Authors: Laura Gallego García
Depositó con cuidado la esfera de cristal en una de las baldas y volvió a cubrirla con el paño.
—Volveremos —prometió.
—¿Crees que es buena idea dejarla ahí?
—Estará más segura ahí que si la llevamos encima, muchacho. Parece que se han olvidado de los presos de Gorlian, y créeme; casi será mejor no recordar a nadie nuestra existencia hasta que podamos regresar a salvarlos a todos.
—¿A todos?
—Bueno, a los que se lo merezcan. ¿Me sigues, chaval?
—Sí, sí —se apresuró a responder Zor, pero Mac no lo esperó. Salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí, y el chico se quedó un momento paralizado de miedo, sin atreverse a dar un paso. Por fin, tras lanzar una última mirada llena de aprensión a la bola de cristal que, según el Loco Mac, contenía el pequeño mundo en el que había nacido y crecido, salió del cuarto, siguiendo a su extravagante compañero, en pos del engendro que se les había escapado.
Apenas unos instantes después de que ellos abandonaran el trastero, una figura encapuchada, vestida de negro, entró en él y recorrió los estantes con la mirada. Halló lo que buscaba: una pequeña bola de cristal. Con una sonrisa de satisfacción, la rescató de su olvido en la estantería y se la llevó consigo, sin sospechar siquiera que, momentos antes, tres reclusos habían escapado de su interior.
—No me parece bien —gruñó Kendal—. El trato era entrar y preguntarle por Gorlian, no traerla de vuelta.
—Las cosas se han torcido un poco —se limitó a responder Ahriel.
—¡Pues quizá deberíais haberla dejado atrás! Ahriel, ¿acaso has olvidado el daño que esta bruja ha causado no sólo a su reino, sino también a los países vecinos? ¿Ya no te acuerdas de los años pasados en Gorlian? Si a ti no te importa, piensa en los sentimientos de los demás... en los de todas las personas que han sufrido por su causa. ¡En los de la reina Kiara, cuyo padre fue asesinado por esta... esta...!
—Déjalo —cortó la propia Kiara, colocando una mano tranquilizadora sobre su brazo. Observó a Marla, que se hallaba de pie entre los dos ángeles, con la cabeza gacha.
—Y tú, reina Kiara —intervino Ubanaziel, con voz tranquila y sosegada—. ¿Qué opinas al respecto?
Ella alzó la cabeza y clavó en él una mirada límpida y serena.
—No tengo nada que decir —fue su única respuesta.
Después se volvió, dándole la espalda a Marla e ignorándola por completo, y se dirigió hacia las tiendas, digna y majestuosa, como la reina que era. Tras dirigir una última mirada de odio hacia la prisionera, Kendal siguió a su señora, presuroso.
Marla entornó los ojos, comprendiendo que la indiferencia de Kiara era el mayor de los desprecios que podía recibir, peor que la furia y los insultos.
—Será una gran soberana —comentó Ubanaziel, apreciativamente.
—Aprendió bien —replicó Ahriel, con sequedad—. Y eso no es algo que pueda decirse de ti, Marla. No sólo eres una vergüenza para tu pueblo, sino también para toda tu raza.
La joven no dijo nada. Permaneció con la mirada baja y la cabeza gacha.
Ubanaziel oteó el horizonte, por donde empezaba a salir el sol.
—Deberíamos marcharnos ya —hizo notar—. El palafrenero real no tardará en venir a recoger a Kiara y a Kendal, y no es conveniente que nos vea con Marla. Despídete, Ahriel, y alcemos el vuelo.
Ella estuvo de acuerdo. Se acercó a Kiara, que estaba recogiendo sus cosas, mientras Kendal, sin siquiera volverse para mirar a los ángeles, emprendía el camino ladera abajo.
—No se lo tomes en cuenta —dijo la joven reina, con suavidad—. Sufrimos mucho tiempo bajo el yugo de Marla y no le ha gustado volver a verla.
