Sus claros ojos grises miraban fijamente a los míos. Hablaba desde lo más hondo de su alma.
Permanecí silencioso, pensando en los días escolares, en nuestras alegres luchas en el baño. Me pareció que era como conducir diferentes carros en los Juegos. Me miraba, y en sus ojos leí este pensamiento: «¿También tú me lo reprochas? ¿He encontrado un amigo peor que Cremón?». Pero hay cosas que un caballero no dice.
—En la Ciudad debe haber orden —repuso—. Sin orden, ¿cómo podrían ser los hombres mejores que las bestias?
Lisias y yo hablábamos poco de los acontecimientos. Sabíamos lo desolladas que estaban nuestras mentes, y nos parecía insensato frotarlas con sal. Nos reuníamos para hablar, o para permanecer silenciosos, o escuchar a Sócrates, que vivía como siempre, prosiguiendo sus investigaciones acerca del alma del hombre, la justicia y la verdad. Como siempre, no tomaba parte alguna en la justicia, y sólo seguía a la lógica a donde le conducía. Si algunas de las afirmaciones hechas últimamente al pueblo no se sostenían sobre la lógica, eso era lo que él discutía.
Platón venía menos a menudo que antes. Cuando discutía de política, el único consejo que Sócrates le daba es que estudiara la ley.
—Ningún hombre espera construir un ánfora sin haber hecho primero un aprendizaje. ¿Crees que el arte de gobernar a los hombres es más fácil?
Cuando venía a las reuniones de Sócrates, raramente hablaba.
Escuchaba, o se concentraba en sí mismo. Era como un hombre enfermo en un festín, que come tan sólo lo suficiente para sostenerse.
Yo no cometía la locura de medir su pena con la mía, pues era la huella de un meteoro en el cielo por la brillantez y el acto de su fugaz paso.
Samos había caído. Sin flota, jamás habían tenido esperanza alguna de resistir. Lisandro respetó las vidas de los demócratas, les dejó sus prendas para que las llevasen al exilio y la Ciudad se la dio a los oligarcas a quienes nosotros habíamos derribado. Y una vez realizado su trabajo, se hizo triunfalmente a la vela hacia Laconia, con sus trofeos de guerra y un barco cargado de tesoros, de los cuales no guardó para sí ni un solo dracma. Era un hombre ávido tan sólo de poder. Pero no ocurría lo mismo con los espartanos que se hicieron cargo del tesoro, y se me dijo que en Laconia se produjeron grandes cambios desde que llegó el oro.
Las tropas de Callibio permanecían en la Ciudad Alta, y todo ateniense que deseaba realizar un sacrificio tenía que pedirles permiso. El Consejo de los Treinta solía hacer sus arrestos con una guardia espartana. Empezaron con los metecos. Yo mismo vi a Polimarcos, el fabricante de escudos, conducido por las calles. Le conocía, y sabía que era hombre de cultura que en su casa recibía a muchos filósofos. Me volví a un mirón, y le pregunté cuál era la acusación.
—Ah —dijo—, se ve que al final lo han cogido.
Era un individuo andrajoso, y el blanco de sus ojos era como el blanco de los huevos podridos.
—Supongo que le ha vendido a algún pobre soldado una armadura de bronce relleno. Así es como estos extranjeros hacen su dinero, engañando a los hombres honestos.
—Bien, cuando sea juzgado ya veremos si es culpable o no.
—¿Culpable? Claro que lo es. Es hermano de Lisias, el orador, el que defiende a esos sucios informadores y consigue ponerlos en libertad. Su casa está llena de ateos y ácratas, como ese Sócrates, que enseña a los jóvenes a burlarse de los dioses y a golpear a sus padres.
Lo miré. Me dije que era imposible ofrecerle lógica a un perro que se rascaba las pulgas.
—Es mentira —dije—. Tu mente hiede como tu cuerpo.
Después me alejé, sintiéndome avergonzado. «Es una enfermedad —pensé— y yo la tengo como todo el mundo. Polimarcos no fue juzgado. Se supo que había sido hallado culpable de traición por muchos motivos, y que en la prisión le fue dada cicuta. Su hermano Lisias, deslizándose por una puerta trasera, se trasladó a El Pireo, logrando salvar la vida. Su fortuna fue confiscada en beneficio del estado, dijeron los bandos. Pero los bronces de su casa fueron vistos en casa de uno de los Treinta.
Después muchos de ellos hicieron otro tanto. Aquellos que se habían aprovechado ya instaban a los demás a hacer lo mismo, con objeto de ser todos iguales. Pero nos dábamos cuenta de que Terámenes no les hacía el juego. Parecía enfermo, y cuando cenaba en nuestra casa se mantenía a dieta, diciendo que tenía molestias en el estómago.
Antes de que transcurriera mucho tiempo, la Ciudad se acostumbró a ver matar a las personas sin haber sido juzgadas. Después de todo, sólo eran metecos. Luego los Treinta comenzaron a arrestar a los demócratas. Y desde entonces empezó a haber dos naciones en la Ciudad. No bastaba con que un hombre, para hallarse a salvo, vigilara su lengua. Era necesario someter el alma, y muchos la sometieron.
