Littell había localizado también el de Tony Iannone. Era un apartamento con garaje, repleto de parafernalia homosexual. Littell estaba decidido a proteger de posibles represalias a su informador. Para ello, había revelado la dirección del apartamento a unos miembros de la mafia de Chicago y había montado guardia para comprobar si reaccionaban ante la información anónima que les proporcionaba. Así fue: una hora después, Sam Giancana y dos hombres más derribaban la puerta del apartamento. Sin duda, vieron perfectamente el material homosexual de Iannone.
Para Kemper, todo aquello era asombroso. Y plenamente representativo de la trinidad de Ward Littell: suerte, intuición e ingenua valentía.
Littell concluía así el informe:
Mi objetivo último es introducir un solicitante de préstamos en el engranaje del fondo de pensiones. Si todo sale bien, ese aspirante será mi informador, comprometido legalmente conmigo. Lenny Sands, y cabe la posibilidad de que también D'Onofrio, pueden resultar unos aliados valiosos para reclutar a tal informador. Mi solicitante de préstamo ideal sería un hombre de negocios deshonesto con contactos entre la delincuencia organizada; un hombre susceptible a la intimidación física y a las amenazas de un procesamiento federal. Este individuo podría ayudarnos a establecer la existencia de unos libros contables paralelos de ese fondo de pensiones, con apuntes ocultos y, por tanto, ilegales. Una vía de acceso como la que planteo ofrecería a Robert Kennedy inmensas oportunidades de presentar acusaciones formales. Si esos libros existen, los administradores de los valores ocultos podrán ser llevados a juicio bajo numerosas acusaciones de robo de mayor cuantía y de fraude a la Hacienda Federal. Estoy de acuerdo con el señor Kennedy: puede que ésta resulte ser la vía para relacionar a Jimmy Hoffa y su sindicato de Camioneros con la mafia de Chicago, y para poner fin a su poder colectivo. Si puede demostrarse una confabulación monetaria a una escala tan amplia, hasta el punto de haber penetrado en los más recónditos rincones, estoy seguro de que rodarán cabezas.
El plan era ambicioso y estratosféricamente arriesgado. Kemper vio de inmediato un posible fallo.
Littell había puesto al descubierto la tendencia sexual de Tony «el Picahielos». ¿Había tenido en cuenta todas las posibles ramificaciones?
Kemper llamó al aeropuerto de Miami y cambió su vuelo a Washington por otro con escala en Chicago. Parecía una decisión sensata: si su presentimiento se cumplía, tendría que darle un buen rapapolvos a Ward.
Anochecía. Puntual, al minuto, el servicio de habitaciones le trajo lo que había pedido.
Tomó un sorbo de Beefeater y unos bocados de salmón ahumado. La avenida Collins resplandecía y las luces parpadeantes seguían el contorno de la costa. Notó un ligero calor por dentro. Evocó los instantes con la mujer del abrigo de visón y se le ocurrió una decena de frases que podría haber empleado.
Sonó el timbre. Kemper se pasó un peine por los cabellos y abrió la puerta.
–Buenas tardes, señor Boyd.
Era John Stanton. Kemper lo invitó a pasar. Stanton contempló la suite con admiración.
–Robert Kennedy lo trata bien…
–No me venga con disimulos, señor Stanton.
–Seré directo, pues. Usted creció en una casa rica y perdió a su familia. Ahora, ha adoptado a los Kennedy. Está empeñado en recuperar su riqueza en pequeños incrementos y ésta, realmente, es una habitación magnífica.
Kemper sonrió y le ofreció un martini.
–El martini sabe a gasolina de mechero -respondió Stanton-. Siempre he juzgado los hoteles por la carta de vinos.
–Puedo llamar para que le traigan el que guste.
–No voy a quedarme el tiempo suficiente.
–¿Qué se le ofrece?
Stanton señaló el balcón.
–Cuba está ahí enfrente -dijo.
–Eso ya lo sé.
–Creemos que Castro terminará por ser un comunista. Está dispuesto a venir a Estados Unidos en abril y ofrecer su amistad, pero creemos que se comportará indebidamente y forzará un rechazo oficial. Dentro de poco deportará a algunos cubanos «políticamente indeseables» y se les ofrecerá asilo aquí, en Florida. Necesitamos hombres para entrenar a esos deportados y formar con ellos una resistencia anticastrista. La paga es de dos mil dólares al mes, en efectivo, más la posibilidad de comprar mercancías a bajo precio en diversas empresas tapadera montadas expresamente por la Agencia. Es una oferta en firme, y tiene mi promesa personal de que no dejaremos que su trabajo para la Agencia interfiera en sus restantes empleos.
–¿Empleos?¿En plural?
Stanton salió al balcón. Kemper lo siguió hasta la barandilla.
–Su «retiro» del FBI ha sido bastante precipitado. Y en el FBI tenía un puesto cercano al señor Hoover, que detesta y teme a los hermanos Kennedy.