—Yo sufrí durante mucho más tiempo —replicó el ángel con cierta brusquedad—, y créeme que no ha sido fácil para mí tampoco. Pero era la única forma.
—Lo creo —asintió Kiara—. Buen vuelo, Ahriel. Ojalá encuentres lo que estás buscando.
Las dos cruzaron una larga mirada. Después, lentamente, sonrieron.
Ubanaziel se cargó a Marla a la espalda; siempre había sido una joven pequeña y no muy alta, pero en el infierno se había quedado casi en los huesos, y al ángel lo sorprendió comprobar que apenas pesaba nada. Ahriel, sin embargo, no se dejó conmover.
—Iré detrás para asegurarme de que no intentas nada raro —le advirtió.
Marla no respondió.
Finalmente, los dos ángeles alzaron el vuelo y dejaron atrás el volcán de Vol-Garios. Con Marla como guía, sobrevolaron las tierras de Saria en dirección a los límites del reino de Karish. Para su sorpresa, Ahriel descubrió que iban derechos a la capital, Karishia.
—¿Pretendes hacernos creer que la fortaleza de los Siniestros está en la ciudad? —le espetó, alzando la voz para que el viento no se llevara sus palabras.
Marla sacudió la cabeza.
—¡Ya te dije que sólo se puede llegar si ya se sabe dónde está! Y debía ser un lugar cercano al palacio. ¿Cómo, si no, habría podido ausentarme tan a menudo sin que te dieras cuenta?
Ahriel frunció los labios, recordando, molesta, los tiempos en que había creído que Marla era una pupila obediente. Todavía le costaba trabajo asimilar que hubiese podido engañarla de aquella manera. Después de que la joven reina hubiese sido absorbida por el infierno, Ahriel había registrado el palacio de arriba abajo y había encontrado en el sótano un pequeño laboratorio privado. Comprendió entonces que, mientras estuvo bajo la tutela del ángel, Marla no había podido reunirse con los hechiceros tan a menudo como habría deseado. Sin embargo, se las había arreglado para seguir practicando la magia negra allí mismo. Su osadía no conocía límites, se dijo Ahriel, irritada, al descubrir aquel pequeño refugio.
Pero era cierto que allí no podía haber celebrado reuniones con los otros sectarios sin que ella se diera cuenta. Marla tenía razón: si bien la guarida de los Siniestros no se encontraba en el palacio, tampoco podía hallarse muy lejos de él.
Sobrevolaron la ciudad, bien alto, para que no los distinguiesen desde abajo; pasaron de largo el palacio real y continuaron hacia las montañas que se alzaban un poco más allá, al otro lado de las murallas.
Era una cordillera imponente, a la que solían llamar «Las Torres de Karish», porque, vistos desde lejos, sus picos semejaban enormes torreones que vigilaran el reino. Ahriel los conocía bien. Las cuevas que se abrían en sus paredes de piedra eran refugio habitual de bandidos y malhechores, y había liderado más de una redada por allí cuando era responsable de la seguridad del reino. Naturalmente, tras la caída de Marla, y consciente de que los nigromantes necesitaban una base de operaciones, había vuelto a registrar las cuevas palmo a palmo, sin resultado.
—¿A dónde nos llevas exactamente? —le preguntó a su prisionera, con suspicacia.
Marla señaló una montaña frente a ellos: un pico escarpado cuya ladera era una pared vertical, lisa y completamente impracticable.
—¿Hacia dónde? —repitió.
—¡Hacia la montaña! —insistió ella—. ¡Allí está la entrada!
Ahriel volvió a mirar, pero no vio otra cosa que un muro de piedra. Y ya estaban cada vez más cerca.
—¡Allí no hay nada! —replicó, molesta—. ¡Ubanaziel! ¡Nos está tomando el pelo! ¡Debemos dar media vuelta, o chocaremos contra la montaña!
