Read Al servicio secreto de Su Majestad Online
Authors: Ian Fleming
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco
Pero no. A estas alturas la Universal era una tapadera completamente inservible, un cartucho quemado. Los profesionales —los miembros de las organizaciones criminales y de los servicios secretos— estaban perfectamente enterados de lo que se escondía tras esta pantalla. Y no cabía duda de que Blofeld estaba también en el secreto. Toda tentativa de salvar a Campbell hubiera arrastrado también a Bond a la perdición. No había tenido más remedio que abandonarlo a los lobos. Si Campbell llegara a recobrar el perfecto uso de sus facultades mentales antes de que los otros empezaran a interrogarlo, se daría perfecta cuenta de que Bond se encontraba allí para un fin determinado y de que si había fingido no conocerlo, tal fingimiento tendría que ser de una importancia vital para el Servicio Secreto. ¿Cuánto tiempo podría conservar Campbell la resistencia y la energía necesarias para cubrir a Bond? Unas horas, a lo sumo. ¿Y cuánto duraría la tormenta de nieve? Con un tiempo tan malo, Bond no podía ni pensar en fugarse de allí. Si la tormenta cesara, aún le quedaría una posibilidad de éxito. Y aunque esta posibilidad era pequeñísima, siempre sería mejor que la otra alternativa —la única— que le quedaba si Campbell llegara a cantar: una muerte horrible en la pista de bob.
Bond pasó revista mentalmente a las armas de que disponía: sólo tenía sus manos, sus pies y… su reloj, un pesado Rolex Oyster Perpetual con pulsera metálica extensible. Bien manejados, el reloj y la pulsera podrían convertirse en una terrible arma contundente. Por otra parte, ¿habría algún dato revelador, alguna prueba documental que procurarse antes de emprender la fuga…? Ah…, ¡sí! Tenía que conseguir que Ruby le facilitara los apellidos y las direcciones de sus compañeras. Por la razón que fuese, sabía que estos datos eran de una importancia vital. Con la cabeza llena de proyectos, Bond salió del cuarto de baño y volvió a su dormitorio. Se sentó a la mesa y reanudó su trabajo, empezando una nueva página sobre la genealogía del Conde. Tenía que cuidar mucho las apariencias, para seguir engañando a aquel ojo secreto que le vigilaba desde el techo.
Hacia las doce y media del día, Bond oyó que alguien giraba con suavidad el pomo de la puerta… Ruby entró sigilosamente y, llevándose un dedo a los labios, echó a andar muy arrimada a la pared y desapareció en el cuarto de baño. Tranquilamente, de la manera más natural, Bond dejó la pluma en la mesa, se levantó, se desperezó, dio unos pasos como para estirar las piernas y siguió a la muchacha.
Ruby tenía los ojos azules muy abiertos y asustados.
—Estás en una situación comprometida —susurró con acento apremiante—. ¿Qué has hecho?
—Nada —contestó Bond inocentemente—. ¿Qué pasa, pues?
—Nos han dicho a todas que no volviéramos a hablar más contigo, a no ser en presencia de Irma Bunt —se mordió nerviosamente los nudillos—. ¿Crees que se habrán enterado de lo nuestro?
—Imposible —contestó Bond con aplomo y en tono de absoluta convicción—. Me parece que ya sé de lo que se trata. —«Otra mentira para tranquilizarla, pero perfectamente justificada», pensó—. Esta mañana me dijo el Conde que yo estaba ejerciendo sobre vosotras una influencia perturbadora, incompatible con los tratamientos, que prefería que me mantuviera más aislado y me ocupara más de mis asuntos. No es más que eso, estoy seguro. Y es una verdadera lástima, porque todas las chicas de este sanatorio (y no hablemos de ti, que eres para mí algo muy especial) sois de lo más encantadoras y simpáticas. Por eso mismo, hubiera tenido un gran placer en poder ayudaros.
—¿Qué quieres decir con eso de ayudarnos?
