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Authors: Memorias

Tags: #Biografía, Historia

Albert Speer (19 page)

BOOK: Albert Speer
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De la vida social del Obersalzberg sólo me queda el recuerdo de un curioso vacío. Afortunadamente, durante los primeros años de cautividad anoté algunos jirones de conversación que aún retenía en la memoria y que ahora puedo considerar en cierto modo auténticos.

En los cientos de charlas de la hora del té se habló de moda, de la crianza de perros, de teatro y cine, de las operetas y sus estrellas, y también hubo incontables cotilleos. Hitler no se refirió casi nunca a la cuestión judía o a sus adversarios políticos, ni mucho menos a la necesidad de instalar campos de concentración. Eso tal vez se debiera más a la trivialidad de las conversaciones que a una intención deliberada. En cambio, se burlaba con gran frecuencia de sus colaboradores más próximos. No es ninguna casualidad que fueran precisamente esas observaciones las que se me quedaron grabadas en la memoria, pues, a fin de cuentas, se trataba de personas que públicamente estaban por encima de toda crítica. El entorno privado de Hitler no estaba obligado a guardar silencio y, en el caso de las mujeres, él decía que de todos modos era inútil imponerles discreción. ¿Quería impresionarnos, al hablar despectivamente de todo el mundo? ¿O lo hacía más bien a causa del desprecio que sentía hacia todo y hacia todos?

Hitler socavaba con frecuencia el mito de las SS de Himmler:

—¡Qué insensatez! Cuando por fin hemos conseguido dejar atrás toda clase de misticismo, resulta que ese comienza otra vez desde el principio. Para eso ya habríamos podido quedarnos en la Iglesia, que al menos tiene tradición. ¡Imagínese que algún día pudieran llegar a proclamarme «santo de las SS»! ¡Me revolvería en la tumba!

O decía:

—Este Himmler ha vuelto a pronunciar un discurso en el que califica a Carlomagno de «carnicero de sajones». La muerte de los sajones no fue un crimen histórico, como opina él. Carlomagno obró muy acertadamente al someter a Widukind y matar a los sajones, pues con ello hizo posible el reino de los francos y la penetración de la cultura occidental en Alemania.

Himmler encargó excavaciones prehistóricas a los especialistas.

—¿Por qué descubrir a todo el mundo que no tenemos pasado? Como si no bastara con que los romanos levantaran grandes obras mientras nuestros antepasados aún vivían en chozas de barro, ahora Himmler tiene que excavar sus aldeas y mostrarse entusiasmado por cada trozo de cerámica y por cada hacha que encuentra. Lo único que conseguiremos probar con eso es que todavía luchábamos con piedras y nos acurrucábamos al raso alrededor de hogueras cuando Grecia y Roma ya habían alcanzado su más alto grado de civilización. En realidad, tendríamos toda clase de razones para guardar silencio sobre nuestro pasado; sin embargo, Himmler lo pregona a los cuatro vientos. ¡Con cuánto desprecio deben de reírse los romanos de hoy de estos descubrimientos!

Mientras que en Berlín, entre sus colaboradores políticos, Hitler se pronunciaba muy duramente contra la Iglesia, empleaba un tono más suave en presencia de las mujeres, lo que demuestra una vez más su capacidad de adaptarse siempre al entorno.

—No hay duda de que la Iglesia es necesaria para el pueblo. Es un elemento fuerte y conservador —explicó en una ocasión en su círculo privado. Desde luego, al hablar así se refería a un instrumento que estuviera de su parte: —Si al menos el «Reibi» —así llamaba al
Reichsbischof
, obispo primado del Reich, Ludwig Müller— diera la talla… ¿A quién se le ocurriría nombrar para este cargo a un sacerdote castrense? De buena gana le prestaría todo mi apoyo. ¡Cuántas cosas haría con él! Conmigo, la Iglesia protestante podría ser la Iglesia del Estado, como en Inglaterra.

