Vacilé.
—Sí. Pero las necesito para mi artículo.
Wilson clavó la vista en mí.
—¿Y una copia?
Me encogí de hombros.
—¿Por qué no? Es lo mismo que si fuera una cinta. Me vino a la memoria lo que me había dicho Christine. Yo también era un ciudadano. Y no le había prometido al asesino que no cooperaría con la policía.
—Pero no olvidéis nuestro pacto —señalé—. Nada de filtraciones a otros periódicos. No quiero tener que atender llamadas telefónicas del resto de los medios antes de publicar la historia en mi propio periódico.
—De acuerdo —dijo Wilson—. Comprendo. —Parecía furioso—. Todo el mundo tiene que sacar tajada de esto.
—¿Y qué esperabas? —repliqué.
Desvió la vista.
—¿Que importa.
Entramos en el despacho y nos sentamos en silencio. Mis ojos recorrieron la habitación hasta posarse en una pizarra con algunos nombres escritos. Wilson siguió la dirección de mi mirada.
—¿Sabes cuántas personas están trabajando en esto a jornada completa? Treinta detectives. Más de un tercio del personal. —Se puso de pie y se dirigió a la pizarra—. No has visto esto —me advirtió—. Si alguien se entera puede costarme caro.
Martínez cerró la puerta.
—No sé por qué te ayudo —murmuró Wilson, pasándose los dedos por el cabello corto.
Había cuatro listas de nombres en la pizarra, detectives divididos en cuatro grupos: EJÉRCITO-VIETNAM, HOSPITALES PSIQUIÁTRICOS, DETALLE SEXUAL, CALLE. En otra parte de la pizarra había otras listas de nombres con los encabezamientos: BALÍSTICA, ESCRITURA, VOZ. Encima de la pizarra, en la pared, había fotografías ampliadas de los fragmentos de bala extraídos de los cadáveres. Había varios puntos de comparación numerados y escritos con lápiz rojo.
—Verás —dijo Wilson—, estamos estudiando todo este material. Cada equipo trabaja en una tarea específica durante las veinticuatro horas del día. Por ejemplo, estamos revisando el historial de todos los pacientes que han tenido los hospitales para enfermos mentales de Ohio, Chicago y Florida. Suponemos que la ciudad a la que se mudó el asesino es Chicago, pero es sólo una conjetura. Estamos examinando los registros de oficinas de reclutamiento, escuelas y demás, tratando de encontrar algo a lo que agarrarnos.
—¿Habéis conseguido algo?
Wilson apartó la mirada.
—Todavía hay demasiadas alternativas. Conocemos el arma; estamos recorriendo todos los establecimientos donde se venden municiones de ese tipo. Compilamos listas, ideas, lo que sea. Pero nada nos servirá de mucho hasta que tengamos un perfil más definido. Pero de momento no tenemos nada; ningún nombre, ninguna identidad.
Eché un vistazo a mis notas.
—Dice que tiene los ojos grises.
La expresión de Wilson cambió rápidamente. Adquirió una especie de intensidad. Martínez sacó una libreta de su bolsillo.
—¿Te lo dijo él? —preguntó Wilson.
—Dijo que es buen tirador, de ojos grises. Como Daniel Boone.
Wilson asintió.
—Eso servirá. Especialmente para afinar la búsqueda de los registros del ejército.
Volví a mirar mis notas.
—Dijo que en 1971 ya no estaba en el ejército y que estuvo ingresado en un hospital para veteranos.
—¿Ah, sí? —dijo Wilson, entusiasmado—. Muy bien, muy bien.
—Esto nos será útil —aseguró Martínez, con la misma sonrisa con que había mencionado a la azafata.
Le entregué las hojas.
—Cópialas y las repasaremos línea por línea. Veremos cuánto recuerdo de la conversación; el tipo hablaba muy deprisa.
Wilson posó la mano en mi hombro.
—No te preocupes —dijo—. Tienes mi palabra de que no revelaremos nada a los demás periódicos.
Pensé en la voz del asesino; sus recuerdos, su arrogancia. Tenía la impresión de bascular entre él y la policía, aunque me inclinaba más hacia ellos. Tenía motivos para sentirme eufórico. En cambio, me sentía incómodo. No sabía con seguridad por qué.
La noticia, claro está, eclipsó a todas las demás en el periódico del día siguiente.
Todavía era de mañana cuando salí de la jefatura de policía. Martínez me acompañó a la salida.
—Sigue tirándole de la lengua a ese pardillo —dijo—, tal vez se le escape una pista clave.
Me estrechó la mano. Contemplé la fachada del edificio; las ventanas me miraban como los ojos sin vida del hombre asesinado de la fotografía. Martínez dio media vuelta y se despidió de mí con un gesto mientras yo me encaminaba a mi coche. Sentía un ligero mareo, que atribuí a la noche que había pasado en vela. El sol de la mañana brillaba cada vez con mayor intensidad, y el calor del día empezaba a hacerse notar.