—Me refiero a la cuestión de vuestros apellidos. Estoy seguro de que a todas vosotras os gustaría que hiciera investigaciones en este sentido. A todo el mundo le interesa muchísimo conocer el origen de su apellido, su significado, su importancia y todo eso —se encogió de hombros—. Bueno, de todas formas, he decidido mandarlo todo a paseo. No puedo soportar que me estén dando órdenes continuamente. Pero te diré lo que voy a hacer. Si me das los apellidos de las chicas, por lo menos los que tú conozcas, haré un estudio de cada uno de ellos y os enviaré el resultado cuando hayáis regresado a Inglaterra. A propósito, ¿cuánto tiempo vais a estar aquí todavía?
—No lo sabemos con exactitud, pero según nos han dicho nos queda una semana aproximadamente. Para esa fecha llegará un nuevo grupo de chicas.
—Bien. Volviendo a la cuestión de esos apellidos, ¿no crees tú, Ruby, que sería muy halagüeño para tus compañeras?
—¡Oh, les haría una ilusión tremenda! Ten en cuenta que yo las conozco a todas. Hemos imaginado todos los medios y procedimientos posibles para contarnos mutuamente nuestros secretos. Pero no podrás retenerlos en la memoria. ¿Tienes dónde tomar nota?
—Mira… ¡Aquí mismo!
Rasgó una tira de papel higiénico en varios trozos y sacó del bolsillo un lápiz.
—¡Ya estoy listo!
Ella rió quedamente y continuó, siempre en voz baja:
—Empiezo… Bueno, mi nombre y apellido ya los conoces. Luego tenemos a Elizabeth MacKinnon. Es de Aberdeen. Después está Beryl Morgan, de un lugar de la región de Herefordshire. Pearl Tampion es de Devonshire… Todas estas chicas detestaban las vacas. Pues bien, ¡ahora no comen más que bistecs! ¿Lo hubieras creído posible? Realmente hay que reconocer que el Conde es un hombre extraordinario.
—Sí que lo es.
Prosiguió la enumeración hasta que Bond hubo anotado los datos personales de las diez muchachas.
—Y… ¿qué sabes de Polly, la chica que marchó de aquí en el mes de noviembre?
—¿Polly Tasker? Ah, sí, ésa era de East Anglia. Pero no recuerdo de qué punto o localidad… Hilary —añadió echándole el brazo al cuello—, ¿verdad que te volveré a ver? Dime que sí.
Bond la atrajó hacia sí con fuerza y la besó.
—¡Pues claro que sí, Ruby! Siempre que lo desees, podrás encontrarme en el College of Arms, calle Reina Victoria. Envíame una tarjeta postal cuando regreses a Inglaterra.
—¡Sí que te escribiré! —exclamó ella con fervor. Consultó su reloj—. ¡Huy, Dios! Tengo que salir a toda prisa. Sólo faltan diez minutos para el almuerzo. A esta hora no debe andar nadie por aquí. Suelen almorzar entre las doce y la una.
Bond volvió a utilizar su truco para abrir la puerta y Ruby desapareció. El agente exhaló un profundo suspiro, se acercó a la ventana y contempló el paisaje: la nieve caía en violentos remolinos. «¡Dios quiera que para esta noche haya cesado de nevar!», invocó. Ahora tenía que pensar en su equipo. ¿Qué necesitaría llevar? Ah, sí: unas gafas protectoras contra la nieve. Tenía que conseguirlas a la hora del almuerzo. Bond entró de nuevo en el cuarto de baño y se restregó los ojos con jabón. Aquello le produjo un tremendo escozor, como si tuviera fuego, pero después de este brutal tratamiento sus ojos de color gris azulado quedaron inyectados en sangre de una manera que parecía real. Satisfecho del resultado obtenido, pulsó el timbre para que el cancerbero le abriera la puerta y se encaminó, pensativo, al restaurante.
Al trasponer la puerta batiente, se produjo en la sala un repentino silencio. Todos los ojos le siguieron disimuladamente mientras cruzaba el local, y sus saludos sólo obtuvieron respuestas apagadas. Bond ocupó su asiento acostumbrado, entre Ruby y
Fräulein
Bunt. Fingiendo no haber advertido la glacial acogida que le dispensaron, castañeteó los dedos para llamar al camarero y pidió su habitual vodka doble con martini seco; se lo bebió en dos tragos y luego se volvió hacia Irma Bunt:
—¿Tendría la gentileza de hacerme un gran favor? —preguntó, sonriente, mirando a Irma a los ojos: aquellos ojos ambarinos llenos ahora de desconfianza.
