Permanecí en el pedregoso sendero, debatiéndome entre mi voluntad y mi alma. Había dado el primer paso, y el segundo, cuando vi que no estaba solo. Estaba descalzo, y por eso no me oyeron.
De nuevo me metí entre los árboles, donde a través de las ramas de los pinos brillaban algunas lámparas y unas cuantas estrellas. Es evidente que el dios cuidó mucho de mí, y para demostrarle que no soy desagradecido, un día determinado del año le llevo un par de palomas.
El matrimonio de Lisias fue en sí mismo un bien para mí, pues en aquellos momentos nada hubiera podido proporcionarme un escape de mí mismo excepto la seria preocupación por alguien que me era tan querido. No pude demostrar un dolor que, de haberlo él observado, hubiera achacado a celos indignos de un amigo o un hombre. Al estar obligado a sofocarlo, algunas veces podía olvidarlo y compartir su felicidad. Pues parecía tan feliz como el hombre que esperaba la llegada de una noche nupcial. Le ayudé a encontrar una casita en el Carameicos Interior, no lejos de la nuestra, y la amueblamos con algunas de las cosas de su padre. Vendió un bronce de Alcamenes para pagar la música y las guirnaldas para la fiesta.
—Quiero que le guste —dijo—. Después de todo, será su única boda.
Jenofonte me confió su cordial aprobación.
—Cuando me case —observó—, buscaré una mujer que tenga precisamente esa edad. Con las mujeres hay que casarse antes de que la cabeza se les llene de ideas, y cuando hay aún tiempo para educarlas de un modo conveniente. No puedo soportar las cosas dispuestas confusamente, y sin que ni una de ellas se encuentre en su puesto. El orden es la mitad de una vida decente.
Después de esto me pareció que en un momento dado dijimos: «Sólo falta una semana, Lisias», y que al instante siguiente llegó la mañana de la boda.
Durante la noche había nevado. La nieve cubría los tejados bajo un cielo brillante y puro, y era tenue, dura, resplandeciente y más blanca que el mármol de Paros, más blanca que nuestras prendas nupciales. Las gárgolas de los tejados del templo tenían barbas de cristal de un codo de longitud; el rojo de la arcilla cocida parecía oscuro, y el yeso blanco, crema cuajada. Helios brillaba muy lejos y alto, y desde el pálido cielo no derramaba calor alguno, sino sólo el destello de su plateado cabello. Cuando condujimos al novio a la casa de la novia, las cuerdas de las liras se rompían a causa del frío y las flautas desentonaban; pero esas disonancias las cubríamos con el canto. Nuestro aliento se elevaba en nubecitas en el helado aire, a ritmo con la canción.
No recuerdo haber visto jamás a Lisias mejor que entonces. Su manto nupcial de blanca lana milesia, con una guarnición de oro puro de dos palmos de anchura, era el que su abuelo y su padre habían vestido en sus bodas antes que él. Le habíamos traído cintas rojas, azules y doradas, y coronado con mirto y las violetas que gracias a su aroma habíamos logrado encontrar entre la nieve recién caída.
Subió a la casa de la novia, riendo y con la cara encarnada debido a la frialdad del viento. Su túnica estaba sujeta al hombro por un gran broche de oro viejo de Micenas, un regalo hecho a un antepasado de Agamenón, según aseguraba la historia. Su cabello y su guirnalda, así como las cintas que llevaba en el brazo, estaban cubiertos del polvillo de nieve caído de los tejados. Cuando entramos en la habitación de los huéspedes, donde la novia permanecía sentada junto al anciano, pudimos ver cómo su carita, enmarcada en el velo color de azafrán, se volvía y miraba con sus grandes ojos.
Las mujeres se apresuraron a rodearla para besarla y murmurarle consejos al oído. Sus modales eran buenos, como Lisias había dicho; pero en cada pausa, como si sus ojos hubieran quedado al margen de esa educación, se volvía de un lado a otro con expresión sorprendida. Una vez él la vio y le sonrió, y todas las mujeres suspiraron y dijeron:
—¡Encantador!
