Alrededor de la luna (15 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: Alrededor de la luna
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Los viajeros discutían el origen de aquellos extraños rayos, y cómo los observadores terrestres, no podían determinar su naturaleza.

—Pero ¿por qué —decía Nicholl— no han de ser esos rayos simplemente los estribos de las montañas, que reflejan con más viveza la luz del Sol?

—No —respondió Barbicane—; porque si así fuese, en ciertas condiciones de la Luna, esos picos proyectarían sombras, y no las proyectan.

En efecto, semejantes rayos no aparecen sino en la época en que el astro del día se halla en oposición con la Luna, y desaparecen en cuanto sus rayos se hacen oblicuos.

—Pero ¿cómo explicarnos esas ráfagas de luz? —preguntó Miguel—. Porque no creo que los sabios dejen nunca de dar explicaciones.

—Sí —respondió Barbicane—, Herschel ha formulado una opinión, pero no me atrevo a afirmarla.

—No importa. ¿Qué opinión es ésa?

—Creía que esos rayos debían ser corrientes de lava solidificada, que brillaban cuando el Sol las atacaba directamente; esto es posible, pero no seguro. Por lo demás, si pasamos cerca de Tycho, nos encontraremos en posición más conveniente para reconocer la causa de esa irradiación.

—¿Sabéis, amigos míos, a qué se parece esa llanura, vista desde la elevación en que estamos? —dijo Miguel.

—No —respondió Nicholl.

—Pues bien, con todos esos montones de lava largos como husos, parece un gran juego de palillos tirados unos sobre otros; no falta más que un gancho para ir cogiéndolos uno a uno.

—¡Nunca tendrás formalidad! —dijo Barbicane.

—Pues hablemos formalmente —repitió Miguel—, y en lugar de juncos, supongamos que son osamentas. En ese caso, la planicie no sería sino un osario inmenso en que reposarían los despojos mortales de mil generaciones extinguidas; ¿prefieres esta comparación de gran efecto?

—Tanto vale una como otra —respondió Barbicane.

—¡Diablo, qué delicado eres! —respondió Miguel.

—Amigo mío —siguió diciendo el positivo Barbicane—, poco importa saber a qué se parece eso, mientras no sepamos lo que es de veras.

—¡Muy bien dicho! —exclamó Miguel—. Eso me enseñará a discutir con los sabios.

Mientras tanto, el proyectil marchaba con una velocidad casi uniforme, a lo largo del disco lunar. Los viajeros, como fácilmente se comprende, no pensaban en descansar ni un momento. A cada instante se les presentaba un paisaje nuevo, que desaparecía luego de su vista. A eso de la una y media de la mañana, divisaron las cumbres de otra montaña; Barbicane, consultando el mapa, reconoció a Eratóstenes.

Era una montaña anular de cuatro mil quinientos metros de altura, y formaba uno de los circos más abundantes del satélite. A propósito de esto, Barbicane refirió a sus amigos la singular opinión de Képler sobre la formación de dichos circos. Según el célebre matemático, aquellas cavidades crateriformes debieron de ser abiertas por la mano del hombre.

—¿Y con qué objeto? —preguntó Nicholl.

—¡Con uno muy natural! —respondió Barbicane—. Los selenitas abrirían esos grandes agujeros con el objeto de refugiarse en ellos y guarecerse de los rayos solares, que les hieren durante quince días consecutivos.

—¡No son tontos los selenitas! —dijo Miguel.

—¡Vaya una idea! —respondió Nicholl—. Pero es probable que Képler no conociera las verdaderas dimensiones de esos circos; porque el abrirlos habría sido una obra de gigantes, impracticable para los selenitas.

—¿Por qué, si la gravedad en la superficie de la Luna es seis veces menos que en la Tierra? —dijo Miguel.

—¿Pero y sí los selenitas son seis veces más pequeños? —replicó Nicholl.

—¿Y si no hay selenitas? —añadió Barbicane.

Estas palabras terminaron el debate.

No tardó en desaparecer Eratóstenes bajo el horizonte, sin que el proyectil se hubiera cerrado lo suficiente para permitir una observación rigurosa. Aquella montaña separaba por completo los Apeninos de los Cárpatos.

