—Explícame otra vez por qué estás haciendo esto —dijo Beleño.
—¡Ssh! —advirtió Rhys.
Había visto que las cuencas vacías se apartaban de Mina, se posaban en el kender y que después un rayo de sol se reflejaba en el acero. Sin embargo, los Predilectos no atacaron. Rhys tenía el presentimiento de que no lo harían mientras estuvieran con Mina.
—Rhys -susurró Beleño-, ¡no se acuerda de ellos! ¡Y fue ella quien los creó!
Rhys asintió y siguió caminando. Los Predilectos habían estado vagando por la isla con pasos perdidos, como solían hacer, hasta que habían visto a Mina. A partir de ese momento, no tenían ojos para otra cosa. Se agolpaban alrededor, pronunciando su nombre con veneración. Algunos intentaban acercarse, pero Mina se apartaba de ellos.
—¡Fuera! —les ordenaba con brusquedad—. No me toquéis.
Uno a uno iban retrocediendo.
Mina seguía avanzando hacia la torre de la mano de Rhys. Cuando llegaron a la entrada, encontraron la puerta de doble hoja cerrada.
—Todo este camino y ahora se olvida la llave -murmuró Beleño.
—No necesito ninguna llave. Ésta es mi torre -contestó Mina.
Soltó a Rhys, se acercó a la gigantesca puerta y, reuniendo todas sus fuerzas, la empujó. Bajo su mano, las pesadas hojas se abrieron poco a poco.
Mina entró dando saltitos y mirándolo todo con la curiosidad y el asombro de un niño. Rhys la siguió más despacio. Aunque la torre estaba hecha de cristal, algún tipo de magia en las paredes impedía la entrada de la luz. El sol de la mañana ni siquiera traspasaba el umbral, sino que algo lo engullía en la puerta. En el interior todo era oscuridad. Se detuvo justo al cruzar la entrada.
Poco a poco, sus ojos se habituaron a la oscuridad fría y húmeda, y se dio cuenta de que tal oscuridad no era tanta como parecía en un primer momento. Las paredes de cristal tamizaban la luz del sol, de forma que el interior estaba bañado por una luz pálida y suave, que recordaba a la de la luna.
La entrada era lúgubre. En las paredes de cristal había tallada una escalera de espiral, que giraba alrededor del espacio hueco y conducía hacia arriba, más allá de donde alcanzaba la vista. Unas esferas de luz mágica guiaban los pasos de aquellos que ascendieran por la escalera, a intervalos regulares. La mayoría de ellas parpadeaban como velas bajo el viento, como si su magia empezara a debilitarse. Otras ya se habían apagado por completo.
Mucho tiempo atrás, el salón de entrada de la Torre de Alta Hechicería de Istar debía de haber sido magnífico. Allí los hechiceros de Istar recibirían a otros hechiceros, a los invitados y dignatarios. Debía de haber sido allí donde esperaron al Príncipe de los Sacerdotes para entregarle la llave de su amada torre, convencidos con gran pesar de que era mejor rendirse que arriesgar vidas inocentes en la batalla.
Rhys pensó que quizá el último mortal en atravesar aquella sala hubiera sido el mismo Príncipe de los Sacerdotes. Se lo imaginó, imponente con toda su magnificencia equivocada, dando un paseo triunfal, felicitándose a sí mismo por haber expulsado a sus enemigos, antes de dejar tras de sí las enormes puertas cerradas y selladas para siempre. El funesto destino de Istar, cerrado y sellado.
Nada quedaba de aquella gloria y grandeza. Los muros estaban húmedos y mugrientos, cubiertos de arena y limo. El barro, las algas y los peces muertos que cubrían el suelo le llegaban hasta la altura del tobillo.
-¡Puf! ¡Esta torre da asco, Mina! -dijo Beleño en voz alta. Agarrando a Rhys por la manga, el kender añadió en voz baja y alarmada-: ¡Cuidado! Me ha parecido oír unas voces susurrando. Por allí. -Meneó el pulgar.
