Agua del limonero (29 page)

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Authors: Mamen Sánchez

BOOK: Agua del limonero
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—¿Greta? —preguntó Hinestrosa con tal expresión de espanto en la cara que terminó por confirmar definitivamente la intuición de Clara.

—También me dijo que fuiste tú quien la llamó a ella para que nos concediera el reportaje de sus memorias y que no supo cómo negarse.

Ahora Hinestrosa necesitó un buen sorbo de café solo.

—Bueno, eso no es del todo falso —habló por fin con la voz ronca—. Lo de que fui yo quien la llamó —aclaró—. Lo otro, lo de negarse, tampoco creo que sea verdad. Más bien me da la impresión de que la buena de Greta llevaba veinte años esperando a que alguien se prestara a escribir sus fantasías.

—¿Por qué, Gabriel? ¿Por qué la llamaste justo ahora, cuando empezaba a olvidarme de ti?

—Precisamente por eso, chiquilla —respondió él mirándola de frente—. Porque no podía soportar la idea de perderte de veras. Eras tan chiquita, tan tierna, que tocarte era como acariciar las alas de una cría de gorrión que se hubiera caído del nido. Yo no necesitaba más. Pero tú quisiste presentarme a tus padres, a tu Arcos del alma, al Guadalete y a los cernícalos del tajo. Cuando me senté en aquel patio frente a tu padre, me sentí lobo malo de repente. El me abrió los ojos. Me di cuenta de que me había dejado vencer por el mismo deseo de inmortalidad que arrastró a Thomas Bouvier a los brazos de Greta. Me había aprovechado de tu inocencia, de tu falta de malicia, y te había convencido para que vinieras aquí, a mi sucia guarida, a buscarme la juventud por los rincones. Aquel día te dibujé tan niña, en tu barrio blanco de geranios, que al mirarme al espejo del cuarto donde me alojaste se me echó la vejez encima.

—Y huiste de mí.

—Eso no es técnicamente lo mismo que abandonarte.

—Pues se le parece muchísimo.

—Pero pasaron los días y después los meses, y un aire frío, como de soledad, se me metió en la médula de los huesos. Seguí tus pasos por la vida, como una sombra distante y callada. Supe que te habían contratado en la revista. Leí uno a uno todos tus artículos y, ¿sabes?, en todos encontré un regustillo amargo, como de angostura, que me recordó a tus mojitos dulces. Luego comprendí que me estaba muriendo de pena sin volver a hablar contigo. Y busqué una excusa para levantar este maldito teléfono y marcar tu número. Recordé tu obsesión por Greta Bouvier, aquellas noches que pasabas despierta mientras yo me hacía el dormido para mirarte sin que te dieras cuenta. Cómo te apartabas los mechones de pelo de la cara, cómo te estirabas cuando empezaba a dolerte la espalda, cómo te mordías los labios cada vez que encontrabas una nota de interés entre mis recortes. Aún guardaba su número de teléfono.

Aquí era muy tarde. En Nueva York acababa de ponerse el sol. Ella era mi última esperanza.

—¿Te dijo que sí?

—Inmediatamente. Le puse una sola condición: que la entrevistaras tú. Ella me puso tres a mí: que no se hablara de la muerte de Bartek, ni de lo que ocurrió en Baviera y que sólo publicaras aquello que ella quisiera contarte.

—Por eso me insistías tanto en que dejara de buscar la verdad.

—En que sólo escribieras la verdad de Greta.

—Pero yo no te obedecí, maestro. Investigué por mi cuenta y llegué al cementerio, y conocí a Rosa Fe.

—Exacto. ¿Qué piensas hacer ahora con lo que sabes?

