Alas negras (14 page)

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Authors: Laura Gallego García

BOOK: Alas negras
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—¿Un bebé? ¿Un bebé ángel?

—Nooo, un niño ángel sabría cuidar de sí mismo...

—¿Un niño humano, pues?

—Nooo, un niño humano no preocuparía tanto a un par de ángeles...

Ahriel cerró los ojos un momento. De alguna manera, los diablillos estaban hurgando en su mente y en su corazón, extrayendo recuerdos, ideas, o tal vez sólo sentimientos... Pero ¿por qué la molestaba tanto que lo hicieran? ¿Por qué le dolía que hablaran del tema? Ella ya conocía su propia historia; no le estaban descubriendo nada que no supiera ya. Y, sin embargo...

... Sin embargo, le dolía. Comprendió entonces que aquello era lo que trataba de evitar Ubanaziel. «Es mi vida», pensó Ahriel. «Sé por qué estoy haciendo lo que hago, y sé por qué sucedió todo aquello. No tengo razones para ocultarlo ni para avergonzarme de ello.»

De modo que decidió que ya había aguantado bastante; que ya era hora de asumir quién era. Se plantó frente al último demonio que había hablado, sobresaltándolo, y lo miró a los ojos:

—Busco a mi hijo —declaró, con calma—. En realidad, busco a la única persona que puede decirme dónde encontrarlo. Mi hijo no es del todo ángel, pero tampoco es del todo humano. Lo abandoné una vez, y estoy dispuesta a recuperarlo. Y mataré a todo aquel que se interponga en mi camino. ¿Tienes algo más que añadir?

El diablillo siseó, incómodo, pero no tardó en esbozar una sonrisa maliciosa.

—¿Medio humano? ¿Qué clase de ángel tendría un hijo medio humano?

Ahriel entornó los ojos.

—Yo —respondió—. ¿Algún problema?

Desenvainó la espada y la clavó en el suelo, frente a él. El demonio retrocedió, alarmado, pero aún se atrevió a decir:

—Naturalmente, un ángel valiente y compasivo... salvarás del infierno a tu informante, ¿no?

Una fugaz visión de Marla iluminó los recuerdos de Ahriel, pero ella respiró hondo y dijo solamente:

—No. Está aquí porque es el camino que ella eligió. Ya hice todo lo que estuvo en mi poder para salvarla, pero ella decidió conscientemente qué hacer con su vida. Y ahora carga con las consecuencias. No es culpa mía. ¿O insinúas, acaso, que debería sentirme culpable?

Ahriel no había alzado la voz, pero había un indudable matiz de amenaza en sus palabras. El diablillo abrió la boca, pero no encontró nada más que decir. Ella giró en redondo, abarcando a todos los demonios con la mirada.

—¿Alguien tiene algo más que decir? Algo que yo no sepa, para variar —esperó, pero, aparte de algunos gruñidos y siseos furiosos, no obtuvo respuesta—. Es lo que sospechaba —asintió—. Os recomiendo, entonces, que no os molestéis en gastar saliva. Lo que he venido a hacer al infierno no os concierne a vosotros, y estáis empezando a aburrirme con vuestros lloriqueos. ¿Me he expresado bien?

Nuevos murmullos y bufidos. Ahriel asintió de nuevo, satisfecha, y se volvió hacia Ubanaziel.

—Podemos continuar —dijo.

Para su sorpresa, el Consejero sonreía.

—Bien, Ahriel —aprobó—. Esto es exactamente lo que quería que hicieras. Espero que seas capaz de guardar una buena parte de ese aplomo para cuando hablemos con Furlaag. Y ahora —añadió—, es hora de volar, por fin.

Ella reprimió un suspiro de alivio. Sentía que había superado alguna especie de prueba, pero, en el fondo, no le parecía tan complicado plantar cara a los diablillos ahora que Ubanaziel conocía su secreto. Y, aunque no lo dijo, temía tener que volver a hablar del tema delante de un demonio poderoso como Furlaag... y delante de Marla.

