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Authors: Kate Jacobs

Amigas entre fogones (28 page)

BOOK: Amigas entre fogones
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—Nunca he tenido que hacer nada que se pareciera a esto en todos mis años de trabajo en Canal Cocina —estaba diciendo Gus—. Creo que deberíamos poner una queja.

—Es una estúpida pérdida de tiempo —estuvo de acuerdo Carmen—. Deberíamos estar hablando sobre los menús.

—¿Por qué no le hacemos a Porter una petición oficial en el sentido de que preferimos estar juntos nosotros solos que con este Gary? —dijo Oliver—. A lo mejor se aviene. ¿Estáis todos conformes?

Unos murmullos de aprobación recorrieron el círculo.

—Tengo otras cosas que hacer esta mañana —comentó Gus, que había utilizado los cinco minutos de receso para intentar llamar otra vez al banco. Había empezado a angustiarse bastante con el tema.

—Todos tenemos cosas más importantes que hacer, Gus —le espetó Carmen—. No sólo tú.

—Eh, equipo, ¿a qué viene ese tono? —preguntó Gary, que volvía con el café en la mano—. ¿Todo arreglado ya?

Gus, que se había designado a sí misma portavoz del grupo, se puso en pie y le dirigió estas palabras:

—Hemos decidido que nos borramos de este programa —le explicó—. Valoramos mucho tu entusiasmo, pero debemos hacerte saber que no nos gusta.

—¿Y todos están de acuerdo?

—Sí, es unánime.

Gary sonrió encantado y aplaudió.

—¡Oh, eso es fantástico, pandilla! —Tenía la cara igual de colorada que el pelo, y se meció sobre los talones, lleno de gozo—. Creo que nunca había tenido un grupo que se cohesionara en tan poco tiempo.

—No estamos «cohesionados» —aclaró Gus—. Sólo estamos de acuerdo en que no queremos trabajar contigo. Sin ánimo de ofender, Gary, estoy segura de que eres un facilitador muy bueno para otras personas.

—Soy de lo mejor —dijo él sin dejar de sonreír—. De no haber sido así, no habría podido conseguir que llegaseis tan pronto a un acuerdo. Excelente.

—Estás malinterpretando la situación, Gary…

—He de decir que me habéis parecido todos realmente fascinantes. —De pronto, dejó de sonreír—. Pero en un programa de Gary Rose no hay cabida para las renuncias. Estamos aquí para ganar.

Se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente. Luego se acomodó en una silla del seudocírculo.

—Siéntate, Gus —dijo, dando a entender que no se iba a andar con tonterías—. Ha llegado el momento de ponerse manos a la obra.

Ella miró alrededor para ver si contaba con algún aliado, pero estaban todos mirando atentamente a Gary, esperando a ver qué era lo siguiente que iba a hacer.

Él fingió escanear al grupo con la mirada.

—Carmen —dijo—. ¿Qué sentiste al quedarte en posición de «parada» tanto tiempo durante el juego?

—Rabia —dijo.

—¿Tuviste la sensación de que Aimee quería que te quedaras así todo el rato?

—No me sorprendió —dijo Carmen—. Me odia. Todos me odian.

—Yo no te odio —replicó Aimee, enfurruñada—. Si casi no te conozco.

—Eso me parece interesante —dijo Gary—. Aimee siente que no conoce a Carmen, y aun así Carmen siente que no le cae bien a Aimee. —Le interrumpieron dos empleados uniformados del complejo hotelero, que se le acercaron y le susurraron algo al oído.

—Perfecto —dijo—. Estaba esperando que llegasen mis pizarras blancas.

Los empleados volvieron con unos caballetes enormes, sobre los cuales colocaron una pizarra blanca de las de rotuladores de tinta fácil de borrar. Gary sacó un paquete de rotuladores gordos de su cartera de lona.

—Vamos a escribir aquí dos listas —dijo, y con un rotulador verde trazó una raya para dividir la pizarra en dos partes—. En un lado vamos a escribir todas las cosas que nos gustaban de ser niños. Y en el otro pondremos una lista de lo que nos gusta de ser adultos.