Sólo la cuñada se inclinó para murmurarle algo al oído. Ella se puso colorada como la grana, y se encogió en sí misma como una rosa que intentara crecer hacia adentro. Por un momento vi en la cara de Lisias una expresión tal de cólera que temí cometiera una estupidez, y nos hiciera sentirnos incómodos a todos. Tiré de su manto, para recordarle dónde estaba.
Después empezó el ágape, y ellos se sentaron entre las mujeres y los hombres. Lisias le hablaba sonriendo, pero ella contestaba con un apagado murmullo y revolvía la comida en su plato. Él le sirvió vino y ella lo bebió cuando él le dijo que así lo hiciera, como una niña que obedece las órdenes del médico. En verdad, la medicina pareció sentarle bien.
El administrador me hizo un gesto para que me acercase a la puerta, y cuando salí comprobé que el carro nupcial aguardaba.
Todo estaba debidamente arreglado: dorados los cuernos de los bueyes, las guirnaldas y las cintas convenientemente colocadas, y el dosel bien dispuesto. Nevaba otra vez, y la nieve no parecía harina como antes, sino largas plumas.
Los invitados gastaron las bromas de costumbre, y gritaron todos los absurdos de rigor. Me encaramé a la carreta, Lisias me entregó a la novia y después subió él. Emprendimos la marcha, con la muchacha sentada entre nosotros dos. Se estremeció cuando el frío hizo presa en ella, y él subió más las pieles de cordero, y la arropó con un pliegue de su capa, rodeándole los hombros con el brazo.
Sentí de pronto que el pasado volvía a mí, y por un momento la pena me penetró como una noche de invierno; pero no obstante vino a mí como un viejo dolor, que pertenecía a tiempos idos. Todo cambia, y no se puede cruzar dos veces el mismo río.
El frío era suave, no como el que se había dejado sentir por la mañana. Deshelaría antes del amanecer.
—Eres una muchacha muy buena, Talía, y estoy orgulloso de ti —dijo Lisias.
Ella alzó la vista para mirarle. No pude ver su cara.
—Éste es Alexias, mi mejor amigo —añadió él.
En lugar de murmurar un saludo como exigían las buenas maneras, se levantó el velo y sonrió. Sus ojos y sus mejillas aparecían brillantes a la luz de la antorcha. Me había preguntado antes si Lisias procedió bien dándole una segunda copa de vino.
—Oh, sí, Lisias, tenías razón —dijo—. Es más hermoso que Cleanor.
Supongo que se debió al frío, después del calor en la casa. Lisias me guiñó el ojo, y después observó:
—Sí, siempre te lo he dicho así, ¿no es cierto?
Buscó mi mirada, para pedirme en silencio que fuera amable. Yo reí y dije:
—Entre los dos vais a hacer que me sienta pagado de mí mismo —dije, riendo.
En la voz que supongo había oído emplear a su madre cuando recibía visitas, Talía murmuro:
—He oído a Lisias hablar de ti muy a menudo. Lo hacía aun antes de irse al mar, cuando yo no era más que una niña. Cada vez que venía a visitamos, mi hermano Neon le preguntaba cómo estabas. Lisias decía: «¿Cómo está Cleanor?», o cualquiera fuera entonces su mejor amigo. Pero Neon siempre le preguntaba a Lisias: «¿Cómo está el hermoso Alexias?», y Lisias contestaba: «Tan hermoso como siempre».
—Bien —dijo Lisias—, ahora ya puedes verlo. Aquí está. Pero debes hablarme a mí, o nos disgustaremos.
Talía se volvió hacia él, con un movimiento apresurado. Fue una suerte que tuviéramos el dosel, pues gracias a ello nadie pudo verla.