En la orografía lunar se han distinguido varias cordilleras que se hallaban distribuidas principalmente en el hemisferio septentrional. Algunas, sin embargo, ocupan ciertas porciones del hemisferio sur.

Véase la tabla de estas diferentes cordilleras, indicadas al Sur y al Norte, con sus latitudes y sus alturas tomadas de las cimas de mayor elevación:

Monte Doerfel
84°
7.603 metros
Monte Leibniz
65°
7.600 metros
Monte Rok
20° a 30°
1.600 metros
Monte Altail
17° a 28°
4.047 metros
Monte Cordilleras
10° a 20°
3.398 metros
Monte Pirineos
8° a 10°
3.632 metros
Monte Ural
5° a 14°
838 metros
Monte Alembert
4° a 10°
5.847 metros
Monte Hoemus
8° a 21°
2.021 metros
Monte Cárpatos
15° a 19°
1.939 metros
Monte Apeninos
14° a 27°
5.501 metros
Monte Tauro
21° a 28°
2.746 metros
Monte Rifeos
25° a 33°
4.171 metros
Monte Hercinios
17° a 29°
1.170 metros
Monte Cáucaso
32° a 41°
5.567 metros
Monte Alpes
42° a 49°
3.617 metros

De esas cordilleras, la más importante es la de los Apeninos, cuyo desarrollo es de ciento cincuenta leguas, desarrollo inferior, sin embargo, al de los grandes movimientos orográficos de la Tierra. Los Apeninos guarnecen la orilla oriental del mar de las Lluvias, y se continúan al Norte por los Cárpatos, cuyo perfil mide unas cien leguas.

Los viajeros no pudieron hacer más que vislumbrar la cumbre de los Apeninos, que se dibuja desde los 16° de longitud Oeste a los 16° de longitud Este; pero la cordillera de los Cárpatos se extendió bajo sus miradas desde los 18° a los 39° de longitud oriental, y pudieron determinar su distribución. Hicieron una hipótesis muy Justificada. Al ver que aquella cordillera de los Cárpatos tomaba aquí y allí formas circulares y era dominada por picos, dedujeron que en otro tiempo formaba circos importantes. Aquellos anillos montañosos debieron de haber sido rotos en parte por la vasta expansión a que se debe el mar de las Lluvias. Los Cárpatos presentaban entonces el aspecto que habían presentado los circos de Purbach, Arzachel y Tolomeo, si un cataclismo derribase sus escarpadas de la izquierda, y los transformara en cordillera continua. Su altura media es de 3,200 metros, altura comparable a la de doscientos puntos de los Pirineos; sus pendientes meridionales se deprimen de repente hacia el inmenso mar de las Lluvias.

Hacia las dos de la mañana se encontraba Barbicane a la altura del vigésimo paralelo lunar, no lejos de la montaña llamada Pytheas, de 1,559 metros de altura. La distancia del proyectil a la Luna no era ya más que de 1,200 kilómetros, reducida a dos leguas y media con los anteojos.

El Mare Imbrium se extendía a la vista de los viajeros como una inmensa depresión cuyos detalles eran todavía poco perceptibles. Cerca de ellos a la izquierda, se alzaba el monte Lambert, cuya altura está calculada en 1,813 metros, y más allá, en el límite del océano de las Tempestades, a los 23° de latitud Norte y 29° de longitud Este, resplandecía la montaña radiada de Euler.

—Esta montaña, que sólo se eleva 1,815 metros sobre la superficie lunar, había sido objeto de un interesante estudio del sabio astrónomo Schroeter, quien, tratando de reconocer el origen de las montañas de la Luna, dudaba de si el volumen del cráter se mostraba siempre aparentemente igual al volumen de las escarpas que lo formaban. En general, esta relación existía efectivamente y de ella deducía Schroeter que una sola erupción de materias volcánicas había bastado para romper aquellas escarpas; porque, de verificarse varias erupciones sucesivas, se hubiera alterado la relación. Sólo el monte Euler desmentía esta ley general, y había necesitado para su formación varias erupciones sucesivas, puesto que el volumen de su cavidad era el doble de su recinto.