Pero él no respondió. Seguía volando derecho a la montaña, siguiendo las indicaciones de Marla, sin temor a colisionar contra ella. Ahriel, por el contrario, estaba cada vez más inquieta.
—¡Por ahí! —exclamó Marla—. ¡A la izquierda y todo recto!
Y Ubanaziel hizo un elegante quiebro en el aire y voló a toda velocidad hacia una muerte segura.
—¡Ubanaziel! —llamó Ahriel, tratando de frenarse en el aire. Sin embargo, el grito murió en su garganta para ser sustituido por una exclamación de asombro: el ángel y su pasajera habían desaparecido—. ¿Qué diablos...?
Intrigada y alarmada a partes iguales, Ahriel inspiró hondo, batió con fuerza las alas y voló en dirección hacia el lugar en el que había visto desaparecer a su compañero. Cerró los ojos cuando la sombra de la montaña se abatió sobre ella, cuando el choque contra la dura pared de piedra se hizo inevitable... y se encontró, de pronto, con que seguía sin atravesar nada más sólido que el aire. Abrió los ojos para descubrir, sorprendida, que estaba volando a lo largo de una enorme caverna cuya entrada no había visto en ningún momento.
—¿Qué clase de magia es ésta? —se preguntó, maravillada y recelosa al mismo tiempo.
Divisó a Marla y Ubanaziel un poco más allá. Habían aterrizado en una amplia sala que parecía una especie de recibidor, y Ahriel se posó junto a ellos.
—¿Dónde estamos? —quiso saber.
—En el refugio de la Hermandad de la Senda Infernal —respondió Marla en voz baja—. No alces la voz, Ahriel. Puede que todavía quede alguien por aquí. Recuerdo en particular a un joven acólito, muy leal, llamado Shalorak, que...
—Entendido —cortó Ahriel con brusquedad—. Iremos con cuidado. Ve delante, Marla, pero recuerda que te vigilamos de cerca.
Marla dejó escapar un suspiro muy teatral y encabezó la marcha.
Al fondo de la sala había una enorme puerta tallada con multitud de figuras de diablillos. Algunos de ellos se parecían mucho a los que Ahriel había visto en el infierno, y se estremeció. Estaba empezando a sospechar que la invocación al Devastador no había sido la primera realizada por la secta. Si tenía razón..., bueno, aquello explicaría muchas cosas.
Tras la puerta se extendía un largo pasillo que desembocaba en unas escaleras descendentes. A ambos lados del corredor había puertas cerradas que conducían a otras estancias, pero Marla no les prestó atención. También había antorchas encendidas prendidas en las paredes, que les iluminaban el camino.
—Nunca se apagan —dijo Marla en voz baja, al ver que Ahriel las miraba con recelo—. El que estén encendidas no implica necesariamente que haya alguien aquí, aunque nunca se sabe.
Bajaron por la escalera hasta llegar al nivel inmediatamente inferior. La joven los guió a través de una nueva galería, sin que toparan con nadie.
Ubanaziel arrugó la nariz y dijo:
—No me gusta este olor. Huele a demonios. Literalmente.
—Es la zona de prácticas de los acólitos —dijo Marla sin inmutarse. Abrió una de las puertas y les mostró una habitación sombría y desordenada; mucho tiempo atrás, alguien había pintado en el suelo un círculo mágico rodeado de símbolos arcanos, y sobre un pequeño altar junto a la pared reposaban todavía los restos de algunas ofrendas y de velas a medio consumir. Un olor desagradable, acre y dulzón, aún empapaba el ambiente.
—¿Practicaban para convocar demonios? —gruñó Ubanaziel; todo su buen humor parecía haberse evaporado.
Marla se encogió de hombros con indiferencia.