Post hoc, propter ergo hoc
. El martes era agente del FBI; el miércoles, presunto alcahuete por cuenta de Jack Kennedy, y el jueves, investigador del comité McClellan. No hay más que aplicar un poco de lógica y…
–¿Cuál es la paga normal de un recién contratado en la CIA?
–Ochocientos cincuenta al mes.
–Pero mis «restantes empleos» me convierten en un caso especial, ¿no es eso?
–Sí. Sabemos que está entrando en los círculos íntimos de los Kennedy y creemos que Jack Kennedy podría ser elegido Presidente el año que viene. Si el problema de Castro se prolonga, necesitaremos a alguien que ayude a influir en su política respecto a Cuba.
–¿En un grupo de presión?
–No. Como agente provocador muy sutil.
Kemper contempló el paisaje. Las luces producían la impresión de brillar tenuemente sobre el mar hasta más allá de Cuba.
–Estudiaré su propuesta.
(Chicago, 14/1/59)
Littell entró en el depósito de cadáveres a la carrera. Kemper lo había llamado desde el aeropuerto y le había dicho: REÚNETE CONMIGO ALLÍ, AHORA MISMO.
Hacía media hora de la llamada. Kemper no había explicado nada más. Se había limitado a pronunciar aquellas cinco palabras y a colgar.
Tras el vestíbulo se extendía una hilera de salas de autopsia. Las camillas cubiertas con sábanas bloqueaban el corredor. Littell se abrió paso entre ellas. Kemper le esperaba junto a la pared del fondo, cerca de los nichos de la cámara frigorífica.
–¿Qué coño…?-preguntó Littell cuando recobró el aliento.
Kemper abrió la compuerta de uno de los nichos. En la camilla yacía el cadáver de un varón caucasiano.
El muchacho había sido torturado a navajazos y a quemaduras de cigarrillo. Le habían cortado el pene y se lo habían metido en la boca.
Littell lo reconoció: era el chico de la foto en que salía Tony «el Picahielos» desnudo. Kemper lo agarró por el cuello y lo obligó a inclinarse sobre el cuerpo.
–Esto es culpa tuya, Ward. Deberías haber destruido hasta el menor rastro que identificara a los conocidos de Iannone antes de llamar a sus compinches. Los mafiosos tenían que matar a alguien, culpable o no, así que decidieron acabar con el chico de la foto que tú les dejaste.
Littell se echó atrás con un espasmo. Le llegaba un olor a bilis, a sangre y a abrasivo dental forense.
Kemper lo forzó de nuevo a inclinarse sobre el cuerpo; esta vez, más cerca.
–Trabajas para Bobby Kennedy y yo mismo lo he provocado. El señor Hoover acabará conmigo si lo descubre. Tienes mucha suerte de que se me haya ocurrido repasar informes de algunas personas desaparecidas. Y será mejor que me convenzas de que nunca más volverás a joderla como esta vez.
Littell cerró los ojos. Se le escaparon unas lágrimas. Kemper lo empujó sobre el chico muerto, mejilla contra mejilla.
–Reúnete conmigo en el apartamento de Lenny Sands, a las diez. Apuntalaremos las cosas.
El trabajo no le alivió.
Siguió a unos comunistas y redactó un informe de la vigilancia. Las manos le temblaban y su escritura resultaba casi ilegible. Helen no le alivió.
La llamó sólo para oír su voz, pero los cotilleos sobre la facultad le pusieron al borde de de la histeria.
Court Meade no le alivió.
Se encontraron para tomar un café e intercambiaron informes. Court le comentó que tenía un aspecto horrible. También le dijo que el informe parecía muy vago; como si no pasara mucho tiempo en el puesto de escucha. Littell no podía decirle, «me dedico menos tiempo porque he encontrado un soplón». Tampoco podía decirle que la había jodido y que había causado la muerte de un muchacho.
La iglesia le alivió un poco.
Encendió una vela por el chico muerto. Rezó una oración y pidió capacidad y valor. Se aseó en el cuarto de baño y recordó algo que había dicho Lenny: aquella noche, Sal el Loco reclutaría jugadores en Santa Vibiana.
Un alto en una taberna le alivió del todo.
Un caldo y unas galletas saladas le asentaron el estómago. Tres whiskies con otras tantas cervezas le aclararon la cabeza.
Sal y Lenny tenían la sala de actos de Santa Vibiana para ellos solos. Una decena de Caballeros de Colón asistía a su presentación. El grupo ocupaba un puñado de mesas de bingo cerca del escenario. Los Caballeros tenían ese aspecto de los borrachos que pegaban a sus mujeres.
Littell se detuvo ante una salida de incendios. Entreabrió la puerta para observar y oyó a Sal:
–Salimos dentro de dos días. Muchos de mis clientes habituales no han podido faltar a su trabajo, de modo que he rebajado los precios hasta novecientos cincuenta, avión incluido. Primero vamos a Tahoe, después a Las Vegas y, finalmente, a Gardena, en las afueras de Los Ángeles. Sinatra actúa en el Cal-Neva Lodge de Tahoe y tendrán localidades de primera fila, centro, para asistir al espectáculo. Y ahora, Lenny Sands, antes Lenny Sanducci y verdadera figura en Las Vegas por derecho propio, os ofrecerá un Sinatra más Sinatra que el propio Ojos Azules. ¡Adelante, Lenny! ¡Adelante, paisano!