Clara no supo qué responder. Hasta entonces no se había planteado las consecuencias que acarrean profanaciones como la suya. Simplemente, había encontrado la punta de un iceberg enterrado en el jardín de los Bouvier y se había puesto a escarbar con sus propias uñas, con sus propios nudillos despellejados, sin pararse a pensar por qué nadie había removido aquella tierra alguna vez. Ahora comprendía que también Hinestrosa había descubierto el yacimiento hacía veinte años y que, por alguna razón que se le escapaba, había vuelto a cubrirlo de arena, y luego la había apelmazado, y había escondido en algún rincón de su casa los documentos que desvelaban una sorprendente verdad.

Las órdenes de su jefa habían quedado muy claras: «Escribirás las memorias de Greta Bouvier, pero dejarás que Gabriel Hinestrosa te dirija. Sin su aprobación, no podremos publicar ni una coma. Está en el contrato».

—Me tienes atada de pies y manos, Gabriel —le dijo después de una pausa—. O me someto a tus condiciones o, como ya me advertiste, escribo una de esas biografías no autorizadas que todo el mundo se toma a chufla.

—No cuentes con mi apoyo si piensas hacer algo así.

Clara se molestó por el tono amenazador y autoritario del maestro.

—Haga lo que haga, será sin contar contigo, Gabriel Hinestrosa —le aseguró—, no te vaya a salpicar la porquería.

—Perdona, chiquilla, no quise ofenderte —se defendió él—. Simplemente, te recomiendo que no vayas por ese camino. Sobre el asesinato de Bartek Solidej no hay más pruebas que el testimonio de una vieja chalada a la que nadie dará ningún crédito y sobre lo que ocurrió en Baviera… —Hinestrosa hizo una pausa. Luego, continuó, enigmático—: El registro civil de Würzburg, donde se inscribió el matrimonio de Bartek y Greta, fue destruido por un incendio fortuito hace exactamente veinte años.

—Ya —respondió ella sin pensar—. Y también por casualidad tú estabas allí en ese preciso momento, hurgando en el pasado de Greta Bouvier.

El profesor sonrió. Clara tuvo una revelación repentina. Lo miró intensamente a los ojos.

—Así que fue eso. Cuando descubriste lo del asesinato de Bartek, ataste cabos y volviste a Nueva York.

—Exacto. Entonces convinimos en mantener el secreto. Le prometí que viajaría a Baviera para destruir las pruebas que podrían poner en peligro su estabilidad. A

Greta le horrorizan los escándalos. En eso nos parecemos muchísimo. Sí, Clarita, lo has acertado, aquel incendio no fue precisamente un accidente.

—Greta estaba en deuda contigo.

—Bueno, si quieres verlo de ese modo… Lo cierto es que me decidí a pedirle el favor de que te recibiera.

—Y ella no se atrevió a negarse.

El catedrático le dio un último sorbo a su café. Dejó la taza sobre el plato, se pasó una mano por el pelo y se reclinó un poco. Disfrutaba al contemplar la confusión en el rostro de Clara.

—¿Cuánto te pagó por tu silencio? —le preguntó ella al fin, cuando se hizo la luz.

—¡No preguntes ordinarieces, chiquilla! —respondió él haciéndose el indignado. Luego volvió a sonreír—. Lo suficiente para comprar esta casa y para sacar a Marcela y a los niños de aquel desván miserable en el que vivíamos entonces.

Un reloj dio las diez por detrás de la pared del fondo. Hinestrosa se levantó del sofá haciendo un gran esfuerzo. Puso una mano sobre el hombro de Clara y ella pareció no notar la presión ni el calor de su cuerpo. Permaneció inmóvil durante un buen rato, sin reaccionar siquiera cuando él le pidió que lo esperara en casa, que no desapareciera de nuevo de su vida, que no tenía más remedio que acudir a la facultad porque tenía una clase, pero que en un par de horas estaría de vuelta y podrían hablar, y hacer planes, e incluso comenzar a escribir el artículo sobre Greta y su verdad. Que él ya tenía pensado hasta un título para las memorias, algo así como «retrato de una dama», pero sin plagiar a Henry James. Que si llamaban a la puerta

o al teléfono, mejor no respondiera, no fuera a ser alguno de sus hijos y se extrañara de encontrarla allí.