—¡Oh, no! No debes disgustarte nunca con Alexias, después de tanto tiempo de ser amigos.
Traqueteábamos a lo largo del enfangado camino lleno de roderas, mientras al resplandor de las antorchas la nieve flotaba como grandes copos ígneos. La gente en la calle gritaba las viejas bromas acerca del mes de las largas noches y otras cosas así, y de vez en cuando yo me levantaba en la carreta para lanzarles las mismas viejas respuestas. Cuando nos hallábamos cerca de la casa, él se inclinó hacia adelante para decirle que no tuviera miedo. Ella asintió con la cabeza y añadió:
—Melita ha dicho que debo gritar.
Después añadió con firmeza:
— Pero le he dicho que no gritaría.
—Has hecho muy bien. ¡Qué idea tan vulgar!
—Y además, le he dicho, soy la hija de un soldado.
—Y la esposa de un soldado.
—Oh, sí, Lisias. Sí, lo sé.
Cuando llegó el momento, y él la tomó en brazos después de la canción nupcial, ella le echó los brazos al cuello. Mientras corría para abrirles la puerta, oí a un par de viejas comadres murmurar entre sí, censurando su desvergüenza.
Al día siguiente fui a visitar a Lisias. No había razón alguna para que esperara la hora avanzada que prescribe la costumbre, así que me presenté muy temprano, antes de que el mercado hubiera sido abierto, con objeto de anticiparme a todos los demás.
Al cabo de un rato entró en la sala donde le aguardaba. Estaba medio despierto, como la perfecta imagen de un novio a la mañana siguiente del día de la boda. Cuando le presenté mis excusas por haber ido a molestarle, dijo:
—Ya era hora de que me levantase. Pero he estado hablando con ella hasta muy tarde en la noche. No sabía, Alexias, el mucho sentido que tiene. Es una mujer que se distinguiría entre diez mil. No hables demasiado alto, pues duerme aún.
—¿No debiera estar haciendo sus tareas a estas horas del día? —pregunté.
Al ver que le miraba con fijeza, rió con cierto descaro.
—Ha estado despierta hasta muy tarde. Me parecía tanto una niña, que me senté y le hablé para que se durmiera, pensando que quizá le daría miedo quedarse sola. Pero fui el primero en quedarme dormido, porque al despertar he visto que había sacado de su cofre de novia una manta nueva, cubriéndome con ella.
No dije nada, puesto que no era cuestión que me incumbiese.
—Oh, sí —añadió, sonriendo—; puedo reservar mis caballos hasta el momento de iniciar la carrera. Conmigo se precisan dos para celebrar el rito de Afrodita. Preferiría acostarme con Atenea de la Vanguardia, aun con su escudo, a hacerlo con una mujer a la que no pudiese proporcionarle placer. Sé que ella necesita de mí ahora, y lo sé mucho mejor de lo que ella misma sabe. Pero no habrá de pasar mucho tiempo más.
Ciertamente, cuando el tiempo transcurrió no hubiera podido ocultar su felicidad. Un día de aquel mismo año me invitó a cenar, y mientras estaba en el pórtico oí adentro una voz joven cantando de un modo tan rumoroso como el agua que se desliza a la sombra de unos árboles.
—Debes perdonarla —dijo Lisias—. Ya sé que una mujer modesta no debiera revelar a sus huéspedes el lugar donde se encuentra; pero cuando la veo feliz, no me es posible turbarla hablándole de tales cosas. Bastante la ha regañado ya la esposa de su hermano. A la perra le hice un buen regalo y le prohibí que viniera a esta casa. Talía dispone de mucho tiempo. Y en cuanto a su modestia, reside en el alma. Con el tiempo ya se manifestará en el exterior.
Era una hermosa tarde dorada. El pequeño comedor sólo contenía cuatro triclinios, pero parecía mejor con dos. Había guirnaldas de pámpanos y rosas.