Lenny dejó escapar unos anillos de humo al estilo de Sinatra. Los espectadores aplaudieron. Lenny arrojó el cigarrillo por encima de sus cabezas y les dirigió una mirada colérica.
–¡No aplaudan hasta que haya terminado! ¿De qué especie de cuerpo auxiliar de Intendencia son ustedes?¡Dino, ve a buscarme un par de rubias! ¡Sammy, ve a buscarme una caja de ginebra y diez cartones de cigarrillos o te saco el otro ojo! ¡Manos a la obra, Sammy! ¡Cuando el Capítulo 384 de los Caballeros de Colón de Chicago chasquea los dedos, Frank Sinatra salta!
Los Caballeros prorrumpieron en carcajadas. Una monja pasaba una escoba en las inmediaciones del grupo, sin levantar la vista del suelo un instante. Lenny se arrancó a cantar:
–¡Llévame a la costa con el grupo del Gran Sal! ¡Es el rey de las mesas de juego, el más simpático! ¡Disfruta de su compañía! ¡En otras palabras, prepárate, Las Vegas, que allá vamos!
Los Caballeros aplaudieron. Sal depositó una bolsa de papel en una mesa, delante de ellos. Todos revolvieron entre el montón de chucherías y cogieron las que quisieron. Littell distinguió fichas de póquer, condones y llaveros con el conejito de
Playboy
.
Lenny sostuvo en alto una pluma en forma de pene.
–¿Quién de ustedes quiere ser el primero en apuntarse?
Se formó una cola. Littell notó que se le revolvía el estómago. Anduvo unos pasos y vomitó junto al bordillo. El whisky y la cerveza le quemaban la garganta. Se inclinó hacia delante y continuó vomitando hasta que lo hubo devuelto todo.
Varios de los apuntados al viaje pasaron junto a él jugando con sus llaveros. Algunos se burlaron de su estado. Littell se apoyó en una farola y vio a Sal y a Lenny en la puerta de la sala de actos.
Sal empujó a Lenny contra la pared y lo golpeó en el pecho. La única réplica de Lenny fue un mudo, «De acuerdo».
La puerta estaba entreabierta. Littell terminó de abrirla de un empujón.
Kemper estaba echando una ojeada a la agenda de direcciones de Lenny. Había encendido todas las luces del salón.
–Tranquilo, chico.
Littell cerró la puerta y preguntó quién lo había dejado entrar.
–Recuerda quién te enseñó a hacer registros sin autorización-respondió Boyd.
Littell movió la cabeza en gesto de negativa.
–Quiero ganarme la confianza de Lenny. Pero si ahora aparece alguien más, sobre todo de esta manera, es probable que se asuste.
–Es preciso que se asuste -replicó Kemper-. No lo subestimes el mero hecho de que sea maricón.
–Ya vi lo que le hizo a Iannone.
–Le entró pánico, Ward. Si vuelve a suceder, podríamos resultar heridos. Esta noche quiero establecer un cierto tono…
Littell oyó pasos al otro lado de la puerta. No había tiempo de apagar las luces para tomar por sorpresa al que llegaba.
Lenny apareció en el umbral, tuvo una reacción tardía, pero visiblemente teatral.
–¿Quién es ése?
–Es un amigo mío, el señor Boyd.
–Y los dos andaban por el barrio, de modo que han decidido colarse en mi casa y hacerme unas cuantas preguntas, ¿no?
–No te tomes las cosas de esta manera.
–¿De qué manera? Usted dijo que hablaríamos por teléfono. Y me aseguró que estaba solo en este asunto.
–Lenny…
–Yo sí tengo una pregunta -intervino Kemper.
Lenny introdujo los pulgares en las presillas del cinturón.
–Pues hágala. Y sírvase una copa. El señor Littell lo hace siempre. Kemper le miró, divertido.
–He echado un vistazo a tu agenda, Lenny.
–No me sorprende. El señor Littell también lo hace siempre.
–Conoces a Jack Kennedy y a un montón de gente de Hollywood.
–Sí. Y también los conozco a usted y al señor Littell, lo cual demuestra que no soy inmune a los barrios bajos.
–¿Quién es esa Laura Hughes? La dirección que figura al lado, 881 Quinta Avenida… Me interesa.
–Laura interesa a muchos hombres.
–Estás temblando, Lenny. Toda tu actitud ha cambiado.
–¿De qué estás habl…?-dijo Littell.
Kemper no le dejó terminar.
–¿Cómo es esa Laura?¿Treinta y pocos, alta, morena y pecosa?
–Sí, la descripción se ajusta.
–Fui testigo de cómo Joe Kennedy le daba un broche de diamantes y cincuenta mil dólares por lo menos. Eso me hace sospechar que papá Kennedy se acuesta con ella.
Lenny se echó a reír. Su carcajada decía: «¡Qué sabrás tú, ignorante!»
–Háblame de ella -indicó Kemper.