—¿No conocía su verdadero nombre?
—No, ya se lo he dicho.
—Bueno, ¿cuál era el nombre de la unidad? ¿Quién era el oficial al mando?
—El oficial al mando era un teniente llamado O'Shaughnessy. De nombre Peter. No podría olvidar un nombre así. Pelirrojo, tal como era de esperarse. Compañía 352 de infantería, División Americana.
—Y, ¿dónde...?
—Ya se lo he dicho, hombre. En la península de Batangan.
—Es verdad —admití—. Sólo quería confirmarlo.
El hombre sonrió y comenzó a tamborilear otra vez sobre el acero.
—Muy bien —dijo—. Quiero que todo esté correcto.
—¿Recuerda algún otro nombre de la unidad?
—No. Como le he dicho, sólo los apodos. Extraño, ¿no cree?
Me encogí de hombros.
—¿Dónde aprendió ese tipo a manejar una pistola?
Suspiró.
—Hombre, no lo sé. Pero recuerdo que allí tenía una. Una enorme 45, como la que está usando aquí. Tal vez la haya conseguido en Saigón, en el mercado negro. Verá, nosotros llevábamos a cabo misiones de «búsqueda y destrucción», como las llamaban. Todos buscaban siempre algo que les diese ventaja, que los ayudara a salir de un aprieto. Este tipo llevaba una 45, al igual que un par de sujetos más que conocía. A veces, por las tardes, se sentaba en el margen del perímetro, cuando no salíamos a los malditos cenagales ni a la selva, y se ponía a hacer prácticas de tiro con ese trasto. Disparaba a los cocoteros, a los pájaros, a cualquier cosa.
—¿Alguien lo interrogó al respecto?
—No; como le dije, era un tipo raro. Loco. Todos, hasta el teniente, lo dejaban en paz. ¿Por qué no? No hacía ningún daño. Además, se ofrecía voluntario para cualquier misión de mierda, como expediciones por la selva. Yo no, no, señor. Quería conservar intacto el poco trasero que me quedaba. Mientras él hiciera eso y montara guardia por la noche, todos lo dejábamos en paz. Nos daba igual lo que le pasara por la cabeza.
—¿Y no sabe qué fue lo que le ocurrió?
—Sólo rumores. De repente se puso a gritar y a disparar. Alguien dijo que mató a unos campesinos y se echó a reír sin parar hasta que fueron a buscarlo. Supongo que echaron tierra al asunto. ¿Sabe?, el ejército no tiene inconveniente en glorificar a los héroes que, como yo, pierden el trasero en una explosión mientras duermen, pero a los tipos a los que se les afloja un tornillo, bueno, en general los mandan de regreso a casa y se deshacen de ellos.
Asentí. El hombre de la silla de ruedas sacudía la cabeza, repitiendo por lo bajo: «Qué tipo más raro.»
—Bien —lo corté—, hábleme del incidente. Exhaló otro largo suspiro mientras pensaba.
—Hacía un calor infernal: recuerdo eso muy bien. Un calor pegajoso, persistente, como el de ahora. Realizábamos misiones de búsqueda y destrucción como ya le he dicho, y no hay nada peor que eso, se lo aseguro: era terrible. —Se rió—. Nos recogían los helicópteros por la mañana y nos llevaban a la zona designada como objetivo para que la peinásemos. Si alguna vez se le presenta la oportunidad de volar en uno de esos aparatos, hágalo. Los pilotos estaban tan asustados como nosotros; uno está en el aire a unos seiscientos metros de altura y, al momento siguiente, el helicóptero se precipita hacia la zona de aterrizaje. El soldado de la ametralladora grita y maldice por encima del rugido del motor y dispara la calibre 50 lo más rápidamente posible, destrozando la selva. ¿Sabe cuál era una de las cosas más extrañas de Vietnam? Siempre estábamos disparando contra cosas que, en realidad, no estaban allí. Me refiero a que, cuando nos dirigíamos a una zona de aterrizaje, todo el mundo descargaba sus armas contra un enemigo imaginario oculto entre la maleza. Por la noche, la artillería disparaba por encima de nuestras cabezas, para ajustar las coordenadas en caso de que nos atacaran en la oscuridad. Y nunca había nadie. Bueno, casi nunca.