Tampoco se movió cuando él le dio la espalda, se anudó una bufanda de lana al cuello, se abrigó con su histórico Loden y salió de la casa después de darle un beso en la mejilla y de repetirle tres o cuatro veces: «Cuánto te he echado de menos, Clara, cuánto te he echado de menos».

Ella se quedó sola, sentada, quieta y muda ante la chimenea apagada y sintió un frío sólido traspasarle el alma.

—¿Gloria? —le dijo al aire, consciente de estar volviéndose loca de remate.

III

Para confeccionar un avioncito de papel es mejor que la hoja sea rectangular. Se dobla primero por la mitad y luego se pliegan las puntas en forma de flecha. Se abre, se le da la vuelta, se rasga un poquito por la parte de detrás y se forman las alas, simétricas, a continuación del vértice frontal. Antes de lanzarlo azotea abajo, es bueno echar el aliento un par de veces al pico de la aeronave para que el calor lo alimente o para que le indique cuál es la dirección del viento.

Clara Cobián había arrojado miles de avioncitos al barranco desde el mirador de la plaza de su pueblo. De hecho, aquélla había sido una de sus actividades favoritas cuando era una niña traviesa, huesuda y medio salvaje. Los otros niños solían pedirle a ella que les hiciera los aeroplanos, porque decían que tenía un don. Que sus manos estaban hechas para la papiroflexia, que sus naves eran todopoderosas.

El Premio Nacional de Literatura tenía las dimensiones perfectas, 24 × 18, como una foto grande, por si alguien lo quería enmarcar. Gabriel Hinestrosa lo había pinchado con cuatro chinchetas en la cara interior de la puerta de su casa. «Qué humilde», decían unos, «menuda excentricidad», decían los más, sin comprender que su auténtico motivo era verlo cada vez que saliera a la calle y tomar aire, y levantar la cabeza bien alta, y recobrar la seguridad en sí mismo que tanto juego le hacía con el Loden, la corbata y los gemelos. Gracias a aquel premio, en el ático entraba un hombre derrotado por la conciencia, la edad y el deseo, pero del ático salía un triunfador a punto de darle el último mordisco a la tarta de la inmortalidad.

Clara arrancó las chinchetas con la ayuda del filo de un cuchillo. No debía rasgar el papel si quería que el avioncito volara correctamente. Después lo desprendió con cuidado de la puerta.

Entonces ocurrió algo que sacudió definitivamente los cimientos de esta historia: allí donde una vez estuvo el pergamino quedó un cerco de limpieza sobre la madera, cosa previsible, pero ¡oh, sorpresa!, en el centro, también clavado con unas chinchetas, oculto desde hacía años y años, la chiquilla descubrió una cuartilla doblada por la mitad.

La descolgó, la extendió ante sus ojos y arqueó las cejas.

Acababa de encontrar un viejo documento escrito en alemán. En él quedaba registrado que Bartek Solidej y Greta von Schónborn habían contraído matrimonio en la Marienkapelle de la ciudad de Würzburg, Baviera, el día quince de marzo de mil novecientos cuarenta y cinco. Sus firmas, junto a las de cuatro testigos y el sacerdote que los casó, daban fe de su autenticidad.

Después de un corto lapso de tiempo en el que lo contempló atentamente —¿por qué no le extrañaba haber dado con semejante hallazgo?—, guardó el original en su bolsa de recortes. Cerró la cremallera y continuó con lo que estaba haciendo como si tal cosa.

