Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman
—¿Qué? ¿Con esas imágenes? ¡Desde luego que no, Seoría! —Protestó Limbeck—. No estoy seguro de qué son, pero si me dieras la oportunidad de estudiarlas...
—Mañana por la mañana —lo interrumpió el survisor— serás obligado a recorrer los Peldaños de Terrel Fen. ¡Que los dictores tengan piedad de tu alma!
Cojeando, frotándose el trasero insensible con una mano y llevándose la otra a la dolorida cabeza, Darral Estibador dio media vuelta en redondo y abandonó la Factría.
WOMBE, DREVLIN,
REINO INFERIOR
—Visita —anunció el carcelero al otro lado de los barrotes.
—¿Qué? —Limbeck se incorporó hasta quedar sentado en el catre.
—Tienes visita. Tú hermana. Vamos.
Las llaves tintinearon. Hubo un chasquido en la cerradura y la puerta se abrió bruscamente. Limbeck, sorprendido y muy confuso, se levantó del catre y siguió al carcelero a la sala de visitas. Por lo que sabía, no tenía ninguna hermana. Era cierto que llevaba varios años ausente de su casa y que no sabía gran cosa de cómo crecían los niños, pero tenía la vaga impresión de que un bebé tardaba un tiempo considerable en nacer, y luego en caminar y crecer lo suficiente como para visitar a un hermano en la cárcel.
Estaba realizando los cálculos necesarios para determinarlo cuando llegó a la sala de visitas, donde una mujer joven se echó sobre él con tal fuerza que casi lo derriba.
—¡Mi querido hermano! —exclamó, pasándole los brazos en torno al cuello y besándolo con más afecto del que normalmente se exhibe entre hermanos.
—Tenéis hasta el toque de silbato del próximo cambio de turno —dijo el carcelero en tono aburrido antes de cerrar la puerta y la aldaba.
—¿Jarre? —murmuró Limbeck, parpadeando en dirección a ella, pues se había dejado las gafas en la celda.
—¡Por supuesto! —respondió Jarre, abrazándolo con fuerza—. ¿Quién creías que podía ser, si no?
—No..., no estaba seguro —balbuceó Limbeck. Tenía una alegría tremenda de ver a Jarre, pero no podía evitar un leve sentimiento de decepción ante la pérdida de una hermana. Era como si la familia pudiera representar un consuelo en un trance como aquél—. ¿Cómo has llegado aquí?
—Odwin Aflojatornillos tiene un cuñado que se ocupa de uno de los viajes de la centella rodante y me ha dejado subir. ¿No te puso furioso —continuó, aflojando su abrazo— ver expuesta ante tus propios ojos la esclavitud de tu pueblo?
—Sí, desde luego —respondió Limbeck. No le sorprendió comprobar que Jarre había experimentado las mismas sensaciones y los mismos pensamientos que habían ocupado su cabeza durante el viaje en la centella a través de Drevlin. Aquello sucedía a menudo entre ellos.
Jarre se apartó de él y desenrolló lentamente la gruesa bufanda que le envolvía la cabeza. Limbeck no estaba seguro (sin gafas, el rostro de Jarre era apenas una mancha borrosa) pero tuvo la sensación de que lo miraba con expresión preocupada. Desde luego, podía deberse al hecho de que lo hubieran condenado a muerte, pero Limbeck no lo creía pues Jarre solía tomarse aquellos asuntos sin alterarse. Se trataba de algo diferente, más profundo.
—¿Qué tal está la Unión? —preguntó.
Jarre suspiró. Ahora sí vamos a algún sitio, se dijo Limbeck.
—¡Oh, Limbeck! —Exclamó ella, entre irritada y pesarosa—, ¿por qué tuviste que ir contando esos cuentos ridículos en el juicio?
—¿Cuentos? —Las cejas tupidas de Limbeck se levantaron hasta las raíces de sus cabellos rizados—. ¿Qué cuentos?
—Ya sabes... Eso de los welfos muertos y de los libros con imágenes del cielo...
—Entonces, ¿los cantores de noticias lo han cantado? —A Limbeck le brilló la cara de placer.
—¿Cantarlas? —Jarre apretó las manos—. ¡Las han gritado en cada cambio de truno! No hemos oído otra cosa que esos cuentos...
—¿Por qué insistes en llamarlos así? —Entonces, de pronto, Limbeck lo comprendió—. Tú no los tomas en serio, ¿verdad? ¡Lo que conté en el tribunal es cierto, Jarre! Lo juro por...
—No lo jures por nadie —lo cortó Jarre con frialdad—. Nosotros no creemos en dioses, ¿recuerdas?