—Sí, Sir Hilary. ¿De qué se trata?
Bond se señaló con el dedo los ojos, todavía lagrimeantes.
—Tengo una inflamación en los ojos. Una conjuntivitis, supongo. Tal vez consecuencia de la terrible reverberación solar de estas alturas, unida a todo este fatigoso trabajo de pluma… ¿No podría usted agenciarme unas gafas de alpinista? Sólo a título de préstamo por uno o dos días, hasta que los ojos se me habitúen a la luz.
—Sí que podremos proporcionárselas. Yo misma me encargaré de que se las lleven a su habitación.
—Y otra cosa más, ya que es usted tan amable —dijo Bond diplomáticamente—. Una botellita de ginebra alemana. He notado que no duermo bien a esta altitud. Creo que un
night-cap
me vendría muy bien contra el insomnio.
Irma Bunt, siempre con cara de piedra, accedió con una inclinación de cabeza. Luego hizo una seña al camarero jefe y le dijo secamente:
—
¡In Ordnung
! (¡Atienda al señor!).
El hombre tomó nota del pedido de Bond, dio un taconazo y se largó. ¿Sería aquél uno de los tipos que habían hecho su trabajito en la celda de los interrogatorios? «Como esta noche», pensó Bond, «tenga que habérmelas con uno de los guardianes, ¡juro que le atizaré sin piedad!». Mientras pensaba en estas cosas, sintió que Irma Bunt lo observaba con mirada inquisitiva. Inmediatamente adoptó una actitud amable e inició una animada conversación con ella. Por último, incapaz de seguir resistiendo la tentación de averiguar algo de Campbell, le preguntó:
—Y… ¿cómo se encuentra ese pobre muchacho que subió en el teleférico esta mañana? Tenía un aspecto malísimo. Espero que estará ya mejor.
—Sí, se va recuperando.
—¡Oh…! Pues, ¿quién era ese hombre? —preguntó Ruby con ávida curiosidad.
—Un intruso —replicó Irma Bunt—. Pero no hablemos de eso. No vale la pena…
Bond, arqueando las cejas con aire interrogante, aceptó deportivamente el desaire de la mujer y volvió a concentrar toda su atención en la comida. Tomó el queso y el café con la mayor lentitud posible para alargar el tiempo, hasta que Irma Bunt se levantó de la mesa y dijo:
—¡Ea, chicas! Vámonos ya.
Bond se levantó, permaneció en pie un instante y luego volvió a sentarse. Aparte de los camareros, que estaban retirando el servicio, Bond era la única persona que quedaba en el restaurante. Al cabo de un rato se levantó y, a paso lento y cachazudo, se dirigió a la puerta y entró en la sala de recepción. La encontró desierta. La puerta del cobertizo de los esquís estaba abierta y en su interior hallábase otra vez el hombre del semblante hosco, inclinado sobre su mesa de trabajo. Bond entró en el pabellón y entabló con él una conversación (que en realidad no fue más que un monólogo) sobre el tema de los esquís. Mientras tanto, con el aire más inocente del mundo, se puso a deambular a lo largo de las filas de bastidores numerados y adosados a la pared donde estaban suspendidos los esquís. Pero eran casi todos de mujer. Mal asunto: las ataduras serían sin duda demasiado pequeñas para las botas de Bond… Por fin, cerca de la puerta, distinguió los esquís de los monitores, colocados en soportes no numerados. Con mucho disimulo, Bond trató de medir a ojo sus dimensiones y estudiar sus características. Al fin pareció encontrar algo que le interesaba; sí, el par que tenía conteras metálicas y la G roja pintada en cada uno de ambos extremos curvados de color negro era, sin duda, el que más le convenía. Calculó rápidamente el trabajo de reajuste que tendría que efectuar en las ataduras para que se adaptaran perfectamente a sus botas. Luego salió del pabellón, echó a andar a lo largo del pasillo y se metió en su cuarto.