Se esforzó por recordarse a sí misma que lo que le había dicho al diablillo no era ningún farol. Había vivido largos años en Gorlian y no sentía ninguna pena por Marla. Al menos, no por la Marla a la que ella misma había arrojado al infierno. Pero, por alguna razón, aquel lugar tenía la virtud de despertar sus más profundos recuerdos, y no podía evitar verla en su mente cuando era una niña, inocente aún. Sacudió la cabeza, desplegó las alas y emprendió el vuelo, siguiendo a Ubanaziel.

Los ángeles se zambulleron en la luz rojiza de aquel extraño mundo, abandonando la planicie agrietada y los centenares de diablillos que los observaban con odio desde las simas. Volaron hacia el horizonte, en la dirección que les había indicado el demonio del desfiladero. Dejaron atrás la llanura, y también un impresionante abismo que parecía insondable. Durante su vuelo no vieron poblaciones de ningún tipo, ni siquiera construcciones aisladas. Cuando Ahriel le preguntó a Ubanaziel si los demonios no levantaban ciudades, éste le respondió que eran criaturas tan violentas que terminaban por arrasar cualquier cosa que hubiesen construido antes, por lo que ya no se molestaban en hacerlo.

Finalmente, poco antes de llegar a una cadena de montañas semejante a un montón de huesos gigantescos, Ubanaziel comenzó a planear en círculos. Ahriel lo imitó, y poco después, ambos aterrizaban de nuevo.

—Si nos fiamos de las indicaciones del diablillo —dijo el Consejero—, debemos de estar llegando a nuestro destino.

Ahriel echó un vistazo. Frente a ellos se abría un camino bordeado por altísimas rocas puntiagudas similares a enormes colmillos. Lo que había al fondo se perdía en una misteriosa neblina del color de la sangre.

—Muy acogedor —comentó, pero Ubanaziel le dirigió una mirada severa.

—No vamos de excursión, Ahriel.

—Ya lo sé —replicó ella, frunciendo el ceño—. Ésta es la guarida de Furlaag, ¿no? Pues encontremos a Marla y salgamos de aquí de una vez.

—Paciencia. No lo eches todo a perder. Y recuerda...

—Sí, lo sé: que te deje hablar a ti.

Con un suspiro exasperado, Ahriel enfiló el camino, dejando atrás a Ubanaziel. El Consejero le dirigió una mirada inquisitiva, pero la siguió.

Se adentraron en la bruma rojiza y siguieron la senda, en medio de un inquietante silencio. A medida que avanzaban, el ambiente se volvía cada vez más opresivo. Aquella sensación de maldad se hacía más y más intensa, como si estuviera concentrada en el lugar que los aguardaba al final del camino. Y, cuando Ahriel empezaba a temer que acabaría por estallar de la tensión, el sendero los condujo hasta una inmensa hondonada. Arrugó la nariz, con disgusto. El infierno entero tenía un leve olor acre, que no llegaba a ser del todo desagradable. Pero en aquel lugar en concreto, el hedor se intensificaba hasta volverse casi insoportable. El olor de los demonios, pensó; y entonces la niebla se abrió lo bastante como para que los ángeles pudieran distinguir dos cosas: en primer lugar que, a su alrededor, las paredes rocosas formaban multitud de salientes sobre los que se acomodaban docenas de demonios, no diablillos, sino demonios de verdad, que los observaban con la mirada cargada de maldad; y, en segundo lugar, que al fondo, sentado en un trono de piedra, los aguardaba una criatura antigua y poderosa, cuya astucia y crueldad superaban a todo cuanto Ahriel había conocido hasta entonces, incluyendo a los sectarios, a los prisioneros de Gorlian, a los engendros y a la propia Marla.