—Lo juro por el amor que te tengo, querida mía —declaró Limbeck—. Todo lo que dije ahí es verdad. Todas esas cosas me sucedieron realmente. Fue esa visión y lo que me reveló, el conocimiento de que los welfos no son dioses, sino mortales como nosotros, lo que me inspiró a fundar nuestra Unión. Es el recuerdo de ese suceso lo que me da el valor para afrontar lo que me espera —añadió con una serena dignidad que conmovió el corazón de Jarre.
Sollozando, se arrojó de nuevo en sus brazos.
Limbeck le dio unas suaves palmaditas en su robusta espalda y le preguntó dulcemente:
—¿He perjudicado mucho a la causa?
—No... —musitó Jarre con voz ahogada, sin levantar la cara de la túnica, ahora empapada de lágrimas—. En realidad..., hum... Verás, querido, hicimos..., hum..., hicimos correr la voz de las torturas y penalidades que has padecido a manos del poder brutal e imperialista...
—Pero no me han torturado. Han sido realmente amables conmigo, querida.
—¡Oh, Limbeck! —exclamó Jarre, apartándose de él con gesto de exasperación—. ¡No tienes remedio!
—Lo siento.
—Ahora, escúchame —continuó ella rápidamente, mientras se secaba las lágrimas—. No tenemos mucho tiempo. De momento, lo más importante para nosotros es tu ejecución. No se te ocurra estropear esa escena. No se te ocurra —repitió, levantando el índice en gesto de advertencia— volver a hablar de welfos muertos y cosas así.
Limbeck emitió un suspiro.
—No lo haré —prometió.
—Ahora eres un mártir de la causa, no lo olvides. Y, por el bien de la causa, debes tratar de representar tu papel. —Jarre estudió la robusta figura de Limbeck con una mirada de desaprobación—. Pero me da la impresión de que incluso has aumentado de peso.
—Es que la comida de la cárcel es verdaderamente...
—En un momento así, deberías pensar en algo más que en ti mismo —lo reprendió Jarre—. Sólo te queda esta noche y supongo que no podrás adquirir un aspecto demacrado en ese tiempo, pero haz todo lo que puedas. ¿Serías capaz de aparecer ensangrentado?
—No lo creo —respondió Limbeck apenado, consciente de sus limitaciones.
—Bueno, tendremos que hacer lo que podamos —suspiró Jarre—. Hagas lo que hagas, intenta al menos parecer martirizado.
—No estoy seguro de cómo.
—¡Ah!, ya sabes: muéstrate valiente, digno, desafiante y clemente.
—¿Todo a la vez?
—Perdonar a tus verdugos es muy importante. Incluso puedes decir algo al respecto mientras te estén atando al pájaro rayo.
—Perdonar a los verdugos —murmuró Limbeck, confiando el detalle a su memoria.
—Y deberías lanzar un grito final de desafío cuando te empujen al vacío. Algo así como, « ¡Viva siempre la UAPP...! ¡No nos vencerán!». Y anuncia tu regreso, por supuesto.
—Desafío. Viva siempre la UAPP. Mi regreso. —Limbeck la miró con sus ojos miopes—. ¿Regresar? ¿Voy a hacerlo?
—¡Por supuesto! He dicho que te sacaríamos de ésta, y hablaba en serio. No habrás pensado que dejaríamos que te ejecuten, ¿verdad?
—Bueno, yo...
—Eres un tonto —murmuró Jarre, revolviéndole los cabellos con un gesto festivo—. Bueno, ya sabes cómo funciona ese pájaro mecánico...
Sonó el silbato y su aullido resonó por la ciudad.
—¡Tiempo! —gritó el carcelero, apretando su rostro obeso contra los barrotes de la puerta de la sala de visitas. Se oyó el tintineo de la llave al introducirse en la cerradura.
Jarre, con una mueca de enfado en el rostro, se acercó a la puerta y miró al hombre desde el otro lado de los barrotes.
—Danos unos minutos más.
El carcelero frunció el entrecejo. Jarre le mostró su puño, de aspecto formidable, y añadió, amenazadora:
—Recuerda que, al final, tendrás que abrirme...
El hombre murmuró algo ininteligible y se alejó.
—Bien, ¿dónde estábamos? —dijo Jarre, dando la espalda a la puerta—. ¡Ah, sí! Este artilugio que llaman «pájaro». Según dice Lof Letri...
—¿Qué sabe ése del asunto? —inquirió Limbeck, celoso.
—Lof pertenece al truno de los Letricistas —replicó Jarre con tono orgulloso—, que se ocupan de dirigir los pájaros rayo encargados de recoger letricidad para la Tumpa-chumpa. Según él, van a colocarte encima de lo que parecen dos alas gigantes fabricadas con madera y plumas de tiero, enganchadas a un cable. Te atarán al artefacto y luego te soltarán en el vacío sobre los Peldaños de Terrel Fen. Te encontrarás flotando en plena tormenta y recibirás el impacto del granizo, la lluvia intensa y la aguanieve...