Para Gus cada segundo transcurría con una lentitud insoportable. El facilitador continuó con su perorata y ella, más que oír, vio a los integrantes del grupo ir levantando la mano y respondiendo en voz alta, e incluso reírse de vez en cuando. Ella no había estado de broma cuando le soltó a Gary que no le gustaba jugar; pasar la tarde jugando al Scrabble no era precisamente su idea de la diversión. En cierta época, cuando las niñas eran pequeñas, suponía que las habría ayudado a vestir a sus muñecas y a decorar su casita de Barbie, pero era como si todo eso formara parte de otra vida, de una más despreocupada. De mucho antes de que su nombre apareciera estampado en una cantidad increíble de piezas de menaje de cocina en acero inoxidable.

—¿Gus? —Era Gary, que la llamaba delante de todo el mundo—. Parece que a cierta persona se le ha ido el santo al cielo, chicos —dijo.

Ella trató de poner cara de concentración y profesionalidad. No soportaba estar in albis.

—Como hemos dicho, un componente de la actividad de jugar a juegos infantiles consiste en recordar la libertad y la alegría de tiempos lejanos —explicó Gary, al parecer por segunda vez—. Antes de que el estrés y la ambición erosionaran nuestro sentido del trabajo en equipo y de la lealtad.

—No a todos los niños les gusta formar parte de un equipo. —Gus recordaba muy bien cómo Sabrina y Aimee se peleaban cuando eran pequeñas.

Gary asintió.

—A lo mejor lo que quieren es jugar en otra posición —insistió—. Y eso es lo que estamos haciendo, estamos tratando de averiguar cómo podemos encontrar nuestro sitio en la cocina. Llegado el momento de empezar algo, hay que hacerlo por el principio. Compartamos nuestros recuerdos favoritos de la niñez.

Gus arrugó los labios, contrariada.

—Cuando hacía gazpacho con mi abuela —dijo Carmen, y miró de arriba abajo a Gus al terminar de hablar. Retándola.

—Gus, ¿tú qué dices?

—No sé —respondió ella—. Fue hace mucho tiempo.

—No seas perezosa, y no intentes colarme el cuento de «soy demasiado vieja» —dijo Gary—. Que no estás precisamente para ingresar en un geriátrico.

—Me gustaba El show de Andy Griffith —dijo finalmente—. Lo veía con mi prima cuando se quedaba a cuidarme.

—¿Tenías algún capítulo preferido?

—Cuando Tía Bea consiguió su propio programa de cocina en televisión y Opie y Andy se dejaron la piel para prepararse ellos solos la cena. —Frunció el entrecejo—. Pero luego Tía Bea renunció a todo porque sentía que debía estar en casa.

Aimee soltó un resoplido de mofa.

—¿Siempre quisiste tener tu propio programa de cocina? —preguntó Troy.

—No, cuando estaba en la universidad quería ser fotógrafa dijo Gus—. Quería ser Margaret Bourke-White y viajar por todo el mundo. Pero me gustaba cocinar. Siempre me atrajeron los sabores exóticos.

—Gracias por tu aportación al círculo, Gus —dijo Gary, cosa que a ella la hundió—. ¿Cuál es tu recuerdo de infancia favorito, Troy? Y nada de respuestas relacionadas con la tele. No vamos a descubrir ahora que lo más importante que tenemos todos en común es nuestro profundo afecto por La tribu de los Brady. Eso desde luego que podemos darlo por descontado.

—Me gustaba la temporada de la manzana en la granja de mis padres —respondió Troy—. No…, un momento, me gustaba comerme las manzanas. Recuerdo que lo que no me gustaba era tener que recogerlas.

El facilitador consultó su sujetapapeles.

—Y ahora eres el dueño de una empresa distribuidora de frutas —dijo dando unos golpecitos con el rotulador—. ¿Veis todos las conexiones?