Rhys escudriñó las sombras, en la dirección que Beleño había señalado. No vio nada, pero sentía que unos ojos lo observaban y oyó la respiración entrecortada de alguien, como si hubiera corrido una larga distancia.
El cansancio no acosaba a los Predilectos. Quienquiera que se ocultara entre las sombras tenía que ser un ser vivo. Rhys había dado por hecho que la torre estaría vacía. Al fin y al cabo, la habían arrancado del fondo del mar. Empezaba a pensar que su hipótesis original podía no ser cierta. Nuitari había construido la torre con su magia. Era más que probable que hubiera encontrado el modo de que sus hechiceros pudieran habitarla, incluso aunque descansara en lo más profundo del océano.
Rhys miró a Atta, que solía advertirle del peligro. La perra había percibido algo entre las sombras, pues de vez en cuando giraba la cabeza para mirar hacia allí. No obstante, los Predilectos suponían la mayor amenaza para ella, así que toda su atención se centraba en ellos. Lanzó un ladrido agudo de advertencia.
Rhys se volvió y vio a los Predilectos agolpándose en la puerta abierta. No entraban, sino que se quedaban vacilando, con los ojos sin vida clavados en Mina.
—¡No dejes que se acerquen! —pidió la pequeña a Rhys—, No quiero que entren aquí.
—La mocosa tiene razón —graznó una voz nasal, chirriante y aguda, desde las sombras—, ¡No dejes entrar a esos demonios! Nos matarán a todos. ¡Cerrad las puertas!
Nada le habría gustado más a Rhys que obedecer la orden, pero no sabía cómo funcionaba la puerta. La hoja doble estaba hecha de bloques de obsidiana, granito rojo y mármol blanco, y tenía cuatro veces la altura de un hombre; cada una de ellas debía de pesar como una casa pequeña.
—Dime cómo cerrarlas —gritó como respuesta.
-En nombre del Abismo, ¿cómo quieres que lo sepamos? —tronó una voz más profunda, malhumorada-. ¡Fuiste tú quien abrió las malditas puertas! ¡Así que ahora la cierras tú!
Pero Rhys no había abierto la puerta, sino Mina, y ella tenía demasiado miedo a los Predilectos para volver. Los Predilectos seguían concentrándose alrededor de la entrada, pero no encontraban la forma de cruzar y parecía que eso los frustraba.
—Es como si algún tipo de fuerza les bloqueara el paso —gritó Rhys a los desconocidos entre las sombras-. Supongo que vosotros dos sois hechiceros. ¿Tenéis idea de qué puede ser esa fuerza o cuánto durará?
Le llegaron fragmentos de una discusión entre susurros y después salieron de las sombras dos hechiceros ataviados con túnicas negras. Uno de ellos era alto y delgado, con las orejas puntiagudas propias de los elfos y el rostro de un mestizo salvaje. Tenía el cabello desgreñado y la túnica mugrienta y hecha jirones. Sus ojos almendrados miraban rápidamente de un
lado a otro, como la cabeza de una serpiente atacante. En un momento dado, esos ojos se cruzaron con los de Rhys por accidente e inmediatamente desvió la mirada.
El otro hechicero era un enano, bajo, de espaldas anchas y con una larga barba. El enano estaba más limpio que su compañero. Sus ojos, apenas visibles bajo las pobladas cejas, eran fríos y astutos.
Parecía que los dos hechiceros acabaran de pasar por una terrible experiencia, pues el semielfo tenía el rostro magullado. Lucía además un ojo morado y se había atado un jirón de tela sucia alrededor de la muñeca izquierda. El enano cojeaba y tenía la cabeza envuelta en vendas empapadas de sangre.
-Yo soy Rhys Alarife -se presentó Rhys-. Y él es Beleño.
—Yo soy Mina -anunció la niña, ante lo que el enano se sobresaltó un poco y se quedó observándola con los ojos entrecerrados.
El semielfo los miró con desprecio.