Cuando me senté ante mi escritorio, cerré los ojos, disfrutando con aquella familiaridad sensual, tan parecida a la de meterse en la cama junto a un cuerpo conocido; las curvas, el contacto con mi piel, todas esas sensaciones eran reconfortantes, conocidas. Deslicé los dedos por el teclado de la máquina de escribir, rozando apenas las teclas.
Nolan se acercó.
—¿Cómo te ha ido con los policías?
—Dicen que les he sido de gran ayuda —respondí—. El asesino me contó varias cosas que podrían contribuir a su identificación.
—¿Cómo te encuentras?
—Bien, creo —dije—. Sin embargo, me siento como si estuviese haciendo algo que no debo.
—¿Por qué? —preguntó Nolan—. Siempre intercambiamos información con la policía. ¿Qué nos diferencia del resto de los ciudadanos de esta ciudad? Si tú o yo presenciáramos un crimen, ¿no tendríamos la misma obligación de denunciar al criminal? ¿Qué nos hace diferentes?
—No lo sé —contesté—, pero me siento extraño.
Nolan se rió.
—Eres como cualquier periodista —señaló—. No soportas compartir la información. —Extendió la mano y tomó mis notas—. Debe de haber hablado durante un buen rato.
Asentí.
—Bien —dijo Nolan—. Escríbelo y después vete a casa a dormir un poco. Si hay algún problema te llamaré esta noche.
No fue difícil escribir el artículo. En general, utilicé la voz del asesino. Comencé por la información más sensacional: las frases sobre sus impulsos y su descripción del asesinato de los ancianos. Añadí que había hablado con voz serena, incluso entusiasta, durante toda la conversación, pero no mencioné sus cambios de humor, sus arranques de furia. Además, en lo que se refería a su historia personal, en lugar de emplear sus propias palabras las parafraseé y las condensé en una narración. Se me ocurrió que quizá, de alguna manera, estaba protegiendo los recuerdos del asesino, tratando de no exponerlos con crudeza, como si debieran seguir siendo privados.
Nolan examinó las páginas que le entregué. Era un artículo largo, pero yo sabía que le parecería bien. Observé su bolígrafo rojo moverse entre las oraciones, corrigiendo alguna frase, cambiando alguna palabra.
—Bien —dijo—, esto les abrirá los ojos a algunas personas. Llámame cuando hayas dormido un poco.
Pero más tarde no había mucho que decir. El artículo fue diagramado y preparado para su publicación. El titular abarcaba de nuevo las seis columnas, en primera plana, justo debajo del antetítulo:
VUELVE A LLAMAR EL ASESINO:
«SIENTO IMPULSOS», DICE.
Vi mi nombre debajo del titular y luego leí el texto:
El hombre que la policía local llama «el Asesino de los Números» ha telefoneado de nuevo a este reportero del
Journal
para referir los espeluznantes detalles del reciente asesinato de una pareja de ancianos de Miami Beach.
Ira y Ruth Stein, dijo el asesino con voz desprovista de emoción, eran «totalmente inocentes». Una vez más, el asesino prometió continuar con su serie de crímenes: una recreación, dijo, de un episodio violento aún no especificado ocurrido en Vietnam durante el conflicto.
Mientras tanto, la policía ha renovado sus esfuerzos por identificar y detener al asesino.
Al continuar leyendo, se me nubló la vista; las palabras parecían derretirse y formar una enorme masa gris sobre la página que tenía frente a mí. Sentía una agradable calidez, la satisfacción de ver el artículo en un lugar tan destacado. Solos él y yo
,
pensé. Eso fue lo que dijo. Juntos, estábamos reconstruyendo la historia, lentos pero seguros. Me pregunté si comenzaba a necesitado tanto como él me necesitaba a mí.
Unos días después de la llamada del asesino, me entrevisté de nuevo con el psiquiatra para ver si tenía algún consejo que darme. Pareció alegrarse de verme; me tendió la mano y estrechó la mía con afecto. Me indicó que tomara asiento frente a su escritorio e hizo una pausa para encender una pipa, recostado en su silla, manteniendo el equilibrio sobre las patas posteriores como un funámbulo. Caía la tarde y el sol entraba por la ventana.
—He leído todos los artículos con sumo interés —aseveró—. Permítame felicitarlo. Creo que están muy bien escritos.
Asentí a manera de agradecimiento.
—Y bien —prosiguió—, ¿qué lo trae por aquí? Bueno, no necesita responderme; lo sé. Necesita más interpretaciones instantáneas. —Se rió.
—Sólo quería conocer sus impresiones —respondí—. Tal vez se le haya ocurrido algo: alguna pregunta que yo pueda hacerle al asesino para obtener más información acerca de él.