—Las ha hecho Talía —observó él—. Se enfada si las compro en el mercado.
Cenamos pez espada. Yo no tenía mucha hambre, pero comí tanto como me fue posible, porque vi que él estaba muy orgulloso del guiso. Hablamos de la guerra, que desde hacía tiempo parecía paralizada. Los espartanos habían dado a Lisandro el mando por otro año, obrando así contra su costumbre, y él otra vez conseguía dinero de Ciro.
—¿Te parece bien el pescado? —preguntó Lisias—. Talía me ha dicho que debía preguntarte si la salsa era bastante picante.
—Nunca he probado una mejor. Por otra parte, mientras venía hacia aquí he sabido algunas noticias que me han quitado el apetito. Se trata de los dos trirremes que la flota samia apresó el otro día. ¿Sabes lo que fue de los remeros? Los arrojaron al mar desde un acantilado. Eso les enseñará a trabajar por un bando que puede permitirse pagarles.
Lisias me miró en silencio, y luego exclamó:
—¡Por Zeus! Pensar en lo que se decía al principio de la guerra, cuando eran los espartanos los que hacían eso… Supongo que tú no lo recuerdas. Estamos mejorando diariamente. La última proposición fue que a los remeros enemigos apresados se les debía cortar la mano derecha, ¿o se trataba de los dos dedos pulgares? Fui mirado con malos ojos en la Asamblea por haber votado contra esta idea. Me alegra que no pertenezcamos a la marina, Alexias. Cuantas noticias nos llegan de Samos son malas.
La flota no había hecho nada durante meses. Los generales no confiaban los unos en los otros, y los hombres desconfiaban de los generales. Constantemente llegaban rumores de que uno u otro aceptaba sobornos, murmuraciones de la clase que había creado complicaciones entre los espartanos de Mileto. Había veneno en el mero conocimiento de que el oro se encontraba allí.
—Conon es bueno —dije.
—Pero hay muy pocos como él Me pregunto qué piensa Alcibíades en su fuerte. Aseguran que desde él se domina la mitad del Helesponto. Debe reírse a veces desde lo alto de sus muros.
—Hoy es el día de Salamina —observé—. Han transcurrido sesenta y cinco años desde que se produjo la batalla. ¿No recuerdas cómo acostumbraba beber? Fue el día de Salamina cuando nos contó aquella historia sobre el eunuco persa.
Reímos, y después quedamos silenciosos. Durante esa pausa oí otra vez el canto en la casa, pero más bajo. Por lo visto había recordado que había visita.
—No bebes —dijo él.
El esclavo, tras haber limpiado las mesas, había salido.
—No más por ahora, Lisias. Hay en mí tanta alegría como la que el vino puede proporcionarme.
Observé que me miraba.
—Quien huye temeroso del vino, tiene una profunda tristeza —observó.
—¿Vendrás a la carrera mañana? Callias dice que el bayo ganará.
—No me interesa la carrera; me interesas tú. ¿No puedes buscarte una mujer otra vez, como aquella de Samos?
—La buscaré cualquier día. No pienses en ello, Lisias.
—Debieras casarte, Alexias. Sí, ya sé que aconsejar es fácil, pero no te enfurezcas conmigo. Si un hombre…
Su voz cesó. Ambos depositamos las copas en la mesa, nos levantamos del triclinio, y corrimos hacia la puerta. La calle estaba desierta. Pero el ruido se acercaba cada vez más, elevándose como el humo, y llegaba hasta nosotros en grandes ráfagas arrastradas por el viento.
No era un lamento, ni un lloro, ni los gritos que las mujeres lanzan ante los muertos. Sin embargo, era todo eso. Zeus da a los hombres buenas y malas cosas, pero principalmente malas, y por ello el sonido del dolor no es nada nuevo. Pero no era el dolor de una o dos personas, ni tampoco de una familia entera. Era la voz de la Ciudad, gritando su desesperación.