Debido a esta nueva imagen que se esforzaba por tener, Chemosh no podía permitir que Krell y sus Guerreros de los Huesos fueran vistos por las calles de Solace secuestrando a niñitas. Otro disturbio, más importante que el primero, serviría como distracción y disimularía el ataque de Krell. Este tenía que actuar rápido, porque ni él ni Chemosh sabían cuándo se le metería en la cabeza a Mina que debía partir. Uno de sus espías los había informado de que Mina se alojaba en la posada con el monje. El espía había oído hablar a Rhys y a Beleño, y había confirmado que el monje pensaba visitar el Tem- plo de Majere, y que el kender y la niña se encontrarían con él allí.
Krell había creído que tendría que lanzar un ataque contra la posada. Otro disturbio en Ringlera de Dioses alejaría a Gerard y sus fuerzas. Por ello se alegró mucho al conocer las nuevas noticias. Podría raptar a Mina y matar a Rhys Alarife al mismo tiempo. Krell no tenía ningún miedo a los sacerdotes amantes de la paz de Majere, que siempre se desviaban de su camino para evitar una batalla e incluso se negaban a llevar armas.
Krell estaba muy satisfecho con sus nuevos Guerreros de los Huesos. Todavía no los había visto en acción, pero parecían un enemigo imponente. Los tres estaban muertos, lo que les daba una clara ventaja sobre los vivos. Los había elegido Chemosh uno a uno, entre todas las almas que se presentaban ante él. Los tres eran aguerridos combatientes. Uno de ellos era un guerrero elfo que había muerto en una batalla contra los minotauros y cuyo odio implacable contra esa raza mantenía su alma sujeta a este mundo. Otro de ellos era un asesino humano de Sanction cuya alma estaba manchada de sangre, y el tercero era un líder hobgoblin asesinado por su propia tribu y sediento de venganza.
Chemosh había dado vida a los tres cadáveres y había conservado la carne y los huesos. Después les había dado la vuelta, de forma que el esqueleto, como si de una espantosa armadura se tratara, protegía su carne pútrida. Del esqueleto nacían unos afilados pinchos de hueso que podían utilizarse como armas.
Chemosh ya había aprendido la lección con los Predilectos y se aseguró de que los Guerreros de los Huesos le fueran leales a él y de que obedecieran sus órdenes, las órdenes de Krell o las de cualquiera que él designara. Chemosh quería que sus Guerreros de los Huesos resultaran aterradores, pero no que fueran indestructibles. Era posible matarlos, pero se necesitaba un poderoso hechizo mágico o un arma sagrada.
Los Guerreros de los Huesos tenían un defecto que Chemosh no había logrado solucionar. Sentían un odio tan intenso por los vivos que, si su líder perdía el control sobre ellos, los Guerreros de los Huesos se desbocaban y descargaban su cólera sobre cualquier ser vivo que se les pusiera al alcance, ya fuera amigo o enemigo. Los clérigos de Chemosh podían terminar batiéndose contra las nefastas criaturas de su dios. No obstante, eso no era más que un pequeño precio que había que pagar.
-El monje, Rhys Alarife, ha entrado en el Templo de Majere -informó Krell a su grupo.
Él y sus Guerreros de los Huesos se habían instalado cómodamente en una cámara subterránea secreta situada debajo del templo. Allí era donde los clérigos de Chemosh realizaban los ritos menos respetables, aquellos que sólo podían presenciar los fieles más leales y devotos. La estancia estaba a oscuras, excepto por la luz que emitía una vela roja como la sangre que estaba colocada en el altar. En ese momento no había ningún cadáver robado, aunque en una esquina estaban tirados una mortaja y un sudario.
La sacerdotisa de Chemosh siempre estaba disponible, para desesperación de Krell. Estaba convencido de que Chemosh la había puesto allí para espiarlo, y no se equivocaba. Ultimamente Chemosh no confiaba en nadie. Krell había intentado librarse de la mujer unas cuantas veces, pero ella insistía en quedarse y no sólo eso, sino que también se sentía con derecho a expresar su opinión en voz alta.
—Ahora tenemos que esperar a que llegue Mina —continuó Krell—. Cuando yo dé la orden, atacamos el Templo de Sargonnas, aunque tendremos que hacer que parezca que fueron sus sacerdotes quienes nos atacaron.
Krell señaló a los tres Guerreros de los Huesos.
—Vuestra misión será mantener a los hombres del alguacil ocupados, y a todos los que quieran intervenir, como esos paladines repugnantes de Kiri-Jolith. Yo secuestraré a Mina y mataré al monje.
Los Guerreros de los Huesos encogieron sus huesudos hombros. No les importaba contra qué o quién luchaban. Lo único que querían era una oportunidad para descargar su furia contra los vivos.
Dicho ya todo lo necesario, Krell estaba a punto de levantarse cuando la sacerdotisa tomó la palabra:
—Cometes un error al permitir que Mina entre en el Templo de Majere. Deberías raptarla antes de que ponga un pie en los huertos. De lo contrario, los sacerdotes de Majere la defenderán.
Krell se molestó.