CUESTA ABAJO
Y ahora, ¡a armarse de paciencia y a esperar! Ya no podía hacer otra cosa que dejar pasar las horas, las pocas horas que le quedaban… ¿Cuándo habrían terminado con Campbell? Un profesional del Servicio Secreto, si es hombre duro y con una fuerza de voluntad capaz de resistir las mayores presiones, puede alargar el juego horas enteras, haciendo confesiones de menor importancia y contando largas historias llenas de datos falsos cuya veracidad será preciso comprobar luego punto por punto.
Fuera como fuera, Bond estaba casi seguro de que no vendrían a buscarlo antes de la hora de apagar las luces para dormir. En caso contrario, se daría lugar a muchos comentarios entre las muchachas. No, irían a buscarlo en plena noche, y al día siguiente divulgarían la noticia de que se había marchado en el primer teleférico. Pero antes del amanecer habrían arrojado su cadáver al fondo de alguna profunda grieta del glaciar más próximo. Cincuenta años después descubrirían su cuerpo sin nada que permitiera su identificación: ¡una víctima desconocida de las nieves perpetuas!
Bond se levantó de la mesa y abrió la ventana. Había cesado de nevar y entre las nubes se veía un trozo de cielo azul. Sobre las pistas de esquí del Gloria debía de haber ahora una magnífica capa de nieve en polvo, quizá de un espesor de veinte centímetros. Bien, había llegado el momento de preparar todas las cosas.
Existen centenares de tintas simpáticas, pero Bond sólo disponía de una, la más antigua del mundo: su propia orina. Tomó su pluma y su pasaporte y se dirigió al cuarto de baño. Allí, sirviéndose de las anotaciones que había hecho en el papel higiénico, copió en una hoja en blanco del pasaporte los nombres, apellidos y direcciones de las muchachas. En esta página no se veía nada escrito; pero, más tarde, al mantener la hoja unos momentos cerca de una llama, aparecería claramente visible todo el texto en letras de un color pardo oscuro.
Y ahora, ¿qué más le faltaba? Ah, los guantes de esquiar. Las gafas para la nieve y la botella de ginebra se las habían llevado ya a su habitación. Seguro que al principio iba a sentir un frío intenso. ¿No le convendría taparse la cara con algo para protegerla contra las heladas ráfagas? Disponía de unos cuantos pañuelos de seda, de color rojo oscuro con dibujos blancos. Bien, ¡ya tenía decidido todo el equipo que iba a llevar! Se sentó de nuevo a su mesa escritorio y simuló enfrascarse en el estudio del árbol genealógico, mientras hacía en realidad los mayores esfuerzos para recordar la topografía de las pistas de esquí del Gloria.
La cena transcurrió en una atmósfera tan lúgubre como el almuerzo. Bond se aplicó a comer cuanto pudo y a consumir whisky en abundancia. Una vez más inició diplomáticamente una conversación alegre y animada, fingiendo no advertir el ambiente de frialdad que reinaba a su alrededor. Luego, por debajo de la mesa, tocó el pie de Ruby cariñosamente con el suyo, y alegando como disculpa que tenía que trabajar, se dirigió, tranquilo e impasible, a su habitación.
Las nueve y cuarto, las nueve y media, las diez menos cuarto, las diez… Bond se levantó de la mesa y entró en el cuarto de baño. Después de hacer con el agua los ruidos apropiados, regresó a su habitación, se echó en la cama y apagó la luz. Se puso a respirar con ritmo regular y tranquilo y, diez minutos después, empezó a roncar suavemente. Aguardó otros diez minutos, pasados los cuales salió con mucho sigilo de la cama y, con infinitas precauciones, se vistió las ropas de esquiar, se puso las gafas de modo que le quedaran bien sujetas por encima de la frente, se ató el pañuelo rojo oscuro muy apretado sobre la nariz y se guardó el frasco de ginebra en el bolsillo lateral y el pasaporte en el bolsillo de atrás; seguidamente deslizó el Rolex por la mano derecha de modo que la pulsera quedase alrededor de los dedos y la esfera del reloj sobre los nudillos. Los guantes de esquiar, una vez pasado el cordón de sujeción por el interior de las mangas, le colgaban de las muñecas.