Alrededor de la luna (8 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Alrededor de la luna
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—Pudiera suceder, en efecto —respondió Barbicane—; pero las consecuencias de ese cambio podrían ser mucho más temibles de lo que tú supones.

—¿Y por qué?

—Porque el frío y el calor seguirían equilibrándose en nuestro Globo. Se ha calculado que si la Tierra se hubiera visto arrastrada por el cometa de 1861, habría sentido, en su mayor distancia del Sol, un calor que no hubiera llegado a dieciséis veces el de la Luna, calor que, concentrado en las lentes más fuertes, no produce efecto sensible.

—¿Y qué? —dijo Miguel.

—Aguarda —respondió Barbicane—; se ha calculado también que en su perihelio o distancia más corta del Sol, la Tierra hubiera sufrido un calor igual a veintiocho mil veces el del estío. Pero aquel vapor, capaz de vivificar las materias terrestres y de vaporizar las aguas, hubiera formado un anillo de nubes que habría templado esa temperatura excesiva. De ahí la compensación entre los fríos del afelio y los calores del perihelio, cuyo resultado habría sido una temperatura media probablemente soportable.

—¿Pero en cuántos grados se calcula la temperatura de los espacios planetarios? —preguntó Nicholl.

—En la Antigüedad se creía —respondió Barbicane— que esa temperatura era sumamente baja, llegándose a fijarla en millones de grados bajo cero. Pero un compatriota de Miguel, el ilustre Fourier, de la Academia de Ciencias, ha hecho cálculos incontestables, de los cuales se deduce que esa temperatura no baja de sesenta grados bajo cero, que es, con poca diferencia, la temperatura observada en las regiones polares, en la isla Melville o en el fuerte Reliance; cincuenta y seis grados bajo cero.

—Falta probar —notó Nicholl— que Fourier no se haya equivocado en sus apreciaciones. Si no me engaño, otro sabio francés, Rouilet, calcula la temperatura del espacio en ciento sesenta grados bajo cero; esto es lo que nosotros comprobaremos.

—Más no ahora —respondió Barbicane—, porque los rayos solares, que atacan directamente nuestro termómetro, nos darían una temperatura muy elevada. Pero cuando hayamos llegado a la Luna, durante las noches de quince días que tiene cada una de sus fases alternativamente, podremos hacer el experimento porque nuestro satélite se mueve en el vacío.

—¿Pero qué entiendes por vacío? —preguntó Miguel—. ¿El vacío absoluto?

—El vacío privado absolutamente de aire.

—¿Y en el que nada reemplaza al aire?

—Sí, el éter —respondió Barbicane.

—¡Ah! ¿Y qué es el éter?

—El éter, amigo mío, es una aglomeración de átomos imponderables que en relación con sus dimensiones, dicen las obras de física molecular, se hallan entre sí tan distantes como los cuerpos celestes del espacio. Y, sin embargo, su distancia es menos de tres millonésimas partes del milímetro. Estos átomos, que por sus movimientos vibratorios producen la luz y el calor, hacen cada segundo cuatrocientos treinta millones de ondulaciones, y no tienen sino de cuatro a seis diezmillonésimas de milímetro de amplitud.

—¡Millones de millones! —exclamó Miguel Ardán—. ¡Es decir, que se han contado y medido esas oscilaciones! Todo eso, amigo Barbicane, son cifras con que los sabios asustan el oído, pero que nada dicen a la inteligencia.

—Sin embargo, es menester emplearlas.

—No, por cierto; vale más comparar. Un trillón nada significa; un objeto de comparación lo dice todo. Por ejemplo: cuando tú me hayas repetido que el volumen de Urano es setenta y seis veces mayor que el de la Tierra, el volumen de Saturno novecientas veces mayor, el del Sol un millón trescientas mil, me encontraré tan adelantado como ahora. Por eso prefiero esas antiguas comparaciones del Double Liegeos, que nos dice simplemente: el Sol es una calabaza de dos pies de diámetro. Júpiter una naranja. Saturno una manzana. Neptuno una guinda. Urano una cereza gorda. La Tierra un garbanzo. Venus un guisante. Marte una cabeza de alfiler gordo. Mercurio un grano de mostaza, y Juno, Ceres, Vesta y Palas simples granos de arena. ¡Así, a lo menos se forma una idea aproximada!

Después de esta salida de Miguel Ardán contra los sabios y los enormes guarismos que amontonan, se procedió al entierro de Satélite; se trataba simplemente de lanzarlo al espacio de la misma manera que los marinos echan un cadáver al mar cuando se hallan en plena navegación.