Incluso después de 1942 Hitler seguía recalcando, en una de aquellas conversaciones de la hora del té, que consideraba que la Iglesia era absolutamente imprescindible en la vida del Estado. Observó que sería feliz si algún día tropezaba con un clérigo eminente que fuera el apropiado para dirigir una de las dos Iglesias alemanas, la católica o la protestante, o incluso ambas. Todavía lamentaba que el primado Müller no hubiera sido el hombre adecuado para llevar a cabo sus ambiciosos planes. A todo esto, condenaba con dureza la lucha contra la Iglesia, que consideraba un crimen contra el futuro del pueblo, pues en su opinión era imposible reemplazarla por una «ideología de partido». No tenía ninguna duda de que con el tiempo la Iglesia se adaptaría a los objetivos políticos del nacionalsocialismo; bien sabía Dios que la Historia apoyaba su afirmación. Una nueva religión de partido no sería más que un retroceso al misticismo de la Edad Media. Así lo demostraba el mito de las SS y el ilegible libro de Rosenberg
El mito del siglo XX
.

Si en uno de tales monólogos Hitler se hubiera expresado de forma negativa al referirse a la Iglesia, seguro que Bormann se habría sacado del bolsillo de la americana una de las tarjetitas blancas que siempre llevaba encima, pues anotaba todo lo que le parecía importante de lo que aquel decía; y apenas había nada que absorbiera con más afán que las observaciones despectivas sobre la Iglesia. En aquella época supuse que estaba reuniendo material para escribir una biografía de Hitler.

Cuando hacia 1937 Hitler se enteró de que gran número de sus seguidores, a instancias del Partido y de las SS, se había separado de la Iglesia porque esta se oponía tercamente a sus directrices, ordenó, por motivos oportunistas, que sus principales colaboradores, sobre todo Göring y Goebbels, permanecieran en su seno. También él siguió siendo miembro de la Iglesia católica, aunque no tenía ningún vínculo espiritual con ella. Y así continuó hasta su suicidio.

Repetía con frecuencia un pensamiento que le había comunicado una delegación de nobles árabes, que reflejaba cómo concebía su Iglesia estatal: cuando en el siglo VIII los musulmanes trataron de avanzar hacia Europa central a través de Francia, fueron derrotados en la batalla de Poitiers. Si los árabes hubieran ganado aquella batalla, el mundo sería ahora musulmán, pues habrían impuesto a los pueblos germánicos una religión cuya doctrina, propagar la fe con la espada y someter a todos los pueblos a ella, habría estado hecha a su medida. A causa de su inferioridad racial, los conquistadores no habrían podido, a la larga, imponerse a los habitantes de los territorios del norte, más vigorosos y habituados a la áspera naturaleza del terreno, por lo que no habrían sido los árabes, sino los germanos musulmanes, los que habrían encabezado el Imperio islámico mundial.

Hitler acostumbraba concluir este relato con la siguiente consideración:

—Y es que, en definitiva, tenemos la desgracia de que nuestra religión no es la mejor. ¿Por qué no será como la de los japoneses, que consideran que lo más elevado es el sacrificio por la patria? Incluso la religión musulmana habría sido mucho más adecuada para nosotros que el cristianismo, débil y tolerante.

Resulta notable que ya antes de la guerra prosiguiera a veces diciendo:

—Los siberianos, los bielorrusos y las gentes de la estepa viven de una forma muy sana, lo que los capacita para evolucionar y, a la larga, para superar biológicamente a los alemanes.

Repetiría esta observación, de manera mucho más drástica, en los últimos meses de la guerra.

Rosenberg vendió cientos de miles de ejemplares de
El mito del siglo XX
, que era un volumen de setecientas páginas. Aunque el libro era considerado en público el compendio de la ideología del Partido, durante las conversaciones de la hora del té Hitler lo calificaba sin ambages de «embrollo que nadie puede comprender», escrito por un «báltico corto de miras que piensa de una manera espantosamente complicada». Se maravillaba de que una obra de aquella naturaleza hubiera llegado siquiera a editarse:

—¡Un retroceso a las ideas de la Edad Media!