—Yo tenía el restaurante de Play-Doh —soltó de pronto Oliver, aunque Gus estaba casi segura de que se la estaba intentando colar a Gary.

—¡Ahí lo tenéis otra vez!

—Mi juego electrónico favorito era el Pong —exclamó Hannah con las mejillas coloradas. Nunca se le había dado bien contar mentiras.

—¡Toma ya! —gritó Gary.

—¿Estáis esperando que diga que me gustaba contar los billetes del Monopoly o jugar a que tenía un puesto de limones? —Aimee estaba siendo descaradamente irónica, lo que avergonzó a Gus. A ella tampoco le caía bien Gary, pero había una cosa llamada discreción. Generalmente, nunca tenía que preocuparse por lo que pudiera hacer o decir su hija mayor, en ese sentido—. Soy la economista —le explicó al facilitador—. Y mi hermana, la niña desastre que era incapaz de recoger su ropa del suelo, y que sigue sin poder hacerlo, se ha convertido en una decoradora de interiores especializada en diseños minimalistas. Me parece a mí que entre las dos nos cargamos de un plumazo tus teorías, ¿eh, Gare?

—Sabrina, ¿tú estás de acuerdo?

—No sé. —La pequeña de las Simpson apenas había participado en la actividad, cosa de la que Gus no la culpaba en absoluto. Toda la mañana había sido como una experiencia propia de En los límites de la realidad, con Gary Rose de presentador—. Supongo que cuando era pequeña me gustaba estar con mi padre. Organizaba juegos con nosotras.

—¿Qué clase de juegos, Sabrina? —preguntó Gary.

—De cartas y de mesa —dijo—. Tenía un cuenco de caramelos en su mesa de trabajo.

El rostro de Aimee era el vivo retrato de la ira.

—El que tenía un cuenco de caramelos era el abuelo, tonta. Tú casi no te acuerdas de papá.

Aimee habló entonces a todo el grupo.

—Tenía siete años cuando murió —dijo—. No se acuerda de nada. No podía entender lo que había pasado.

—Sí que me acuerdo de él. —Sabrina advirtió al instante el tono de su propia voz, así como lo pueril de la frase que acababa de pronunciar. Se sentía disminuida, como solía pasarle cuando Aimee se imponía sobre ella, y se sentía enfadada, cosa que siempre le provocaba el llanto. Odiaba eso: que la sensación de pura frustración y de cabreo la superasen. Era humillante.

—Oh, no empieces a lloriquear —dijo Aimee—. Ese melodrama es de hace diez años. Siempre te pueden las emociones y, francamente, estoy hasta el gorro de que sea así. Nos deja en un espacio irrespirable. Y hay más personas que necesitan aire para respirar también, ¿sabes?

—Echo de menos a papá —dijo Sabrina, traicionada por sus mejillas húmedas—. ¿Es que es un delito?

—Murió hace casi veinte años, y no es probable que me veas a mí llorar. Seco. —Aimee se palpó la cara—. Sigue seco. No hay lágrimas aquí. Eso es porque lo que pasó, pasó. Hay que seguir adelante.

—Si se te diera a ti tan bien seguir adelante, no estarías tan enfadada todo el rato —observó Sabrina.

—Y tú te limitas a tomar aire y soltarlo, ¿no? —replicó Aimee—. Sabrina, la niña feliz. Queriendo que todo el mundo cuide de ella.

—A mí no me parece que sea tan feliz —soltó Carmen.

Oh, Dios. La sensación de leve vergüenza ajena que llevaba sintiendo Gus toda la mañana empezaba a florecer rápidamente en forma de espanto total y absoluto. Los asuntos privados —consideraba ella— convenía que siguieran siéndolo. Que no salieran de la familia.

—Ya basta, niñas —las interrumpió Gus—. Esto no tiene nada que ver con Comer, beber y ser, os lo puedo asegurar. No le interesa a nadie aquí. —Las caras de embeleso de sus compañeros decían justo lo contrario, pero ninguno cometió la descortesía de negarlo.