Primero dobló la punta, después construyó las alas y, por último, salió a la azotea, exhaló su aliento cálido sobre la punta y lanzó el Premio Nacional de Literatura a tomar viento, nunca mejor dicho, con toda la fuerza de su brazo derecho. El pergamino dibujó tres loopings sobre los tejados antes de caer en picado a la calzada húmeda. Se posó boca abajo en un charco de barro donde un coche lo atropello sin miramientos. Ni siquiera redujo la velocidad al pasar por encima. Quedó hecho un guiñapo de papel mojado que poco a poco desapareció para siempre ante la sonrisa satisfecha de Clara, que se aseguró de que no quedara ni un mísero trocito vivo, asomada, medio cuerpo fuera, a la calle desde la azotea.

Luego volvió a entrar en la casa de Gabriel, recogió sus cosas, abandonó a propósito las llaves sobre la mesa de la cocina y se fue de allí dando un portazo. «Tendrás que llamar al cerrajero», pensó satisfecha.

La idea del avión de papel no se le había ocurrido inmediatamente. Había sido más bien un proyecto que había ido tomando forma a medida que pasaban los minutos y el silencio se apoderaba de todos los rincones de aquella casa. De hecho,

lo primero que hizo Clara, una vez que el maestro cerró la puerta del ático, fue recoger las tazas de café y llevarlas a la cocina. Mientras las lavaba con un estropajo, jabón y agua fría, se sentía confusa, desconcertada y, sobre todo, profundamente triste, aunque no era capaz de determinar el motivo concreto de su estado de ánimo.

Empezó por repasar las palabras del maestro, su significado y su significante, analizando su tono y sonoridad, sus implicaciones y consecuencias, sus connotaciones ocultas, sus sinónimos y antónimos, su morfología, su origen y su sintaxis. Después de un rato, con el agua del grifo aún corriendo, Clara se dio cuenta de que estaba llorando con un desconsuelo insano porque acababa de notar que aquel maldito lavavajillas olía muchísimo a limón.

Se remontó a la tarde en la que recibió el encargo de viajar a Nueva York para entrevistar a Greta Bouvier y revivió con un profundo estremecimiento la sacudida que sufrió cuando Iluminada pronunció el nombre de Gabriel Hinestrosa en voz alta. De algún modo supo entonces que la segunda parte de la novela inconclusa de sus fracasos amorosos estaba a punto de dar comienzo y, a pesar de todo, aceptó el duelo. Creyó que podría mantener al maestro a raya: un par de llamadas para tenerlo contento, un café de vez en cuando y el olvido más despiadado una vez que estuviera escrito el artículo. Pero pronto comprendió que la tela de araña que Gabriel le tendía era mucho más pegajosa de lo que ella había calculado. Fue volver a verlo en aquel pequeño salón de té y perder la cabeza de nuevo. El resto había sido sencillo: su voz, sus silencios, los requiebros que dejaba caer aquí y allá, los recuerdos que él y sólo él había resucitado en su memoria: el patio andaluz, la azotea, los boleros y el mojito, el agua del limonero, su mano acariciándole la espalda y las noches en vela ilusionada aún por un futuro a dos bandas que nunca se hizo realidad. Luego aquella confesión entre pucheros: «Yo te dejé ir, yo te construí las alas, yo te devolví la juventud, chiquilla, que la vejez es una cosa muy mala». Y la jaula abierta, para que Clarita se metiera dentro, voluntariamente, como un jilguero que de tanto andar preso, cuando se ve libre, no sabe a dónde ir.

Hinestrosa se habría salido con la suya: habría recuperado a Clara con sólo chasquear un dedo si no hubiera sido por Greta y aquella vieja historia de adulterio que él se empeñaba en negar. Es más, si Gabriel lo hubiera admitido con humildad, si por una vez en su vida hubiera dejado a un lado el orgullo y en lugar de vestirse de dandi se hubiera quedado en bata, y si hubiera llamado al bedel pretextando una gripe en vez de dejarla sola lavando los platos, todavía podría haber quedado una mísera posibilidad de que Clara le hubiera creído.

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