Nunca quedó claro si alguien se ocupó de informar a Rosenberg de aquellos comentarios.

Para Hitler, la cultura griega expresaba la perfección máxima en todos los terrenos. Opinaba que su concepción de la vida, tal como quedaba reflejada, por ejemplo, en la arquitectura, había sido «fresca y sana». Un día, la fotografía de una bella nadadora lo llevó a entusiastas reflexiones:

—¡Qué cuerpos tan maravillosos pueden verse hoy! Hemos tenido que esperar hasta nuestro siglo para que la juventud se fuera aproximando de nuevo, a través del deporte, a los ideales helénicos. ¡Cómo se despreciaba el cuerpo en otros tiempos! En esto nos distinguimos de todas las épocas culturales posteriores a la Antigüedad.

Sin embargo, rehusaba practicar ningún deporte. Tampoco mencionó nunca haberlo hecho en su juventud.

Cuando hablaba de los griegos, se refería a los dorios. Naturalmente, eso tenía que ver con la suposición, alimentada por los científicos de la época, de que las migraciones dóricas tenían un origen germánico, por lo que su cultura no formaba parte del mundo mediterráneo.

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La pasión de Göring por la caza era uno de sus temas preferidos:

—¿Cómo puede nadie entusiasmarse por algo así? Matar animales cuando es necesario es misión del matarife. Pero gastar, encima, montones de dinero para hacerlo… Desde luego, comprendo que tiene que haber cazadores profesionales para rematar a los animales enfermos. ¡Si al menos cazar entrañase todavía algún peligro, como cuando se empleaban lanzas…! Hoy, sin embargo, cualquier barrigudo puede derribar a un animal desde lejos… La caza y las carreras de caballos son los últimos restos del mundo feudal.

También disfrutaba haciendo que el embajador Hewel, el enlace de Ribbentrop, le contara con todo detalle las conversaciones telefónicas que mantenía con el ministro de Asuntos Exteriores. Incluso le daba consejos sobre la forma de intranquilizar o confundir a su jefe. En ocasiones se ponía al lado de Hewel, quien, tapando el micrófono del teléfono, le tenía que repetir lo que decía Ribbentrop, y entonces Hitler le susurraba las respuestas. Por lo general, se trataba de observaciones sarcásticas que pretendían incrementar la constante preocupación del desconfiado ministro, que temía que algún incompetente influyera sobre Hitler en cuestiones de política exterior y pusiera en duda su propia competencia.

Incluso después de dramáticas negociaciones, Hitler era capaz de divertirse a costa de sus adversarios. Una vez contó cómo, fingiendo una explosión de cólera, hizo ver con claridad la situación a Schuschnigg durante la visita que este hizo al Obersalzberg el 12 de febrero de 1938, forzándolo así a ceder. Es probable que muchas de sus reacciones histéricas, de las que tanto se ha hablado, puedan atribuirse a fingimientos de este tipo. En general, Hitler destacaba precisamente por su autodominio. En mi presencia perdió los estribos raras veces.

Allá por el año 1936, Schacht se personó en la sala de estar del Berghof para presentar su informe. Los invitados estábamos en la terraza contigua y el gran ventanal que daba a la sala estaba abierto. Pudimos oír cómo Hitler, muy irritado, gritaba a su ministro de Economía, que le contestaba en voz alta y firme. El diálogo fue subiendo de tono y finalmente se interrumpió de una manera abrupta. Hitler salió furioso a la terraza y pasó un buen rato extendiéndose sobre su recalcitrante ministro, que le daba largas respecto al rearme. Otro enojo insólito lo causó, en 1937, el pastor Niemöller, quien había vuelto a pronunciar en Dahlem un sermón que incitaba a la revuelta; al mismo tiempo que se le informaba al respecto, le fue presentada la transcripción de sus conversaciones telefónicas, que estaban intervenidas. Hitler, con voz estridente, ordenó que Niemöller fuera internado en un campo de concentración y que no lo soltaran nunca, por su demostrada reincidencia.