Cuando se levantó del trono, Ahriel comprobó que, a diferencia del Devastador, los contornos de aquel demonio estaban perfectamente definidos. No era simplemente una sombra; era real, y exhibía una poderosa musculatura y una larga cola, unos ojos amarillos que relucían como llamas, dos cuernos combados y un par de enormes alas negras. Cuando les sonrió, enseñó todos los dientes en una mueca sarcástica y feroz.

Furlaag.

Ahriel lanzó una mirada a su compañero, inquieta. Los demonios no estaban allí reunidos por casualidad. Los estaban aguardando. Y, por buenos combatientes que fueran, los dos ángeles no podrían salir vivos de aquella asamblea si ellos decidían atacarlos todos a la vez.

Pero Ubanaziel permanecía sereno, ignorando los murmullos y risas de los demonios, y aquella sensación de malevolencia pura que rezumaba de ellos. Sólo tenía ojos para Furlaag, que volvió a sonreír y dijo:

—Dos ángeles nos honran con su presencia. Qué grata sorpresa.

Los demonios rieron. Ahriel tenía la molesta impresión de que estaban aguardando a que se iniciara alguna clase de espectáculo, en el cual ellos eran la principal atracción. Y hubo otra cosa que no le gustó nada: que, a diferencia del Devastador, un demonio fuerte y poderoso, pero con pocas luces, aquel Furlaag parecía inteligente... y Ahriel sabía que los enemigos inteligentes eran los más peligrosos.

—No es necesario que finjas sorprenderte, Furlaag —dijo Ubanaziel, con calma—. Ya sabías que veníamos. Y también sabes por qué.

Furlaag volvió a acomodarse en el trono.

—Ah, vaya. No te andas con rodeos, ¿eh? No nos conocemos, pero he oído hablar de ti... Ubanaziel, el Guerrero de Ébano. ¿No fuiste tú quien derrotó a mi hermano Vartak?

Ahriel entornó los ojos, pero procuró que aquélla fuera su única reacción. Por dentro, sin embargo, comenzaba a estar molesta. Ubanaziel había insistido mucho en conocer los detalles de su pasado y de su búsqueda, pero le había ocultado su propia historia. No obstante, permaneció callada, aguardando su respuesta.

El Consejero se encogió levemente de hombros.

—Es posible —dijo—. Ha pasado mucho tiempo.

—Pero aquí te recordamos, Ubanaziel. El único ángel que vino al infierno y regresó a su mundo para contarlo. ¿Tienes intención de repetir la hazaña?

—No he venido a pelear, Furlaag —declaró él, y sus palabras provocaron un estruendoso coro de carcajadas entre el auditorio—. Estamos buscando a alguien, aunque me imagino que ya estás enterado.

—Ah, sí —sonrió el demonio—. Las noticias circulan deprisa en el infierno. Por eso me he tomado la libertad de sacar a mi esclava del foso a donde la había arrojado —mientras hablaba, hizo una seña con una de sus largas garras, y una figura desgarbada se precipitó hacia ellos, surgiendo de las entrañas de la niebla roja. Dio un par de pasos torpes antes de tropezar y caer de bruces ante los ángeles. Logró arrastrarse hasta los pies de Ahriel antes de que ella la reconociera.

Era Marla.

O, mejor dicho, era apenas una sombra de lo que había sido Marla. Estaba escuálida, y su indomable pelo rojo caía ahora, en mechones lacios y mugrientos, sobre su rostro pálido y demacrado, marcado por oscuras ojeras. Su cuerpo temblaba bajo los harapos, y sus pies descalzos estaban sucios y cubiertos de cortes y llagas.

La que antaño había sido la orgullosa reina de una gran nación parecía ahora la más miserable de las pordioseras.

Ahriel se esforzó por no sentir compasión. Sin embargo, cuando Marla alzó la mirada hacia ella, una mirada repleta de terror y angustia, sintió que algo le oprimía el corazón.

—Ahriel —gimió—. Ahriel, ¿eres tú? ¿Has venido a rescatarme?