Una mañana mi padre me detuvo cuando me disponía a salir.
Después de haber dado algunos rodeos, por último llegó al punto esencial.
—De manera que, consideradas todas las cosas, puede ser muy conveniente, mientras los asuntos sean tan delicados, no ser vistos en público con Lisias, hijo de Demócrates.
La luz del sol se oscureció ante mis ojos. Me sentí enfermo.
—Padre —dije—, en el nombre de mi madre, dímelo. ¿Está en peligro Lisias?
Me miró con complacencia.
—No, que yo sepa. Pero no tiene discreción alguna. Ha conseguido que se hable de él.
Hice una pausa para dominarme antes de hablar.
—Hace diez años, señor, cuando se habló de Lisias yo compartí su honor. ¿Por qué debo venderlo? ¿Por una escudilla de sopa negra? ¿Por un beso de Critias? ¿Por qué?
—Te muestras ofensivo. Hablo de simple prudencia. Hay asuntos que no pueden ser confiados a jóvenes con la lengua demasiado suelta; pero tenemos la esperanza de que el presente estado de cosas no dure hasta el fin de los tiempos. Mientras tanto, exijo que en esta casa uses las maneras que has aprendido de mí, no las que te enseña Sócrates.
Vi profundas arrugas en torno a sus ojos. Últimamente, a menudo parecía cansado.
—He sido insolente, padre. Lo siento. Pero ¿harías tú mismo lo que me pides a mí?
Al cabo de un momento contestó:
—Sin embargo, recuerda que sólo tengo un hijo.
Me puse en camino en seguida para ir a visitar a Lisias. Mientras me dirigía a su casa, delante de mí vi una espalda que conocía por su anchura. Autólico regresaba a su casa desde la palestra.
Teniendo en cuenta cómo eran entonces los atletas, se le consideraba notable por su buena presencia y gracia. No se luchaba mucho por encima del peso que había tenido en el istmo; habiendo mantenido el suyo contra hombres más pesados, tenía fama de ser luchador clásico, un tipo de la edad dorada. Comparado con lo que se veía entonces en los Juegos, yo mismo me había acostumbrado poco a poco a considerarlo hermoso. En los últimos Juegos de Atenas había sido coronado otra vez.
Me disponía a alcanzarle para hablar con él cuando al fondo de la calle vi a Callibio que venía en dirección contraria, con dos guardias espartanos detrás de él. El centro de la calle se hallaba lleno de barro, pero junto a las paredes estaba seco. Calllbio y Autólico se encontraron, se detuvieron, se miraron el uno al otro, y ninguno de los dos se cedió el paso. La gente se paró para mirar.
Callibio dijo en su áspero dórico:
—Fuera de mi camino, patán.
No necesitó gritar para ser oído. Vi la espalda de Autólico, firme como un roble, y después los ojos de Callibio, en el momento en que levantaba el bastón.
Autólico se agachó, moviéndose con facilidad, como un adulto que juega con unos niños. Cuando se enderezó, sobre su hombro apareció la cara de Callibio, elevándose en el aire. Sus manos golpearon los hombros de Autólico, y luego fue proyectado hacia atrás como si fuera un leño, yendo a caer de bruces a la embarrada calle. Sin siquiera echar una ojeada para ver donde había caído, Autólico se sujetó el manto y siguió caminando junto a las paredes.
Cuantos estaban en la calle lo vitorearon, excepto aquellos que se encontraban demasiado cerca para ver a Callibio quitarse de la cara el barro, pues éstos reían. En la esquina, Autólico, antes de desaparecer, hizo el gesto con el cual un bien educado triunfador agradece los aplausos mientras se dirige al vestuario.
Los dos guardias reaccionaron muy lentamente, por no haber recibido órdenes, pero cuando echaron a correr detrás de él, hallaron su camino lleno de impedimentos: asnos cargados, muchachos forcejeando para abrirse paso, e incluso un grupo de mujeres.
Pero pronto alcanzaron a su hombre, puesto que ellos corrían y él no. Creo que consideró la posibilidad de cogerlos a los dos, con Callibio haciendo de contrapeso; pero después vio la muchedumbre que le seguía, sonrió, y se dejó conducir tranquilamente. No se atrevieron a atarlo. A cada calle que cruzábamos, la multitud aumentaba, y se hacía más ruidosa a medida que las personas se animaban las unas a las otras. Cuando alcanzamos el camino que conducía a la Ciudad Alta, por lo menos éramos doscientos.
Yo había echado a andar delante, y conseguí mantenerme allí.
Cuando nos acercamos al Pórtico, vi a un hombre que permanecía solo entre los grandes pilares de Pericles. Incluso en aquel lugar parecía alto. Desde su triunfo en Esparta, Lisandro tenía la costumbre de ir y venir sin hacerse anunciar por los heraldos.
Autólico ascendió entre sus guardias los últimos peldaños. Lisandro esperó, cubierto con su túnica escarlata, desarmado, a tres pasos de distancia de sus hombres. Era odiado por muchas cosas, pero no por cobarde. Él y Autólico tenían una estatura parecida.