—¿Y los rayos? —preguntó Limbeck con nerviosismo.
—No hay rayos —respondió Jarre, tranquilizadora.
—Pero los llaman «pájaros rayo»...
—No es más que un nombre.
—Pero, cargado con mi peso, ¿no se hundirá en lugar de remontar los aires?
—¡Por supuesto! ¿Quieres dejar de interrumpirme?
—Sí —respondió Limbeck débilmente.
—El artefacto romperá el cable y empezará a caer. Al fin, acabará por estrellarse en alguna de las islas de Terrel Fen...
—¿De veras? —Limbeck palideció.
—Sí, pero no te preocupes. Según Lof, es casi seguro que el armazón principal resistirá el impacto. Es muy fuerte. La Tumpa-chumpa produce los listones de madera.
—¿Por qué lo hará? —Musitó Limbeck—. ¿Por qué habrá de hacer listones de madera la Tumpa-chumpa?
—¿Y cómo voy a saberlo? —gritó Jarre—. En cualquier caso, ¿qué importa eso ahora? Préstame atención, Limbeck.
Con ambas manos, agarró las trenzas de la barba de éste y tiró de ellas hasta que le hizo saltar las lágrimas. La experiencia le había enseñado que aquél era un buen método para borrar de la mente de Limbeck aquellas ociosas especulaciones.
—Como digo, irás a parar a una de las islas de Terrel Fen. Esas islas están siendo excavadas por la Tumpa-chumpa en busca de minerales. Cuando las garras excavadoras desciendan para cargar el mineral bruto, deberás colocar una señal en una de ellas. Los nuestros estarán a la espera y, cuando vuelva la pala, veremos tu marca y sabremos en qué isla estás.
—¡Es un plan magnífico, querida mía! —Limbeck le dedicó una sonrisa de admiración.
—Gracias. —Jarre se ruborizó de placer—. Lo único que debes hacer es apartarte de las garras excavadoras para que no te alcancen mientras trabajan.
—Sí, estaré atento a eso.
—La siguiente vez que desciendan las excavadoras, nos aseguramos de que bajen un manipulador. —Al advertir que Limbeck parecía desconcertado, Jarre le explicó pacientemente—: Ya sabes, una de esas garras con una burbuja incorporada en la que los gegs descienden a las islas para liberar las palas atascadas.
—¿Es así como lo hacen? —se asombró Limbeck.
—¡Ah, ojalá hubieras servido alguna vez a la Tumpa-chumpa! —dijo Jarre, tirándole de la barba con gesto de irritación—. ¡Oh, querido, lo siento! No quería hacerlo... —Lo cubrió de besos y le frotó las mejillas para aliviar el dolor—. No te va a suceder nada, recuérdalo. Cuando te subamos, fingiremos que has sido declarado inocente. Será evidente que los dictores están de tu lado y que, por tanto, apoyan nuestra causa. ¡Seguro que los gegs se unirán a nosotros a montones! ¡Y llegará por fin el día de la revolución!
A Jarre le brillaban los ojos y Limbeck se sintió llevar por su entusiasmo.
—¡Sí! ¡Estupendo!
El carcelero introdujo la nariz entre los barrotes y carraspeó.
—¡Está bien, yo voy! —Jarre se envolvió de nuevo la cabeza con la bufanda. Ya con ella puesta, y con cierta dificultad, besó a Limbeck por última vez, dejando un rastro de pelusa en su boca. El carcelero abrió la puerta.
—Recuerda —susurró Jarre en tono misterioso—, martirizado.
—Sí, martirizado —asintió Limbeck de buen grado.
—¡Y no sigas con tus cuentos sobre dioses muertos!
Esto último lo cuchicheó Jarre en un tono desgarrador mientras el carcelero le daba prisa para que saliera.
—¡No son cuentos...! —empezó a replicar Limbeck, pero se interrumpió con un suspiro. Jarre ya había desaparecido.
WOMBE, DREVLIN,
REINO INFERIOR
Los gegs, un pueblo muy pacífico y bonachón, no habían librado una sola guerra en toda su historia (hasta donde podían recordar). Quitarle la vida a otro geg era algo insólito, impensable, inimaginable. Únicamente la Tumpa-chumpa tenía derecho a matar a un geg, y ello sucedía casi siempre por accidente. Y, aunque los gegs tenían establecida en sus códigos legales la ejecución como castigo para ciertos crímenes terribles, eran incapaces de dar muerte a uno de sus semejantes con sus propias manos. Así pues, dejaban que se encargaran de ello los dictores, que no estaban presentes para protestar. Si los dictores decidían que el condenado viviera, se ocuparían de que así fuera. En caso contrario, no lo volverían a ver en Drevlin.