y con interés. Veintiséis millones y medio. Greenpeace Suecia jamás había recibido una donación tan grande en toda su historia. Detrás había una fundación, FON, que trabajaba en temas medioambientales. «Qué raro que no haya oído hablar antes de FON —pensó Eddie—. Tengo que llamar a Nova», decidió como era habitual en él. Cuando oyó el contestador de voz al otro lado de la línea, lo recordó.

Nadie sabía dónde estaba.

El agua estaba tan tranquila que parecía un espejo. A veces se formaban pequeños anillos cuando algún insecto se accidentaba o los alburnos rozaban la superficie para cazarlos. El bosque estaba vacío ahora que el pulso cotidiano había empezado a latir en la ciudad tras las vacaciones de verano. Nova estaba sentada en una piedra y se refrescaba los pies en el agua tibia. Sus pensamientos volaban lejos y se sentía atrapada en algo parecido al rizo que puede hacer un avión.

Apenas recordaba cómo había vuelto a la tienda después de estar en su casa: se topó con un taxi ilegal en la esquina y lo llamó:

—¡Vamos, vamos!

Cuando llegó a su destino, dudó si entrar o no en la oscuridad de la reserva de Nacka. Lo que antes había sido su amigo, ahora le daba miedo. Al final, se sentó en la acera y esperó debajo de una farola hasta que apareciera la primera luz del día a través de la oscuridad. Cada una de las sombras le había hecho devanarse los sesos por lo monstruosas que le parecían. Se quedó sentada apretando el móvil como si tuviera la mano agarrotada. Toda su fuerza de voluntad la había dedicado a no poner la batería y llamar a Arvid. Lo que más deseaba era que estuviera allí con ella.

Nova temblaba al pensar que aún tardaría varias horas en amanecer. En su cabeza aparecían, una y otra vez, las imágenes del vídeo donde salía su madre. ¿Por qué había visto Nova lo que había visto? ¿Era aquello la última forma de castigarla? ¿Desde la tumba demostrarle que era su madre la que todavía decidía? No sabía qué pensar.

Al final la furia y el odio aparecieron en su interior.

—Mala zorra, ya no vas a amargarme más la vida. Ni viva ni muerta.

La mano de Nova encontró una piedra que tiró indignada al agua lo más lejos que pudo. Después se levantó de golpe y se dirigió hacia la tienda. La pequeña mochila estaba dentro del escondite, tirada en un rincón, y Nova tuvo que ponerse a cuatro patas para poderla coger. Delante de la tienda puso después las carpetas y la fotografía que había encontrado en su casa. Empezó con la foto y la observó detenidamente. Tampoco allí había ninguna duda: era Peter Dagon quien la miraba fijamente. «¿Qué hacía en la celebración de su fiesta de bachillerato?», se preguntaba Nova. No recordaba haberlo visto en el instituto, pero estaba completamente segura de que no había saludado a su madre ni que a ella la hubiera felicitado. ¿Por qué no había saludado a su madre?, se preguntó. Un año después su madre había dejado en su testamento millones a su fundación.

No querían demostrar que se conocían. Nova puso la fotografía a un lado y cogió la carpeta que llevaba el título «Abastecimiento energético en Suecia». Encima de todo había un mapa de Suecia con líneas rojas y flechas que cubrían todo el país. «Red sueca de abastecimiento de electricidad», leyó Nova. También había mapas detallados de las ciudades más grandes de Suecia: Estocolmo, Gotemburgo, Malmoe y Uppsala. También en ellos había trazos. Debajo del todo había algo que parecía un dibujo, pero al principio Nova no pudo entender qué era. Después vio una gran nube con el título «Internet». Llegó a la conclusión de que debía de tratarse de un mapa de la red. Abajo, en la esquina de la derecha, había una corta anotación escrita con la letra de su madre: «Red energética sueca 1/3».

En su trabajo en Greenpeace había estudiado a fondo lo que hacía la Red energética sueca: cuidaban la red central de la electricidad en Suecia y eran responsables del abastecimiento de electricidad en todo el territorio sueco. Procuraban que el suministro de electricidad llegase tanto a organizaciones como a particulares. Pero no tenía ni idea de por qué su madre tenía un mapa de esa red. «Debería ser secreta», pensó Nova.

La otra carpeta, marcada con el título
The Ararat Anomaly
, aún la confundió más. Contenía dos fotografías. Estaba claro que una, en blanco y negro, era antigua. La otra era nueva y estaba marcada con 39° 42' 10" N, 44° 16' 30" E. Nova llegó a la conclusión de que se podía situar en alguna parte al oeste del Mediterráneo. Las dos imágenes eran del mismo motivo en diferentes épocas del año, supuso. Una oscura sombra se veía debajo de un manto de nieve. En la foto nueva el objeto era mayor y tenía los contornos más definidos. «Parece un barco —pensó Nova—, o quizá un barco de los tiempos antiguos enterrado.» El último objeto en la carpeta era una presentación en Powerpoint de alguien que se llamaba George McAlley y tenía fecha del 12 de septiembre de 2003. Llevaba por título
Remains of the Ark of Noah
y parecía ser una presentación sobre la historia del Arca de Noé y una argumentación de por qué estaba en un monte que se llamaba Ararat.