»Aquel día nos llevaron a una zona de aterrizaje desierta; nadie nos devolvió el fuego, lo cual alegró a los pilotos, que se fueron enseguida. Teníamos que dividirnos en dos unidades para realizar una batida y encontrarnos en un pueblo que figuraba en el mapa. Una vez allí, debíamos atravesar algunos arrozales y perseguir cualquier cosa que encontráramos hacia otra compañía que se dirigía a nosotros, en bloque. Era una de esas ideas estúpidas que parecían estupendas en el papel en el cuartel general pero que en la práctica no daban resultado. Bueno, recuerdo al teniente O'Shaughnessy. Dios, era el irlandés más corpulento que pueda imaginar. Medía casi dos metros y debía de pesar más de cien kilos. Como usted comprenderá, cuando él nos daba una orden, hombre, lo obedecíamos. Tenía un carácter de mil demonios. Siempre me sorprendió que nadie se lo hubiese cargado en un tiroteo. Hasta donde yo sé, nadie lo hizo. Además, tengo que decir en su honor que cuando me hirieron él le gritó a ese piloto de helicóptero que lo mataría con sus propias manos si no me sacaba de allí cuanto antes. Así que, en realidad, no puedo quejarme.
»Entonces, como le decía, nos dejaron en medio de ese arrozal, reunidos en torno a O'Shaughnessy, y los helicópteros se alejaron hacia el sol. Recuerdo la sensación de estar solo, a pesar de estar rodeado de otros hombres y de disponer de una radio con la que pedir ayuda en caso necesario. Nunca pude librarme de la sensación de soledad, de estar a la deriva en medio del océano, ¿entiende? Como una especie de Robinson Crusoe. Hacía tanto calor que al cabo de pocos segundos estábamos chorreando: El sudor me corría bajo el casco, entre los ojos. No lo soportaba; me moría de ganas de gritar. Pero no hay manera de enjugar el sudor cuando uno está sujetando un arma y necesita el otro brazo para mantener el equilibrio. Vi a tipos perder la cabeza a causa del calor; comenzaban a gritar, se negaban a moverse, hundidos hasta el trasero en el barro, el agua y las sanguijuelas de los arrozales. A veces, el sol era tan malo como cualquier cosa que hicieran los Vietcong.
O'Shaughnessy nos dividió en dos pelotones. Él tomó el mando de uno, y el sargento primero, el del otro. Debíamos avanzar en paralelo a una distancia de unos cuatrocientos metros, como hacíamos en los ejercicios, pero, qué diablos, eso nunca era posible. Me refiero a que un pelotón se quedaba atascado en alguna ciénaga y el otro se adelantaba, pero luego avanzaban más despacio y después apretaban el paso. Todo aquello me parecía una locura, absolutamente todo. En el terreno ocurría exactamente lo mismo. Entonces nos pusimos en marcha, más o menos una docena de hombres. Pronto estábamos chapoteando en el barro, como siempre. Tengo un recuerdo bastante borroso de aquella mañana, ¿sabe? No era más que una de tantas mañanas en Vietnam. Sólo cuando nos acercamos al pueblo las cosas comenzaron a cambiar.
Hizo una pausa para encender otro cigarrillo. Detrás de las gafas, sus ojos siguieron el humo que se elevaba desde el cenicero.
—Llegamos primero, mucho antes que el otro pelotón. Acampamos en las afueras y esperamos. Eso no estuvo tan mal; todos necesitábamos un respiro. Bueno, el tipo del que le hablaba, el que está cometiendo estos asesinatos, iba delante, como siempre. Cuando nos detuvimos, se sentó un poco más lejos, como de costumbre. Mientras estábamos allí sentados, él se quedó mirando la aldea a través de la maleza. De pronto, se puso en pie y se volvió hacia el resto del escuadrón. «He visto algo», dijo. «Parecía una muchacha con un kalashnikov.»