Pero, como lo había recomendado el presidente Barbicane, fue preciso operar con rapidez, a fin de perder la menor cantidad posible de aquel aire cuya elasticidad habría lanzado en un momento al vacío. Se destornillaron con cuidado los pasadores de la lumbrera de la derecha, cuya abertura medía unos treinta centímetros de diámetro, se levantó el cristal por medio de una palanca, para vencer la presión del aire interior; y, apenas hubo espacio suficiente para ella, y Miguel arrojó su perro al espacio.

La pérdida de aire fue tan escasa y la operación se hizo tan bien, que Barbicane se atrevió más adelante a deshacerse del mismo modo de restos y desperdicios inútiles que estorbaban en el vagón.

Transcurrió el día 3 sin ningún suceso digno de ser mencionado, y Barbicane pudo convencerse de que el proyectil continuaba con velocidad decreciente su marcha hacia el disco lunar.

Capítulo VI. Preguntas y respuestas

El 4 de diciembre se despertaron los viajeros después de cincuenta y cuatro horas de viaje, y cuando los relojes marcaban las cuatro de la mañana terrestre. No habían pasado más de cinco horas y cuarenta minutos de la mitad de la duración calculada a su permanencia en el proyectil; pero habían recorrido ya casi las siete décimas partes de la travesía. Esta particularidad se debía al decrecimiento de su velocidad.

Al observar la Tierra por el cristal inferior, les pareció una mancha oscura en medio de los rayos solares; ya no presentaba ni círculo luminoso, ni luz cenicienta; a las once de la noche siguiente debía estar nueva, en el momento mismo en que la Luna estaría llena. Encima de ellos el astro de la noche se acercaba cada vez más a la línea seguida por el proyectil, de manera que debía de encontrarse con él a la hora indicada. En torno suyo, la bóveda negra se hallaba tachonada de brillantes estrellas que parecían moverse lentamente. Pero a causa de la inmensa distancia a que estaban, su tamaño aparente no parecía haber sufrido modificación. El Sol y las estrellas aparecían lo mismo que se les ve desde la Tierra. En cuanto a la Luna, había aumentado considerablemente; pero los anteojos de los viajeros, que no eran de gran potencia, no permitían hacer observaciones útiles en su superficie ni reconocer su disposición topográfica y geológica.

Pasaban el tiempo en conversaciones interminables, cuyo tema principal era, naturalmente, la Luna, y cada cual ofrecía el contingente de particulares conocimientos: Barbicane y Nicholl siempre serios; Miguel Ardán siempre con sus raras bromas. Mientras almorzaban se le ocurrió a este último una pregunta acerca del proyectil que provocó una curiosa respuesta de Barbicane digna de referirse.

Suponiendo que el proyectil se hubiera visto detenido súbitamente cuando se hallaba todavía animado de su velocidad inicial, pretendía Miguel Ardán saber qué consecuencia hubiera tenido aquella repentina detención.

—Pero yo no sé —respondió Barbicane— cómo podría detenerse el proyectil.

—Supongámoslo —respondió Miguel.

—Pero si no se puede suponer —replicó el práctico Barbicane—, a no ser faltándole la fuerza impulsiva, y entonces su velocidad habría disminuido poco a poco, y no de repente.

—Supongamos que hubiera tropezado con algún cuerpo en el espacio.

—¿Con cuál?

—Con el enorme bólido que hemos encontrado, por ejemplo.

—En ese caso —dijo Nicholl— el proyectil se hubiera hecho mil pedazos y nosotros con él.

—Algo más que eso —añadió Barbicane—: nos hubiéramos abrasado vivos.

—¡Abrasado! —exclamó Miguel—. ¡Por Dios! Casi siento que no haya ocurrido el caso, para verlo.

—Ya lo hubieras visto —respondió Barbicane—. Hoy se sabe que el calor no es más que una modificación del movimiento. Cuando se calienta agua, es decir, cuando se le añade calor, se da movimiento a una molécula.

—¡Hombre! —exclamó Miguel—. ¡Curiosa teoría!

—Y exacta; amigo mío; porque explica todos los fenómenos del calórico. El calor no es sino un movimiento molecular, una simple oscilación de las partículas de un cuerpo. Cuando se aprieta el freno de un tren, el tren se para. ¿Y qué es del movimiento que le anima? Se transforma en calor, y el tren se calienta. ¿Por qué se untan con grasa los ejes de las ruedas? Para impedir que se caliente, porque este calor se convertiría en un movimiento rápido por transformación. ¿Comprendes?

—¡Sí, comprendo! —repuso Miguel—. Perfectamente. Así, por ejemplo, cuando yo he corrido largo rato y estoy nadando en sudor, ¿por qué me veo obligado a detenerme? ¡Es muy sencillo, porque mi movimiento se ha transformado en calor!