Otro caso nos remite a su temprana juventud: en un viaje que hice de Budweis a Krems en 1942, me llamó la atención un gran letrero que había en una casa de Spital, junto a Weitra, cerca de la frontera checa. Según indicaba la placa, «el
Führer
había habitado en su juventud» en aquella casa. La casa, bonita y bien conservada, se hallaba en una próspera aldea. Cuando se lo mencioné, perdió los estribos y llamó a gritos a Bormann, que acudió consternado. Hitler le habló con dureza: le había dicho más de una vez que aquel lugar no debía relacionarse nunca con él. Aun así, algún asno había colocado allí un letrero. Había que retirarlo de inmediato. Entonces no supe explicarme su irritación, pues en general Hitler se alegraba cuando Bormann le hablaba de la restauración de los lugares emblemáticos de su juventud, en los alrededores de Linz y Braunau… Evidentemente, tenía motivos para borrar aquella otra parte. Hoy se sabe que su oscura historia familiar se pierde en esta región del bosque austríaco.

A veces, Hitler dibujaba bocetos de una torre de las históricas fortificaciones de Linz:

—Este era mi lugar de juegos favorito. Fui mal estudiante, pero en las pillerías siempre era el primero. Más adelante haré transformar esta torre en un gran albergue juvenil, en recuerdo de esa época.

También hablaba con frecuencia de sus primeras impresiones políticas importantes. Casi todos sus condiscípulos de Linz opinaban que había que rechazar la inmigración de los checos a la Austria alemana; desde entonces tuvo claro el problema de las nacionalidades. Más tarde, en Viena, comprendió de manera fulminante el peligro del judaísmo; muchos trabajadores con los que se reunía eran fuertemente antisemitas. Sin embargo, había algo en lo que, según decía, no había coincidido con los obreros:

—Yo rechazaba sus concepciones socialdemócratas y tampoco me afilié a ningún sindicato. Eso me acarreó mis primeras dificultades políticas.

Es posible que esta fuera una de las razones por las que no guardaba un buen recuerdo de Viena; en cambio, parecía entusiasmado por el Munich de antes de la guerra: sorprendentemente, muchas veces soñaba con las carnicerías y con sus excelentes salchichas.

Hitler manifestaba una veneración sin reservas por el que era obispo de Linz durante su juventud, quien, con gran energía y venciendo numerosas resistencias, llevó adelante la construcción de la catedral de Linz, de dimensiones insólitas; dado que debía sobrepasar incluso la catedral de San Esteban de Viena, el obispo tuvo dificultades con el Gobierno austríaco, que no quería que Viena fuera superada.
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Normalmente seguían a esto algunas explicaciones sobre la intolerancia con que el Gobierno central austríaco había sofocado los impulsos culturales independientes de ciudades como Graz, Linz o Innsbruck; al hablar así, Hitler no parecía tener conciencia de que él estaba uniformizando por la fuerza países enteros: en cualquier caso, ahora que era él quien tomaba las decisiones, haría valer los derechos de la ciudad natal de sus padres. Su programa para transformar Linz en una «gran capital» incluía la construcción de una serie de edificios representativos a ambas orillas del Danubio, que quedarían unidas por un puente colgante. La cumbre de su proyecto era una gran Jefatura Regional del NSDAP que tendría una gigantesca sala de reuniones y un campanario con una cripta para su tumba. A lo largo del río se edificarían el Ayuntamiento, un hotel representativo, un gran teatro, un cuartel general, un estadio, una pinacoteca, una biblioteca, un museo militar y una sala de exposiciones, así como, finalmente, un monumento que recordaría la liberación de 1938 y otro para glorificar a Antón Bruckner.
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A mí se me asignaron los proyectos de la pinacoteca y del estadio, que habrían de emplazarse en una colina con vistas a la ciudad. Su lugar de retiro iba a erigirse cerca de estas construcciones, asimismo en un punto elevado.

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