Sus ojos se encontraron, midiéndose el uno al otro. La voz de Callibio, mientras escupía su acusación, se hizo apresurada y chillona.
Ninguno de los dos lo miró.
Los espartanos no practican el pancracio tal como nosotros lo conocemos. La ley de los Juegos requiere que el perdedor levante la mano en señal de rendición, y de ningún espartano que haya hecho esto se espera que se muestre vivo en Laconia. De manera que es una lucha en la que no participan nunca, pero que, no obstante, les gusta contemplar tanto como a cualquiera. Lisandro en particular era muy dado a asistir a los Juegos, puesto que en ellos era aclamado.
Autólico permanecía en pie en el Pórtico, tranquilo como el mármol. Lo había visto así en el templo, esperando a ser coronado.
Lisandro frunció el ceño, pero no pudo hacer desaparecer de sus duros ojos azules la expresión fríamente aprobadora. Callibio, cubierto de barro de los pies a la cabeza, miró a los dos corpulentos hombres, y fue sensible a la fuerza de ambos. Si le hubiera sido posible transformar con la vista en piedra a todo el mundo, habría empezado con Lisandro. Todos lo vimos, y Lisandro, al volverse, también lo vio.
Su cara no dijo nada.
—Tú eres Autólico, el luchador. ¿Es cierta esa acusación?
—Habla demasiado deprisa —contestó Autólico—. Pero supongo que es cierta.
—Deja que el acusado oiga la acusación, Callibio —dijo Lisandro— ¿Dices que te ha atacado? ¿Qué ha hecho?
Callibio balbuceó. Algunos de nosotros dimos nuestro testimonio sin que nos hubiese sido pedido. Lisandro pidió silencio.
—¿Bien, Callibio? Repite la acusación.
Callibio volvió a relatar cómo había sido arrojado a la calle llena de barro, y la gente lanzó gritos de alegría.
—¿Cómo lo ha hecho, Callibio? —preguntó Lisandro—. Deseo una afirmación. ¿Te ha cogido por las nalgas, o qué?
El acusado se mordía el labio inferior.
—No, le he cogido por el muslo, y así lo he levantado —explicó Autólico.
Lisandro asintió con la cabeza.
—¿Es cierto, como estos hombres dicen, que te ha golpeado con un bastón?
En silencio, Autólico se llevó la mano a la frente, donde un hilillo de sangre se deslizaba entre sus cortos y espesos rizos.
—Acusación desechada —anunció Lisandro—. Ahora no estás trabajando en tu granja con los esclavos, Callibio. Mejor será que aprendas cómo se debe gobernar a los hombres libres.
La Ciudad estuvo tranquila durante un día o dos. Después apareció un bando, grabado en mármol, anunciando que Trasíbulos y Alcibíades habían sido proclamados exiliados.
Trasíbulos había huido a Tebas una semana antes. Se decía que era Terámenes quien le había advertido de lo que se tramaba contra él. Su sentencia produjo cólera más que sorpresa. Pero, como siempre, bastó con que el nombre de Alcibíades fuera puesto en el Ágora para que la gente hablara todo el día. ¿Qué había hecho, que tanto asustó a los Treinta? Se decía que había abandonado Tracia, cruzado Jonia, y pedido un salvoconducto a Artajerjes, el nuevo rey.
Algo se ocultaba tras esos movimientos. Algunas personas aseguraban que jamás perdonaría a la Ciudad por haberlo deshonrado una segunda vez; otras, que lo que no hubiera hecho por amor a nosotros, lo haría por odio al rey Agis. Después de la batalla en Río de la Cabra, donde fue despedido groseramente por los generales, llegaban fugitivos diciendo que les había dado refugio en su fortaleza, salvándoles la vida.
—Tal vez sea insolente, pero no hay en él la menor mezquindad. No fue mezquino ni siquiera en su niñez.
—Mientras viva Alcibíades, habrá esperanza para la Ciudad —decía la gente.
Las noticias de su destierro parecían una promesa de su retorno.
Se decía abiertamente en las calles que los Treinta no ocupaban sus cargos sino para establecer una nueva constitución, y que entonces presentarían la dimisión y serían substituidos por otros.
Poco después de esto, se reunió a las tropas para pasar lista. Era una concentración sin armas, para reagrupar a las unidades. En el terreno de la Academia hablé con algunos viejos amigos, y luego, no habiendo encontrado a Lisias entre toda aquella gente, fui a visitarle. Cuando llegué a su casa, oí lloros adentro, y a Lisias que decía, con la desanimada voz de un hombre muy apenado:
—Vamos, vamos, sécate los ojos. No lo tomes tan a pecho. Tranquilízate. Ahora debo irme.
Salió muy deprisa, hasta el punto de que casi me derribó en el umbral. Estaba medio ciego, y la furia le hacía temblar. Cogiéndome por el brazo, como si temiera que me fuese, dijo:
—Alexias, esos hijos de hetaira me han quitado la armadura.
—¿Qué? —exclamé— ¿Quiénes te la han quitado?
—Los Treinta. Mientras pasábamos lista; mi lanza, mi escudo, incluso mi espada.