»Bueno, todos tomamos las armas y nos enderezamos enseguida. No olvide que ese tipo tenía una vista capaz de distinguir una silueta en plena noche, así que siempre confiábamos en él. Y recuerdo lo que dijo porque él estaba allí de pie, de espaldas al sol, y yo tenía que cubrirme los ojos para poder verle la cara.
»Bueno, hubo mucha discusión sobre lo que había que hacer. Casi todos querían esperar a que llegara el teniente con el otro pelotón, pero el sargento era militar de carrera y supongo que buscaba una especie de ascenso o alguna medalla, porque dijo: "De ninguna manera", y al minuto siguiente estábamos dispersos y avanzábamos agachados hacia el pueblo íbamos de choza en choza como en las películas, pero estábamos asustados, muertos de miedo.
»Habría unas... tal vez cinco o seis chozas patéticas en toda la aldea. Quiero decir, apenas se la podía considerar una aldea; no era más que un grano insignificante en el trasero del mundo. Por eso no tardamos mucho en recorrerlo, aunque íbamos con mucho cuidado por lo que el tipo decía haber visto. —Hilson se pasó la mano por el cabello y dio una calada al cigarrillo. Luego comenzó a tabalear sobre el costado de la silla, como para acelerar el ritmo de las palabras en la quietud del apartamento—. Nunca le había contado esta historia a nadie —me confió—. No quiero que me lleven a juicio como aquel tipo, Calley.
Asentí.
—Comprendo. Esto es confidencial.
—Correcto. —Entonces prosiguió—: Al final del pueblo nos detuvimos y nos reunimos. El sargento apostó a unos hombres en el perímetro y envió a un par de tipos a esperar al otro pelotón. Yo estaba muy nervioso: todos lo estábamos. En parte era por el calor, ¿sabe? Además nos habían dicho que los Vietcong estaban muy fuertes en ese sector. Nos advirtieron que era probable que tuviésemos algún encuentro con ellos, que cualquiera que viésemos podía ser Vietcong. Así que creo que todos lo esperábamos.
»Después de todo, eso es lo que nos dijeron. "¡No confiéis en nadie! Ni siquiera en el anciano de aspecto más atontado. En cuanto le deis la espalda, os volará el trasero. Os costará los testículos si le sonreís. Tampoco os fiéis de las mujeres." ¡No había manera de identificarlos! Era imposible. Ni siquiera cuando enviaron a esos desertores del Vietcong o a esos tipos del ejército vietnamita con nosotros. Tan pronto nos decían que matáramos a alguien como que lo interrogáramos. No servían de nada. Y aquel día ni siquiera llevábamos a uno de ellos con nosotros.
»Entonces pusimos en fila a toda la gente del pueblo. Eran nueve. Viejos y niños. Ningún hombre joven. Había un viejo que hablaba un poco de inglés. Fue a él a quien interrogamos. Recuerdo que estaba allí sentado, moviendo la cabeza arriba y abajo. "No Vietcong aquí", decía. "No Vietcong." y el sargento le gritaba: "¡Mentira! ¡Mentira!", y el tipo, Ojos Nocturnos, decía: "Estoy seguro de lo que he visto." Estaba allí de pie, con la 45 en la mano. Solía llevarla en una pistolera junto a la axila, bajo la chaqueta, pero ahora la había desenfundado y jugueteaba con el seguro: lo ponía y lo quitaba.
»Entonces el sargento nos gritó que empezáramos a registrar las chozas: enseguida estábamos destrozándolas, furiosos por el calor y el miedo. Uno de los tipos encontró un fusil escondido entre las vigas, bajo la paja del techo. Entonces nos asustamos y nos cabreamos de verdad.
»El sargento seguía gritándole al viejo, pero él no decía más que: "No Vietcong aquí", incluso cuando le ponían un arma bajo la nariz. El resto de la gente parecía muy atemorizada. Había un par de niños llorando y un bebé también. Recuerdo que me volví hacia el tipo y le dije: "Por lo visto tenías razón", y él sólo asintió y sonrió. El sargento estaba a punto de darse por vencido cuando el tipo dijo: "Yo me encargo de esto, sargento." y el sargento se encogió de hombros y contestó: "Haga lo que quiera."