-Y a quién le importa quiénes seáis, idiotas —dijo con odio.
El enano le dirigió una mirada torva.
—Yo me llamo Basalto y él es Caele —dijo el enano, dirigiéndose a Rhys, pero sin dejar de observar a Mina-. ¿Cómo entrasteis en nuestra torre?
—¿Qué es esa fuerza que bloquea la entrada? -insistió Rhys.
Basalto y Caele intercambiaron una mirada.
-Creemos que debe de ser el señor -respondió Basalto de mala gana-. Lo que quiere decir que a vosotros os dejó entrar y que está manteniendo a esos demonios fuera. Lo que queremos saber es por qué a vosotros os dejó entrar.
Mina había estado mirando fijamente a los hechiceros. Arrugaba la frente, como si estuviera intentando recordar dónde los había visto antes.
-Yo os conozco —dijo de repente—. Tú intentaste matarme. —Señalaba al semielfo.
—¡Está mintiendo! -exclamó Caele con un gañido-, ¡Yo no había visto a esta mocosa en mi vida! Tenéis cinco segundos para decirme qué estáis haciendo aquí o de los contrario invocaré un hechizo que os reducirá a...
Basalto le pegó un codazo en las costillas y le dijo algo en voz baja.
—¡Tú eres un tarado! —se burló Caele.
-¡Mírala! —insistió Basalto—. Esa podría ser la razón por la que el señor... -El resto de la frase se perdió en un murmullo.
-Por una vez, estoy de acuerdo con Mina -dijo Beleño—. Confío tanto en estos dos como disfruto de la peste que echan. ¿Quién es ese señor del que tanto hablan?
-Nuitari, dios de la luna negra -contestó Rhys.
Beleño dejó escapar un gemido desesperado.
—Más dioses. Justo lo que necesitábamos.
-Tengo que encontrar las escaleras para bajar -dijo Mina a Rhys-. Vosotros dos quedaos aquí y echadles un ojo.
Señaló a los hechiceros y, después de lanzarles una última mirada hosca, empezó a recorrer la vasta sala, curioseando y explorando las sombras.
—Si se trata de Nuitari, ojalá cerrara la puerta -comentó Beleño, observando a los Predilectos, que a su vez lo observaban a él.
—Si lo hiciera, no podríamos salir—dijo Rhys.
Durante todo ese tiempo, Caele y Basalto no habían dejado de discutir entre ellos.
—Venga —dijo Caele y dio un empujón a Basalto—, Pregúntales.
—Pregúntales tú —gruñó Basalto, pero al final fue él quien se acercó a Rhys arrastrando los pies.
-¿Qué son esos demonios? -quiso saber-. Sabemos que son una especie de muertos vivientes. Nada de lo que hemos probado los detiene. Ni la magia ni el acero. Caele le clavó la espada a uno en el corazón y se desplomó, pero ¡después se levantó e intentó estrangularlo!
—Se los conoce como los Predilectos. Son unos muertos vivientes discípulos de Chemosh —explicó Beleño.
—Te lo dije —gruñó Basalto a Caele—, ¡Es ella!
-Estás loco -le respondió Caele mascullando.
—¿Cómo acabó vuestra torre aquí en el Mar Sangriento? —preguntó Beleño con curiosidad—. Ayer no estaba.
-¡A nosotros nos lo dices! -bufó Basalto-. Ayer estábamos en nuestra torre, a salvo en el fondo del mar, ocupándonos de nuestras cosas. Entonces hubo un terremoto. Las paredes empezaron a temblar, el suelo era el techo y el techo era el suelo. No sabíamos si estábamos cabeza arriba o cabeza abajo. Se rompió todo, los frascos y los tubos. Los libros salieron disparados de los estantes. Pensábamos que estábamos muertos.
»Cuando todo dejó de temblar, miramos afuera y nos encontramos plantados en este islote. En cuanto intentamos salir a gatas por una puerta lateral, esos demonios intentaron acabar con nosotros.