-¿Y desde cuándo tengo que tener miedo de un puñado de monjes? ¿Qué van a hacerme? ¿Darme un puntapié con sus pies descalzos? ¿A lo mejor me pegan con un palo? -Se rió muy ufano y golpeó con fuerza la pesada armadura de hueso que cubría su cuerpo.
—No subestimes a Majere, Krell —le advirtió la sacerdotisa—. Sus sacerdotes son más poderosos de lo que crees.
Krell resopló.
—Al menos llévame contigo —pidió la sacerdotisa—. Yo puedo encargarme del monje mientras tú secuestras a la niña...
—¡Iré yo solo! —declaró Krell muy enfadado—. Esas son mis órdenes. Además, mi combate con el monje es personal.
Rhys Alarife no había dejado de causar problemas a Krell, a partir del mismo día en que Zeboim había dejado caer al monje en el Alcázar de las Tormentas. El monje había hecho que Krell saliera malparado a los ojos de su señor y Krell llevaba mucho tiempo soñando con el momento que lo tuviera a su merced. Aun así, a Krell le habría dado igual asesinar a Rhys en medio de un mercado abarrotado que en el templo, pero había algo más que debía tener en cuenta.
Chemosh le había dado instrucciones muy precisas de que registrara el cuerpo del monje y le llevara cualquier objeto que pudiera encontrar. Krell había preguntado a Chemosh qué buscaba, pero no había conseguido nada. El dios había respondido con evasivas. Krell suponía que el monje llevaba consigo algo valioso.
Había intentado imaginar qué clase de objeto podría ser, algo estimado por un dios, y al final llegó a la conclusión de que debían de ser joyas. Seguramente Chemosh quería regalárselas a Mina.
«¿Y por qué tiene que tenerlas ella y no yo? —se preguntó Krell-. Hago todo el trabajo sucio de mi señor y apenas me lo agradece. Lo único que recibo son insultos. Ni siquiera va a volver a convertirme en un Caballero de la Muerte. Si tengo que ser un hombre vivo, por lo menos seré un hombre vivo y rico. Me quedaré con las joyas.»
Después de tomar aquella decisión, no podía permitir que nadie, y menos la poderosa suma sacerdotisa, presenciara la muerte del monje. Un lugar agradable y tranquilo como un templo era el sitio perfecto para el asesinato. Krell ya había planeado lo que haría con el dinero. Volvería al Alcázar de las Tormentas. Aunque jamás hubiera imaginado que diría eso, había llegado a echar de menos el lugar en el que había pasado tantos años felices. Devolvería al alcázar su antiguo esplendor, contrataría a unos cuantos matones para que lo protegiesen y pasaría lo que le quedaba de vida aterrorizando la coste norte de Ansalon.
—¿Krell? ¿Estás escuchándome? —decía la sacerdotisa.
-No —respondió Krell con hosquedad.
—Lo que estaba diciendo es importante. Si esa Mina es una diosa como Chemosh afirma, ¿cómo piensas llevártela? Me parece a mí -añadió la sacerdotisa mordazmente— que es más probable que sea ella quien te lleve a ti, o a lo mejor se contenta con colgarte del techo.
La sacerdotisa era una mujer de unos cuarenta años, alta y excesivamente delgada. Tenía la cara chupada, los ojos saltones y una línea fina por labios. No parecía que Krell la impresionara lo más mínimo.
—Si su señoría quisiera que conocieras sus planes, te los habría contado, señora —respondió Krell con desdén.
—Su señoría me los contó —repuso ella fríamente-. Su señoría me dijo que te los preguntara. Tal vez tenga que recordarte que estás disponiendo de mis sacerdotes y mis fieles, arriesgando sus vidas para que te ayuden en tu empresa. Debo estar al corriente de lo que has planeado.
Si Krell hubiera sido un Caballero de la Muerte, le habría retorcido ese pescuezo descarnado que tenía como si de una ramita seca se tratara. Pero ya no era un Caballero de la Muerte y ella había sido una de las primeras conversas de Chemosh. Sus poderes impíos eran extraordinarios.
-Si debes saberlo, voy a utilizar esto con Mina -dijo Krell y sacó dos bolas pequeñas de hierro rodeadas por unas bandas doradas—. Son mágicas. Voy a lanzarle una. Cuando la bola la golpee, las bandas doradas se soltarán y le sujetarán los brazos a los costados. Quedará indefensa. Y entonces la levantaré y me la llevaré.
La sacerdotisa se rió, su risa chirriaba como los dedos de un esqueleto arañando una placa de pizarra.
—¡Esa niña es una diosa, Krell! —exclamó la sacerdotisa, cuando pudo volver a hablar. Torció la boca sin labios-. La magia no surtirá efecto sobre ella. ¡Será como si le atas los brazos con hilos!
—Qué lista te crees —repuso Krell de mal humor—. Esa Mina no sabe que es una diosa. Según Nuitari, si Mina ve que alguien está conjurando un hechizo contra ella, cae víctima de él.
—¿Estás diciendo que está sujeta al poder de la sugestión? —preguntó la sacerdotisa con escepticismo.
Krell no estaba muy seguro de si era eso lo que quería decir o no, ya que no tenía la menor idea de lo que significaba aquella palabra.