Su voz sonaba esperanzada y a la vez incrédula, como si los ángeles fueran sólo un hermoso sueño, una visión creada por los demonios para atormentarla y que se desvanecería en cuanto volviera a mirarla. Por eso, tal vez, alargó unas manos sucias y temblorosas hacia ella y se aferró a sus tobillos.

—Ahriel —repitió, maravillada al ver que era real, y empezó a sollozar incontrolablemente.

El ángel no respondió. Se limitó a apartar la mirada de ella, tratando de parecer indiferente. Recordó los largos años en Gorlian, su propio miedo, su angustia, mientras se arrastraba por el fango de la Ciénaga, huyendo de los engendros, mutilada, incapaz de volar, menos que un ángel y poco más que una humana. Recordó la muerte de Bran, la guerra por el control de Gorlian, y que Marla había estado contemplando todo aquello desde la comodidad de su palacio en Karishia, obviamente disfrutando con el sufrimiento ajeno.

—Es ésta la humana a la que habíais venido a buscar, ¿no es verdad? —dijo Furlaag, con una larga sonrisa—. Es una de mis esclavas favoritas. La que mejor chilla cuando la torturamos —añadió, y se rió a carcajadas.

Ahriel no pudo evitar volver a mirar a Marla, y leyó en sus ojos un terror tan profundo que necesitó de toda su fuerza de voluntad para alzar la cabeza y permanecer impasible.

—Tenemos escasez de humanos en el infierno —prosiguió el demonio—, así que, mientras no nos mandéis más, nos contentamos con los que hay, y cuando se mueren se nos acaba la diversión. Por eso intentamos que nos duren. Esta está bastante deteriorada, pero aún vivirá mucho tiempo, porque es joven y fuerte. Comprenderéis —añadió— que no estoy dispuesto a deshacerme de ella, sin más.

—No será necesario —respondió Ubanaziel—. Sólo hemos venido a hacerle un par de preguntas. Después, nos marcharemos y podrás quedártela.

Furlaag se rió de nuevo.

—Y yo que pensaba que los ángeles erais bondadosos y compasivos —comentó—. Cuánto han cambiado las cosas desde la última vez que visité vuestro mundo. Sin embargo, aquí no estamos del todo aislados. Había oído decir que esta humana en concreto fue educada por ángeles. Por un ángel en particular —añadió, y clavó la mirada de sus ojos ocres en Ahriel—. Me resulta difícil creer que estés dispuesta a abandonarla a su suerte. Cualquiera habría pensado que pasar diecisiete años velando por ella habría hecho nacer algún tipo de afecto en tu corazón de piedra, ángel. Pero, claro, yo soy sólo un demonio y no soy quién para hablar de afecto, ¿verdad?

Ahriel se estremeció interiormente, pero no habló, ni tampoco desvió la mirada.

—Se actuó con justicia —respondió Ubanaziel—. La humana está donde debe estar. Además, si tuviésemos que llevárnosla, lucharíamos por ella, y alguien podría salir herido —añadió, con calma; pero Ahriel detectó un leve tono de amenaza en sus palabras.

Furlaag se encogió de hombros.

—Sigue siendo mi esclava y necesitaréis mi permiso para hablar con ella —y tiró de una cadena invisible que obligó a Marla a echarse hacia atrás, con brusquedad; la joven abrió los ojos y manoteó, desesperada, pero menos de un instante después ya caía como un fardo a los pies del demonio, que hundió sus largas uñas en su cabello desgreñado. Ahriel respiró hondo cuando vio los hombros de Marla sacudidos por un sollozo.

Ubanaziel enarcó una ceja.

—Sólo vamos a hacerle un par de preguntas.

—No trates de engañarme, ángel. La información que buscas es importante. De lo contrario, no habrías venido al mismo infierno a buscarla. Sé muy bien cuál es la política de los tuyos con respecto a este lugar y a los de nuestra especie. Si tan valioso es lo que esta humana puede contaros... tan valioso como para cruzar el infierno por ello... entonces yo también quiero mi parte.

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