Barbicane no pudo menos de sonreír al escuchar aquella ocurrencia de Miguel Ardán. Continuando su teoría, siguió diciendo:

—Eso hubiera sucedido a nuestro proyectil en caso de un choque, como a la bala que cae ardiente después de haber dado en la plancha metálica; y es porque su movimiento se ha convertido en calor. En consecuencia, afirmo que si nuestro proyectil hubiera tropezado con el bólido, su velocidad destruida de súbito, hubiera determinado un calor capaz de volatilizarse instantáneamente.

—Entonces —preguntó Nicholl—, ¿qué sucedería a la Tierra si se viera detenida de repente en un movimiento de traslación?

—Que su temperatura se elevaría hasta un grado tal que el Globo entero se reduciría a vapores.

—Bueno —dijo Miguel—, ved ahí el modo de acabarse el mundo que simplificaría muchas cosas.

—¿Y si la Tierra cayera en el Sol? —dijo Nicholl.

—Según los cálculos —respondió Barbicane—, aquella caída desarrollaría un calor igual al producido por un millón seiscientos globos de carbón iguales en volumen al globo terrestre.

—Buen aumento de temperatura para el Sol —dijo Miguel Ardán—, y que vendría muy bien a los habitantes de Urano y de Neptuno, que deben morirse de frío en sus planetas.

—Así, pues, amigos míos —prosiguió Barbicane—, todo movimiento repentinamente detenido produce calor; y esta teoría ha permitido admitir que el calor del disco solar se halla alimentado por una, lluvia de bólidos que caen sin cesar en su superficie. Se ha calculado…

—¡Cuidado! —murmuró Miguel—, que van a empezar otra vez los números.

—Se ha calculado —siguió diciendo impasible Barbicane— que el choque de cada bólido sobre el Sol debe producir un calor igual al de cuatro mil masas de igual volumen.

—¿Y qué proporciones tiene ese calor? —preguntó Miguel.

—Es igual al que produciría la combustión de una capa de carbón que rodeara al Sol con un espesor de veinticuatro kilómetros.

—Y ese calor…

—Sería capaz de hervir en una hora dos mil novecientos millones de miriámetros cúbicos de agua.

—¿Y cómo es que no nos tuesta? —preguntó Miguel.

—Porque la atmósfera terrestre absorbe cuatro décimas partes de calor solar. Y además, la cantidad de calor interceptada por la Tierra no es más que dos mil millonésimas partes de la irradiación total.

—Ya veo que todo está perfectamente dispuesto —replicó Miguel— y que esta atmósfera es una invención útil porque no sólo nos permite respirar, sino que nos impide ser asados.

—Sí —dijo Nicholl—; pero desgraciadamente no sucederá lo mismo en la Luna.

—¡Bah! —repuso Miguel, siempre confiado—. Si hay allí habitantes respirarán; si no los hay, habrán dejado bastante oxígeno para tres personas, aunque sólo sea en el fondo de los barrancos donde su peso lo haya acumulado. Quiero decir que lo subiremos a las montañas, y así se arregla todo.

Y levantándose, se puso a contemplar la Luna, que brillaba con irresistible resplandor.

—¡Cáspita! —dijo—. ¡Y qué calor debe hacer allí!

—Y ten presente —respondió Nicholl— que el día dura allí trescientas sesenta horas.

—En cambio —dijo Barbicane— las noches duran otro tanto, y como el calor es restituido por radiación, su temperatura no será mayor, que la de los espacios planetarios.

—¡Bello país! —dijo Miguel—. Pero no importa; quisiera estar ya en él. ¡Ah, camaradas, qué curioso sería tener la Tierra por Luna, verla alzarse en el horizonte, reconocer la configuración de sus continentes y decir: allí está Europa; allí América; y seguirla después, cuando va a perderse en los rayos del Sol! A propósito, amigo Barbicane, ¿tienen eclipses los selenitas?

—Sí, eclipses de Sol —respondió Barbicane—, cuando los centros de los tres astros se encuentran en la misma línea, hallándose la Tierra en medio. Pero son eclipses anulares, durante los cuales la Tierra, proyectándose como una pantalla sobre el disco solar, deja ver a su alrededor gran parte de éste.

—¿Y por qué —preguntó Nicholl— no hay eclipse total? ¿Acaso no se extiende más allá de la Luna el cono de sombra que la Tierra proyecta?

—Sí, no teniendo en cuenta la refracción producida por la atmósfera terrestre; no, sí se cuenta con esa refracción. Así, por ejemplo, llamemos delta prima a la pareja horizontal, y
p prima
al semidiámetro aparente…

—¡Adiós! —exclamó Miguel—. Ya tenemos otra vez el
v subcero
elevado cuadrado; hable un idioma que todos comprendamos y deja esa endemoniada álgebra de una vez.

—Pues bien, en lengua vulgar —respondió Barbicane—, siendo la distancia media de la Luna a la Tierra 60 radios terrestres, la longitud del cono de sombra pura, y que el Sol envía, no sólo los rayos de su circunferencia, sino también los de su centro.

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