—¿Asuntos peliagudos dentro de la familia, Gus? —preguntó Gary con semblante pensativo. Ella clavó la mirada en el boli del facilitador, como retándole a que tomase notas.

—No, nos va bastante bien —respondió—. Un poco cansadas y de mal humor, tal vez, pero bien.

—Pues yo no me siento bien —dijo Sabrina mirando a su hermana.

—No se trata de una tragedia personal tuya —replicó Aimee en voz baja—. No fue algo que sólo te pasase a ti.

—Aimee, no disgustes a tu hermana —terció Gus, más cortante de lo que había pretendido.

—Deja de mimarla —replicó su hija mayor—. Creo que ya llevamos demasiado tiempo andando de puntillas a su alrededor, si quieres que te dé mi opinión.

—Nadie te la ha pedido —repuso Gus. Como de costumbre, no podía soportar ver disgustada a su hija más sensible y le salió el conocido reflejo de calmarla—. Sabrina, cariño, ¿por qué no le cambias el sitio a tu hermana y te sientas a mi lado?

Tenía muchas ganas de que las cosas volvieran a su cauce, de que Gary el facilitador volviese a ejercer su labor de orientador tirando de jueguecitos infantiles o cosas igualmente frívolas.

—No —respondió Aimee. El resto del grupo, incluida Carmen, que se regocijaba desafiando y atormentando a Gus, se estremecieron en sus asientos. No era propio de ella (Aimee era consciente) negarse a una petición de su madre, pero estaba harta de tener que hacer siempre las cosas por el bien de Sabrina. Todos podríamos vivir felices y contentos si los demás se ocupasen de recoger los añicos que vamos dejando por el suelo. Y encima nadie te ponía una medalla por hacerlo.

—¡Aimee! —dijo Gus entre dientes. Oyó el fuerte sonido de un papel al rasgarse, en el otro extremo de la habitación, y supo inmediatamente que Hannah había abierto una bolsa de chucherías. El crujiente sonido que hace el plástico al arrugarse le dio la pista sobre la droga blanda que había elegido hoy: caramelos.

Estaban poniendo nerviosos a todos.

—Ya me cambio yo —dijo Troy, que ocupaba una silla al otro lado de Gus. De hecho, ya se había puesto de pie.

—No —replicó Gus en un tono que no dejaba sitio a la discusión—. Quiero que Aimee y Sabrina se cambien las sillas. —Notó perfectamente la inhalación colectiva de aire, acompañada de la furtiva operación de apertura de envoltorios de caramelos procedente de donde se hallaba Hannah. Troy se quedó indeciso unos instantes y volvió a sentarse, para ponerse de nuevo de pie enseguida. Gus obviaba deliberadamente a Gary, consciente de que estaba observando todos sus gestos.

—No pienso cederle mi sitio —dijo Aimee—. Me niego.

—¿Qué estás haciendo?, ¿por qué te comportas de este modo? —le dijo su madre en voz baja, sólo para su hija, pero sin volver la cabeza hacia ella.

—Me gusta mi silla. Ni siquiera me estás mirando. —Se la oía mohína, algo nada propio de ella.

—Eres una mujer hecha y derecha.

—Sabrina también.

—Aimee, de verdad, cámbiale la silla a tu hermana. No es para tanto.

—¡No! —Se levantó y gritó—: ¡No! ¿Por qué haces siempre lo mismo? ¿Qué te ha pasado?

—¿Me excusáis un momento? —Era Troy, que seguía de pie, con una expresión de alarma en el rostro—. Yo, esto… tengo que… salir. Voy al lavabo.

—A mí también me vendría bien un poco de aire —dijo Oliver.

—A mí también —murmuró Hannah, que seguía mascando caramelo.

—Os acompaño.

Vaya, tenía que ser aún peor de lo que parecía para que Carmen no estuviese gozando con el espectáculo, pensó Gus. Estaba que se moría de vergüenza.

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