—Bien —dijo el psiquiatra, dejando escapar el humo entre sus labios—, no creo que sea posible hacerlo estallar con una sola pregunta. En realidad, eso sólo sucede en las películas: el gran descubrimiento, la revelación, la confesión sincera en un mundo de mentiras. —Negó con la cabeza—. Ojalá las cosas funcionaran como en Hollywood. Tal vez todos deberíamos mudarnos allí. No —insistió, dando otra profunda calada a la pipa—, aun cuando se produce una revelación, una repentina catarsis, habitualmente ésta va acompañada de negación, un mecanismo mental para compensar la admisión que se acaba de hacer. Siempre es un proceso lento. Pero no me malinterprete: hay victorias y días de grandes progresos, si bien no se dan con tanta rapidez como uno quisiera. —Hizo otra pausa—. De todos modos, al leer sus artículos, especialmente el del otro día, en que describía el segundo asesinato, me dio la impresión de que usted está obteniendo de ese sujeto más información de la que necesita.
—No lo entiendo —dije—. Él menciona una y otra vez un incidente que se produjo durante la guerra, o en su adolescencia. Todo resulta muy confuso.
—¿Preferiría tratar con alguien totalmente sereno, racional y servicial? La gente así rara vez comete asesinatos en serie. Y, por cierto, tampoco llaman por teléfono para dar pistas a la prensa, a la policía y al público en general.
—De acuerdo —dije, riendo. El doctor sonrió conmigo—. Saque usted las conclusiones por mí.
El psiquiatra reflexionó por un momento, haciendo girar ligeramente su silla; de repente se detuvo y se volvió hacia mí.
—No creo que la situación haya cambiado mucho desde la primera vez que hablamos. El asesino se cree invulnerable pero, al mismo tiempo, proporciona pistas acerca de su identidad. Una parte de él quiere que lo capturen; otra parte está fascinada con la idea de jugar con el mundo entero. Esas dos partes se mezclan en sus conversaciones con usted porque están confundidas en su mente. Los motivos por los que disfruta con el acto de asesinar están, en su mayor parte, arraigados en su niñez. Una madre seductora, o tal vez algo peor; un padre que alternaba exigencias con castigos. Una sensación de aislamiento, de alienación. Él crece con una furia implacable en su interior. Luego se alista en el ejército (o al menos eso dice) y aprende a matar. Dice: «Ya soy un buen tirador» o, en otras palabras: «Ya soy un asesino.» Sin embargo, tengo mis dudas. Es un hombre inteligente. ¿Realmente estuvo en Vietnam? ¿O acaso está aprovechándose de la culpa colectiva nacional para desviar la atención de los sentimientos que ya tenía, del curso que ya había tomado?
—Sus descripciones son muy precisas —lo interrumpí—. Sus conocimientos de la guerra parecen muy reales, muy familiares...
—Casi demasiado, diría yo —observó el psiquiatra.
—Me cuesta creerlo.
—Claro que es sólo una teoría, una posibilidad. Hay tantos indicios de que me equivoco como de que estoy en lo cierto. En realidad, en buena medida sólo estoy lanzando hipótesis. La función de la psiquiatría no es hacer predicciones.
—El pasado es el prólogo —dije, citando a Shakespeare.
El doctor rió.
—
Touché.
—Se quedó pensando por un instante—. Supongamos que él dice la verdad, que realmente hubo un incidente. Le advierto algo: tenga cuidado, porque lo que es verdad para un psicópata no es necesariamente cierto para un periodista. Yo sospecharía que ese incidente guarda relación con alguna experiencia que tuvo de niño. —Agitó la mano—. Lo sé, lo sé; la gente que lee el periódico no quiere saber nada de la latencia ni de las fases ni de ningún otro concepto relacionado con la pre adolescencia, que constituye la piedra angular de mi profesión. Pero si escarba en ella, le ayudará.
Hizo otra pausa y giró para mirar por la ventana.
—Creo que para él no es más que un juego. Sigo pensando que no lo atraparán, por más información que le proporcione.
—Sigue siendo pesimista —dije.
Se echó a reír.
—Eso forma parte de la profesión.
Le pedí su opinión sobre las reacciones que había observado en la calle: la preocupación, el miedo, incluso la actitud desafiante.
—Creo que la gente continuará temiendo a este hombre. En cuanto a si puede tratarse de síntomas de histeria..., ¿quién sabe? Un colega me ha contado que uno de sus pacientes no habla de otra cosa, hora tras hora. Sospecho que eso es la excepción, más que la regla. Y no subestime la capacidad de la gente para hacer caso omiso de aquello que tiene delante. ¿Ha leído a Poe?
Asentí.
—La
máscara
de
la
muerte
roja.
Muy adecuado, bailar mientras la muerte entra en el salón. —Se puso de pie y se dirigió a la ventana—. Miami es una ciudad muy protegida —dijo—. Tenemos el sol, el agua, los deportes acuáticos, el tenis, actividades al aire libre, la playa. Aquí la comunidad tiene muchas oportunidades para evadirse. Aquí no hay invierno. ¿Cuándo pasó por aquí la última tormenta realmente grande? En el treinta y siete, aproximadamente. Muchos ni siquiera la recuerdan. En esta ciudad resulta más difícil creerse la muerte de esos ancianos, creer que bajo el sol y en el aire cálido acecha algo malo. Bueno, no me malinterprete: vaya donde vaya, verá temor. Usted, libreta en mano, se lo recuerda a la gente. Pero ¿realmente podemos comprender lo que hay ahí fuera? No lo sé.