»Entonces el tipo se acercó a una muchachita que estaba sentada en el suelo, a punto de orinarse en los pantalones, la tomó del brazo y la llevó frente al viejo. Amartilló su 45 y preguntó: "¿Dónde Vietcong?" Cuando el viejo sacudió la cabeza, el tipo apretó el gatillo.
»¡Diablos! Aún recuerdo el chasquido cuando el percutor golpeó la recámara vacía y el segundo chasquido cuando el mecanismo tiró de él hacia atrás. Nadie sabía si la había descargado a propósito o no. Y él, sonriéndole al viejo, volvió a preguntar: "¿Dónde Vietcong?" El viejo negó con la cabeza.
»Después recuerdo la detonación de esa maldita 45. Estaba cargada, después de todo. La chica cayó hacia delante con media cabeza destrozada, a los pies del viejo. La imagen se me quedó grabada, tan clara como una fotografía. El viejo estaba manchado de sangre y trozos de cerebro. Entonces vi que se le crispaba la cara. Debió de sentir mil cosas al mismo tiempo: sobre todo miedo, supongo. Sin embargo, se quedó allí, sacudiendo la cabeza, repitiendo una y otra vez como un disco rayado "No Vietcong. No Vietcong". El sargento primero miró a Ojos Nocturnos como si éste estuviera loco, y creo que lo estaba. Pero el tipo ni siquiera se había movido: tenía la misma expresión fría de antes y tenía los ojos clavados en los del viejo. Caminó lentamente hasta el grupo de nativos y agarró del brazo a una pareja de ancianos. Miró al jefe del pueblo. El jefe dijo: "No Vietcong", y entonces esa maldita 45 soltó dos estampidos más, ¡bum! ¡bum!, y los viejos cayeron al suelo. Recuerdo que la sangre se mezclaba con el polvo. Y mientras todos los demás nos quedamos allí de pie, mirando. Estábamos paralizados, observando lo que pasaba. Creo que en ningún momento me pasó por la cabeza intentar detener a ese tipo. Al fin y al cabo, era la única persona que estaba haciendo algo. Yo tenía la impresión de estar viviendo alguna extraña pesadilla.
»Oiga, no estoy orgulloso de ello. Diablos, no. Pero usted tiene que entender que aquel día todos estábamos un poco desquiciados. Por el sol, tal vez. La maldita selva, los malditos arrozales. No lo sé. Cuando pienso en Vietnam, recuerdo más que nada el sol. Nos hacía perder la cabeza a todos.
—Entonces supongo que por eso nadie lo detuvo. Hubo un momento de silencio. Me fijé en sus ojos, semiocultos tras las gafas amarillas. Estaban vueltos hacia arriba, hacia el techo blanco.
—La siguiente persona que separó de la fila fue una madre con su bebé. Nadie se movió. ¡Bum!, hizo la 45. Entonces oí que el tipo se reía. Como si, después de todo, no estuviese enfadado con el jefe del pueblo. Sólo quería continuar con todo eso, como si se tratara de algún juego. "¿Dónde Vietcong?", preguntó otra vez, con una risotada.
»Pero no hizo falta que el viejo respondiera, porque pronto lo averiguamos de otro modo.
»De pronto, desde el perímetro, llegó ese sonido. Diablos, una vez que has oído el sonido de disparos de armas pequeñas, nunca lo olvidas. Y detrás de nosotros sonó un ¡bam! Y una explosión cuando un proyectil de mortero desintegró una de las chozas. Recuerdo que el tipo sólo reía. Levantó su M-16 mientras todo el mundo gritaba y corría a protegerse. Todos salimos disparados en la dirección de donde sabíamos que vendría el teniente. ¡Demonios! Los proyectiles llovían por todas partes, y el fuego de mortero y los disparos zumbaban en el aire. Yo también disparaba, hacia el frente, aunque no sabía a qué. Hay una cosa que recuerdo muy bien. Cuando me volví, vi a todos los nativos amontonados en el suelo todos muertos. Excepto el bebé, el hijo de esa mujer. La criatura lloraba y gritaba. Alcancé a oírla durante un minuto, tal vez sólo por un segundo. Después el ruido ahogó su voz.