-Lo único que yo sé es que mi señor Chemosh dijo que esto funcionaría -contestó Krell, huraño-. Si quieres, discútelo con él.
La sacerdotisa fulminó con la mirada a Krell, después se levantó con aire arrogante y salió airadamente de la cámara. Poco después, el espía mandó un mensaje al templo informando de que Mina, acompañada por un kender y un perro, estaba en Ringlera de Dioses.
—Ha llegado el momento de ponernos en posición —anunció Krell.
Rhys relató su historia al abad desde el principio, empezando por cuando su pobre hermano había ido al monasterio, y siguió hasta el final, hasta cuando Mina los había llevado de Flotsam a Solace en un solo día. Mientras hablaba, Rhys miraba los reflejos del sol sobre los vallenwoods que había a lo lejos y contó la historia de forma sencilla, sin adornos. Confesó sus propias faltas sin que nadie le pidiera que lo hiciera, no hizo mucho hincapié en las pruebas que había superado y puso énfasis en la amistad, ayuda y lealtad de Beleño. Contó todo lo que sabía sobre Mina.
El abad escuchó la historia del monje sin interrumpirlo y se mantuvo tranquilo y sereno. De vez en cuando se acariciaba la cicatriz del dorso de la mano con los dedos y en varias ocasiones, sobre todo cuando Rhys hablaba de Beleño, el abad sonrió.
Por fin, Rhys llegó al final con un suspiro. Agachó la cabeza. Se sentía exhausto y vacío, como si lo hubieran exprimido.
Después de un rato, el abad se irguió.
—La tuya es una historia asombrosa, hermano Rhys Alarife —dijo el abad—. Debo confesar que me costaría creerla si yo mismo no formara parte de ella. -Volvió a pasarse la mano por la cicatriz—. Alabemos a Majere por su sabiduría.
—Alabemos a Majere —repitió Rhys.
-Así pues, hermano -prosiguió el abad—, has prometido llevar a esa diosa niña a Morada de los Dioses.
—Así es, reverendísimo, y no sé qué hacer. No sé cómo encontrar Morada de los Dioses. Ni siquiera sé por dónde empezar a buscar, a no ser siguiendo la leyenda que la sitúa en algún punto de las montañas Khalkist.
—¿Has considerado la posibilidad de que Morada de los Dioses podría
no existir? —sugirió el abad—. Hay quien piensa que Morada de los Dioses simboliza el final del viaje espiritual que todos los mortales emprenden al abrir los ojos por primera vez a la luz del mundo.
—¿Crees tú eso, reverendísimo? —quiso saber Rhys, preocupado—. Si eso es cierto, ¿qué voy a hacer? Los dioses se pelean por Mina, todos compiten por tenerla a su lado. Ya nos han abordado Chemosh y Zeboim. El alguacil me contó lo que pasó en el disturbio de esta mañana en Ringlera de Dioses. El conflicto del cielo cae como una lluvia venenosa sobre la tierra. Podríamos vernos envueltos en otra Guerra de las Almas.
—¿Es ésa la razón por la que pones en peligro tu vida y viajas tan lejos para llevarla a un lugar que tal vez ni siquiera exista, hermano?
El abad no dio tiempo a Rhys para contestar, sino que encadenó la primera pregunta con otra.
-¿Por qué crees que la niña diosa acudió a ti?
Esa pregunta sorprendió a Rhys. Se quedó en silencio un momento, pensando sobre ello.
—Quizá porque yo también sé lo que es sentirse perdido y solo, vagando en la oscuridad de una noche sin fin —respondió después de un momento. Luego añadió apesadumbrado—: Aunque parece que lo único que ha conseguido Mina acudiendo a mí es que los dos estemos perdidos y vagando juntos.
El abad sonrió.
—Eso puede parecer poca posa, pero podría ser lo más importante. Y para responder a tu pregunta, hermano, yo sí creo que Morada de los Dioses es un lugar real, un sitio que los seres mortales pueden visitar. He leído la crónica de Tanis el Semielfo, uno de los Héroes de la Lanza. Él y sus compañeros estuvieron en Morada de los Dioses, pero, por lo que recuerdo, afirma no recordar cómo encontraron el lugar y no cree que pudieran volver a dar con él nunca más. Él y sus amigos fueron guiados hasta allí por un hechicero llamado Fizban, que en realidad era Paladine...
La voz del abad se fue apagando, pues de repente se le había ocurrido algo.
-Paladine... —murmuró.
—Estás pensando en Valthonis —adivinó Rhys, sintiendo que volvía a él la esperanza—. ¿Crees que él podría conocer el camino, reverendísimo?
-Cuando Paladine se sacrificó para mantener el equilibrio divino, echó sobre su espalda la pesada carga de la mortalidad. Ya no tiene los poderes propios de un dios. Su mente es la de un mortal, sin embargo, es un mortal que antaño fue un dios y eso lo hace más sabio que la mayoría de nosotros. Si hay alguien en Krynn capaz de guiaros a ti y a Mina a Morada de los Dioses, sí, ése ha de ser el Dios Caminante.