Nova se quedó mirando una hoja que contenía algunos datos históricos:

  • Beroso, historiador de Babilonia, escribió en 275 a. J.C. acerca de un «barco» sobre una montaña.
  • En el siglo I d. J.C, el historiador judío Flavio Josefo afirmó que parte de una «nave» reposaba sobre una montaña.
  • Nicolás de Damasco, otro historiador del siglo I de nuestra era, dijo que había «maderos de un barco» cerca de la cima.
  • Incluso el famoso explorador Marco Polo mencionó a finales del siglo XIII, en sus
    Viajes de Marco Polo
    , que el Arca de Noé aún podía verse en la «cumbre» del Ararat.

«La búsqueda del Arca de Noé. Los
nefilim
y el Génesis —pensó Nova—. Hay un hilo conductor, pero ¿qué significa? Y ¿qué tiene que ver con los clientes de mi madre y todo ese dinero?» Miró la fotografía de Peter Dagon.

—Seguro que tú lo sabes —dijo Nova en voz alta mirándole fijamente a los ojos.

Amanda giró dejando atrás la calle Göt y avanzó treinta metros por la calle Höken. Cuando paró delante del portal número dos se encontró con un afiche de un buque en blanco y negro que parecía antiguo.
«Se busca: Pescadores ilegales. Recompensa: 10.000»
«Aquí es», pensó Amanda mientras llamaba. Le abrió una mujer de unos treinta años.

—Estoy buscando a Stefan Holmgren —explicó Amanda.

—Sí, lo he visto aquí hoy. Espera un momento —le sugirió señalando una mesa redonda cubierta de folletos.

Al cabo de un minuto la mujer volvió.

—Lo siento, no lo encuentro, pero sé que ha estado aquí hoy. O está en el baño o ha salido a comprarse la comida o algo así.

Amanda asintió con la cabeza y se puso a hojear los folletos. La mayor parte parecía que se referían a cuestiones climáticas.

—La (R)evolución de la energía —leyó Amanda en voz alta.

A falta de otra cosa, continuó leyendo página tras página sobre las fuentes de energía alternativa que sustituirían al combustible fósil. Cuando llegó al final, cinco personas le habían preguntado si necesitaba ayuda, pero ninguno fue capaz de encontrar a Stefan Holmgren.

Al final cogió su móvil y lo llamó. Al cabo de dos llamadas respondió:

—Ajá, ya estás aquí. Estaba en el baño dándome una ducha.

»A veces duermo aquí —siguió explicando cuando la saludó de nuevo, un minuto más tarde—. Así que he aprovechado para ducharme cuando el baño estaba libre.

Fue la primera vez que Amanda se daba cuenta de los dos adornos metálicos que Stefan Holmgren llevaba en el labio. Después él desplegó la intensa energía que sólo emana la gente que sinceramente vive para una causa. Iba delante de ella por un largo pasillo y Amanda pudo constatar que le resultaban igual de largos ahora que no llevaba tacones. Vio que él se sujetaba los pantalones con un cinturón lleno de remaches.

Cuando se hubieron sentado le preguntó en qué podía ayudar a la policía.

—Estoy investigando dos asesinatos. Seguro que lo has leído en la prensa.

—¿Quieres decir las tonterías esas de que dos activistas del medio ambiente estuvieran implicados en la muerte de los presidentes? Nuestro departamento de prensa está bloqueado por las llamadas de los periodistas que preguntan sobre el tema.

—Y ¿por qué crees que son tonterías?

—No soy nadie para hablar de otras organizaciones, pero nosotros tenemos una política estricta —informó Stefan Holmgren, y se puso a hacer una lista que se veía la había repetido antes muchas veces—: Nosotros no tenemos el sabotaje como objetivo ni como método. Nunca escondemos nuestra identidad. Siempre pagamos las multas. Si tenemos que romper una cerradura, siempre dejamos una nueva. Sencillamente, nosotros hacemos desobediencia civil y eso está muy lejos del asesinato.

—¿Conoces a alguien que se llama Nova Barakel?

Stefan Holmgren se inclinó hacia adelante y miró fijamente a Amanda.

—¿Quieres decir que Nova está implicada de alguna manera?

—En estos momentos la estamos buscando. ¿Qué es lo que hace aquí, en Greenpeace?

—Es activista —respondió Stefan Holmgren pensativo—. Participa en nuestras acciones y trabaja como voluntaria.

—¿Ha estado especialmente interesada en Vattenfall?

—Espera —reaccionó Stefan Holmgren, que en un instante abandonó la sala.