—Sólo diablillos —dijo—. El arte de convocar demonios mayores estaba al alcance de muy pocos en la Hermandad, y el único que lo hacía con frecuencia era Fentark, nuestro líder. Ya sabes, Ahriel, el que te puso el cepo en las alas para que no pudieras volar. Como recordarás, murió el día que invocamos al Devastador —le lanzó una mirada de soslayo al decir esto último, pero ella no se sintió en absoluto cohibida.
—Se lo había buscado —replicó, frunciendo el ceño, recordando que aquel tal Fentark había sido absorbido por el vórtice de Vol-Garios—. ¿Qué fue de él en el infierno?
—Oh, no duró mucho —respondió Marla con despreocupación—. Los demonios lo mataron pronto. No les gustan los humanos que los invocan para darles órdenes; sólo aquellos que lo hacen para obedecer sus deseos.
—Ya —gruñó Ahriel, desdeñosamente.
—Es verdad —intervino Ubanaziel—, y eso me lleva a preguntarme cómo consiguieron estos hechiceros que los demonios les facilitaran la información necesaria para ocultar este lugar, para crear Gorlian y para invocar al Devastador.
—¿Fue un demonio quien les dijo cómo hacer todo eso? —preguntó Ahriel, incrédula.
—No veo ningún otro modo. Ellos eran sólo humanos, y las cosas que hacían... era magia negra muy avanzada. Esos conocimientos se perdieron hace mucho tiempo.
—Yo no sé gran cosa al respecto —dijo Marla—. Me ofrecieron todo cuanto pedía y nunca pregunté el origen de aquel saber.
—Claro, porque nadie te enseñó nunca que los actos malvados suelen tener un origen malvado —replicó Ahriel con sarcasmo.
Marla la miró de reojo.
—Sí que te ha cambiado Gorlian —comentó—. Antes desconocías por completo el significado de la palabra «ironía».
—Apúntamelo en la larga lista de cosas que te debo.
—Basta ya, las dos —cortó Ubanaziel—. Ahriel, esa conducta no es propia de un ángel, y tú, Marla, recuerda que sigues siendo nuestra prisionera. Una salida de tono más y yo mismo me encargaré de enviarte de vuelta al infierno, ¿queda claro?
—Sí, Consejero —respondió Marla, sumisa de nuevo, bajando la mirada. Ahriel se limitó a resoplar, disgustada.
Siguieron recorriendo la galería, guiados por Marla.
—¿A dónde nos llevas, exactamente? —preguntó Ahriel, tratando de no sonar demasiado brusca.
La joven tardó un poco en responder. Después dijo en voz baja:
—Sabes que envié a Tobin a Gorlian para que te sacara de allí. Yo estaba enterada, por tanto, de que ibas a escapar, estaba todo planeado. Te vi salir del palacio junto con Tobin, Kiara y ese estúpido bardo...
—Kendal —le recordó Ahriel con aspereza.
—... Como se llame. Sabía que os dirigiríais a Vol-Garios, porque Tobin se aseguraría de que así fuese, pero existía la posibilidad de que cambiaras de idea y regresaras a buscar la esfera —la miró de reojo—. Ya sabes, por lo que dejaste atrás. De modo que, por si acaso, la mañana del día en que íbamos a invocar al Devastador vine hasta aquí y la escondí. Junto con un montón de trastos, para que no llamase la atención. Y, como no le dije a nadie dónde la había puesto, estoy convencida de que sigue aquí, donde la dejé.
Ahriel la miró un instante, luchando contra el deseo de preguntarle por su hijo. Finalmente, su orgullo fue más fuerte, y se limitó a decir:
—Pues llévanos hasta allí. Si dices la verdad...
La interrumpió, de pronto, una salva de gruñidos y aullidos que parecían proceder de las entrañas de la tierra. Ubanaziel dio un salto atrás y desenvainó la espada en un acto reflejo.
—¿Qué es eso?
Ahriel frunció el ceño.
—No puede ser —dijo—. Suena como...