Rhys pensó en el poder que había arrancado aquella torre del fondo del mar y miró a la niñita que daba vueltas de un lado a otro, buscando detrás de las columnas y palpando las paredes.
-¿Qué está haciendo? ¿Está jugando al escondite? -Beleño lanzó una mirada intranquila a los Predilectos y otra a los dos hechiceros—. Vámonos de aquí. No me gusta eso de clavar una espada a alguien en el corazón, ni aunque fuera un Predilecto.
—Mina... —empezó a llamar Rhys.
—¡Lo encontré! —anunció ella triunfalmente.
Estaba bajo una entrada abovedada, oculta entre las sombras, que llevaba a otra escalera de caracol más pequeña.
—Venid conmigo —ordenó Mina—. Decid a los hombres malos que ellos tienen que quedarse aquí.
-¡Ésta es nuestra torre! -protestó Caele.
—¡No! -replicó Mina.
-Sí...
Basalto intervino, apoyando la mano en el brazo de Caele con firmeza.
—No iréis a ningún sitio sin nosotros —dijo Basalto fríamente.
Caele gruñó como muestra de que estaba de acuerdo y se zafó de la mano de su compañero.
-Atta y yo estaremos vigilándolos -prometió Rhys, pensando que sería mejor tener a los hechiceros donde pudiera verlos, en vez de merodeando a sus espaldas.
Mina asintió.
-Pueden venir, pero si intentan hacernos daño, le diré a Atta que los muerda.
-Adelante. Me gustan los perros -dijo con desprecio Caele. Hizo una mueca con la boca—. Fritos.
Mina cruzó la entrada y comenzó a bajar por la escalera. La seguía Beleño, con Atta pisándole los talones. Rhys iba el último, vigilando con el rabillo del ojo a los hechiceros. El semielfo le decía algo apresuradamente a su compañero al oído, mientras hacía gestos de clavar un puñal. Para dar más énfasis a un punto, lo apuñalaba una y otra vez con un dedo sucio. Por lo visto, al enano no le gustaba lo que fuera que el semielfo le estaba proponiendo, porque se apartó con el entrecejo fruncido y negó con la cabeza. El semielfo murmuró algo más y parecía que eso el enano sí lo tomaba en consideración. Al final, asintió.
-¡Espera, monje! ¡Parad! —gritó—. Os está llevando a la muerte —advirtió Basalto—. ¡Ahí abajo hay un dragón!
Beleño resbaló, tropezó en un escalón y cayó sobre sus posaderas.
—¿Un dragón? ¿Qué dragón? —El kender se frotó el coxis dolorido—. ¡A mí nadie me había dicho nada de un dragón!
-El dragón es el guardián del Solio Febalas- dijo Basalto.
—¿El Solo Cebada? —repitió Beleño—. ¿Qué es eso?
Rhys no podía creer lo que acababa de oír.
—El Solio Febalas —aclaró Rhys con la voz temblorosa—. La Sala del Sacrilegio. Pero... no puede ser. La sala se perdió durante el Cataclismo.
—Nuestro señor la encontró —afirmó Basalto con orgullo-. Es un tesoro repleto de raras y valiosas reliquias sagradas.
—Valen un dineral. Por eso el dragón lo está vigilando —añadió Caele—, Si intentáis entrar, el dragón os matará y os comerá.
—Esto cada vez se pone mejor —dijo Beleño sombríamente.
—¡Bah! El dragón no va a comerse a nadie —repuso Mina tranquilamente—, A mí no me comió y ya he estado ahí abajo. Es una hembra de dragón y se llama Midori. Es una dragón marina y muy vieja. Muy, muy vieja.
-Rhys -dijo Beleño-, estoy seguro de que a un montón de kenders les encantaría que un dragón marino los devorase. Pero da la casualidad de que yo no soy uno de ellos.
-¡Así habla un hombre sensato! Tú y el monje deberíais volver arriba -apremió Caele-. Basalto y yo iremos con la... niñita.