Un minuto más tarde volvió con un gran cartel que puso sobre la mesa: se veían unos glaciares blancos por las laderas de los altos Alpes. Toda la imagen radiaba aire sano y una magnífica naturaleza.

—¿Ves esta nieve? —le preguntó retóricamente Stefan Holmgren señalando el cartel—. Vattenfall está recogiendo firmas que después forman este manto de nieve. Firmas para el medio ambiente, le llaman. Hipocresía de mierda, lo llamo yo.

Amanda se fijó en las florituras que había en la base de las montañas y le pareció descifrar alguna letra. Después preguntó:

—Pero ¿qué es lo que firman?

—Por ejemplo, se firma para un precio global del dióxido de carbono. ¿Verdad que suena bien?

—Sí, la verdad —respondió Amanda insegura.

—¿Lo ves?, si no se rasca la superficie parece que sean unos defensores del medio ambiente. Lo que pasa es que quieren un precio global de las emisiones, ya que la alternativa es que paguen más por las emisiones que los países en vías de desarrollo. En otras palabras, ganarían montones de dinero si consiguieran un precio global. Vattenfall también hace esta campaña para así parecer un defensor del medio ambiente mientras mete el ochenta por ciento de sus inversiones en energías no renovables. Su plan de inversiones para los próximos cinco años es casi igual de triste. El setenta por ciento del dinero irá a la energía atómica y del carbón. Si se le pregunta a los suecos, que son los propietarios de Vattenfall, su respuesta es que quieren grandes inversiones en energías renovables. Por el contrario, Vattenfall construye centrales carboeléctricas.

Amanda empezaba a cansarse de la conferencia y consiguió interrumpirlo:

—Pero ¿qué tiene eso que ver con Nova?

Stefan Holmgren sacó una fotografía que estaba debajo del póster de la montaña: Nova llevaba un cartel amarillo y naranja que ponía en grandes letras: «¡Atención! ¡Cambio climático en marcha!», y en el fondo se veía el logo de Vattenfall en una tienda de campaña.

—Estuvo en esta acción hace apenas unas semanas, cuando Vattenfall celebraba una especie de final de campaña. Habían puesto cien mil muñequitos de plástico, uno por cada firma. La idea era que los firmantes se acercaran a colocar su muñeco, pero no acudieron muchos porque nosotros estábamos allí informando sobre lo que realmente ocurría.

La pesada constitución de Kent no se sentía a gusto con el calor de agosto y el hecho de tener que mantener un aspecto respetable no lo hacía más fácil. A pesar de haber minimizado la ropa y llevar pantalones de algodón y camisa, sudaba copiosamente. En el maletín llevaba una muda para cambiarse si las vergonzantes manchas aparecían en las axilas o por algún otro intrincado lugar. «No debo tener mal aspecto sólo porque pese unos cuantos kilos de más», solía pensar. Lo cierto era que ya no tenía la musculatura de antaño, bien entrenada y bonita. Ahora sus músculos estaban debilitados y envueltos en grasa. Perdió el control durante el embarazo de su mujer. Él tuvo un embarazo psicológico, y cuando nació la criatura desapareció la barriga de ella pero la suya se quedó.

Kent miró irritado una furgoneta sucia que estaba aparcada sobre la acera. Después de haber trabajado como policía de tráfico durante varios años, tenía alergia por ese tipo de comportamiento descuidado. Luego su mirada se detuvo en las palabras escritas en el embarrado cristal trasero: «Ojalá mi chica fuera así de guarra.» Kent no pudo dejar de sonreír y fue hacia la entrada. Dentro de dos minutos empezaría su reunión.

Se secó la frente con un pañuelo de papel y lo tiró por el camino en una papelera antes de llamar a la puerta del despacho de Eva Gren. Era el tercero del día. Eva Gren era una enjuta mujer de unos cincuenta años. No parecía que el calor la afectara, allí sentada con un jersey de manga larga y tejanos. Kent sabía que tenía cinco hijos y se preguntaba cómo se habían podido desarrollar allí dentro con lo delgada que era. Si parecía estéril. «Claro que puede ser que los cinco niños la hayan dejado así», siguió elucubrando.

Eva Gren se giró hacia el hombre gordo que entró en su despacho y evitó mirarle la doble barbilla, con lo que sus ojos no sabían dónde posarse. Kent la hacía sentirse fatal. Toda su constitución era un signo de un inminente ataque al corazón y ella no quería estar cerca cuando ocurriera. Se esforzó por no dejarse llevar por los prejuicios, pero se dio cuenta de que aquel hombre tenía algo mal en alguna parte. ¿Qué persona normal recortaba su vida conscientemente con tantos kilos de más? A veces le ocurría que en su presencia articulaba las palabras con más detalle, pero ese día no se detuvo en reparar en ello.

—Nova aparece en tres cámaras —dijo la mujer con claridad.

«¿Será que tiene algún problema de pronunciación? Pobre mujer», pensó Kent pero hizo un gesto con la cabeza para invitarla a que siguiera hablando.

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