Semejantes hipótesis estaban justificadas por observadores terrestres a quienes sus instrumentos no servían sino de un modo imperfecto. Pero Barbicane no quería contentarse con esto, y al ver que su proyectil se acercaba con regularidad al disco lunar, no desesperaba, si no de llegar a él, de sorprender cuando menos los secretos de su formación y darlos a conocer con el tiempo.

Capítulo XIII. Paisajes lunares

A las dos y media de la mañana, el proyectil se encontraba a la altura del trigésimo paralelo lunar y a una distancia efectiva de 1,000 kilómetros, reducida a 10 por los instrumentos de óptica. Seguía pareciendo imposible que llegase a tocar en ningún punto del disco; y su velocidad de traslación relativamente mediana, era explicable para el presidente Barbicane; porque a la distancia en que se hallaba de la Luna debía haber sido considerable para neutralizar la fuerza de la atracción. Había, pues, un fenómeno que no acertaba a explicarse y, además faltaba tiempo para indagar la causa. La superficie lunar pasaba rápidamente a la vista de los viajeros, que no querían perder ni el menor detalle.

El disco se presentaba, pues, en los anteojos, a la distancia de dos leguas y media. Un aeronauta, transportado a esta distancia de la Tierra, ¿qué distinguía en su superficie? Nadie puede decirlo, ya que las mayores ascensiones han pasado de ocho mil metros.

Veamos, sin embargo, una descripción exacta de lo que Barbicane y sus compañeros veían desde aquella altura.

En primer lugar veían en el disco manchas extensas de colores variados. Los selenógrafos no están acordes, acerca de la naturaleza de estas coloraciones que son perfectamente distintas unas de otras. Julio Schmidt supone que si los océanos terrestres quedasen secos, un observador selenita no distinguiría sobre el globo, entre los océanos y las llanuras continentales, matices tan diversos como los que se manifiestan en la Luna a un observador terrestre. Según él, el color común de las extensas llanuras conocidas con el nombre de «mares», es el gris oscuro mezclado con verde o pardo. Algunos grandes cráteres tienen también esta coloración tan especial.

Barbicane conocía esta opinión del selenógrafo alemán, opinión de que participaban Beer y Moedler; y pudo convencerse de que la observación les daba la razón contra ciertos astrónomos que no admiten sino el color gris en la superficie de la Luna. En ciertos espacios resaltaba con viveza el color verde, tal como resulta, según Julio Schmidt, en los mares de la Serenidad y de los Humores. Barbicane observó asimismo ambos cráteres, desprovistos de conos exteriores, que despedían un color azulado, análogo a los reflejos de una plancha de acero recién pulimentada. Estas coloraciones pertenecían efectivamente, al disco lunar, y no procedían, como han supuesto algunos astrónomos, de la interposición de la atmósfera terrestre. Para Barbicane, no había duda en este punto. Observaba a través del vacío y no podía cometer error alguno de óptica; así, consideró el hecho de las diversas coloraciones como conquista definitiva de la ciencia. Ahora bien, ¿eran debidos aquellos matices verdes a una vegetación tropical, sostenida por una atmósfera densa y baja? Esto es lo que no se atrevía a asegurar.

Más allá vio un matiz rojizo, también muy marcado, semejante a otro observado anteriormente en el fondo de un recinto aislado, que se llama circo de Lichtenberg, al borde de la Luna. Más no pudo reconocer su naturaleza.

No estuvo más afortunado con otra particularidad del disco, porque no pudo determinar exactamente la causa. Véase lo que era esta particularidad.

Estaba Miguel Ardán en observación cerca del presidente, cuando divisó largas líneas blancas, vivamente iluminadas por los rayos directos del Sol. Era una serie de surcos luminosos muy diferentes de la irradiación que presentaba Copérnico y que se prolongaban paralelos unos a otros.

Con su habitual ligereza, exclamó inmediatamente Miguel:

—¡Hombre, campos cultivados!

—¿Campos cultivados? —dijo Nicholl, encogiéndose de hombros.

—Por lo menos labrados —añadió Miguel Ardán—. Pero qué buenos labradores deben de ser esos selenitas y qué bueyes tan gigantescos engancharán a sus arados para abrir tales surcos!

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