Brett estaba confusa. Oía una voz de Flavia que cantaba la
cabaletta
y otra voz de Flavia que gritaba furiosa:
—¿Quiénes son? ¿Qué hacen aquí?
«Sigue cantando, Flavia», quería decirle, pero no podía recordar cómo decirlo. Acabó de caer al suelo y quedó con la cara vuelta hacia la puerta de la sala, donde vio a la verdadera Flavia a contraluz, oyó la música excelsa que llegaba con ella, envolviéndola, y descubrió el gran cuchillo de picar cebolla que traía en la mano.
—No, Flavia —susurró, pero nadie la oyó.
Flavia se lanzó hacia los dos hombres. Ellos, sorprendidos a su vez, no tuvieron tiempo de reaccionar, y el cuchillo hizo un corte en el antebrazo que el más bajo había levantado. El hombre dio un grito de dolor y apretó el brazo contra el cuerpo, cubriéndose la herida con la otra mano. La sangre empezó a empapar la manga de la chaqueta.
Otra imagen congelada. Luego, el más alto inició la retirada en dirección a la puerta que había quedado abierta. Flavia, con la mano del cuchillo a la altura de la cadera, dio dos pasos hacia él. El herido le lanzó un puntapié con el pie izquierdo que la alcanzó a un lado de la rodilla. Ella cayó de rodillas, con el cuchillo todavía bien sujeto junto a su cuerpo.
La señal que intercambiaron los dos hombres en este momento fue totalmente silenciosa, pero ambos fueron hacia la puerta al mismo tiempo. El alto se agachó alargando el brazo para recuperar el sobre, pero Flavia, desde el suelo, fintó con el cuchillo hacia su mano y él retrocedió dejando el sobre en el suelo. Flavia se puso de pie y bajó corriendo varios escalones detrás de ellos, mas enseguida se detuvo, volvió al apartamento y cerró la puerta con el pie.
Se arrodilló al lado de la mujer que estaba en el suelo.
—Brett, Brett —dijo mirándola con ansiedad. La otra tenía la parte inferior de la cara cubierta de la sangre que le salía de la nariz, del labio y de una herida del lado izquierdo de la frente. Estaba tendida con una rodilla doblada debajo del cuerpo, el jersey subido hasta la barbilla y los pechos al descubierto—. Brett —dijo Flavia por tercera vez y durante un momento pensó que aquella figura inmóvil estaba muerta. Pero inmediatamente ahuyentó el pensamiento y le puso una mano a un lado del cuello.
Con la lentitud con que amanece una encapotada mañana de invierno, se alzó un párpado y luego el otro, aunque sólo hasta la mitad, porque estaba hinchándose rápidamente.
—
Stai bene?
—preguntó Flavia.
La única respuesta fue un leve quejido. Pero era una respuesta.
—Pediré ayuda. No te apures,
cara.
Vendrán enseguida.
Corrió a la otra habitación y alargó la mano hacia el teléfono. Durante un segundo, no supo qué era lo que le impedía agarrar el aparato, y entonces vio el cuchillo ensangrentado que tenía agarrado con una mano agarrotada. Lo dejó caer al suelo y levantó el aparato. Con dedos rígidos pulsó el 113. Al cabo de diez señales, una voz de mujer le preguntó qué deseaba.
—Es una urgencia. Necesitamos una ambulancia. En Cannaregio.
La voz, con acento de aburrimiento, le pidió la dirección exacta.
—Cannaregio, 6134.
—Lo siento,
signora.
Es domingo y sólo hay una ambulancia. La pondré en lista.
Flavia alzó la voz.
—Una mujer
está
herida. Han intentado matarla. Hay que llevarla al hospital.
La voz asumió un tono de sufrida paciencia.
—Ya se lo he dicho,
signora.
Sólo disponemos de una ambulancia y antes tiene que atender otros dos servicios. En cuanto esté libre se la enviaremos. —Al no recibir respuesta de Flavia, la voz preguntó—:
Signora,
¿me oye? Si hace el favor de repetirme la dirección, tomaré nota.
Signora? Signora?
—En respuesta al silencio de Flavia, la mujer cortó la comunicación, dejando a Flavia con el teléfono en la mano y deseando tener todavía el cuchillo.
Temblando, Flavia soltó el teléfono y volvió al recibidor. Brett seguía en el mismo sitio, pero había conseguido ponerse de lado y se abrazaba el pecho, gimiendo.
Flavia se arrodilló a su lado.
—Brett, tengo que ir a buscar a un médico.
Flavia oyó un sonido ahogado y la mano de Brett se acercó a la suya. Los dedos apenas llegaron a rozar el brazo de Flavia antes de caer desmayados al suelo.
—Frío —dijo tan sólo.
Flavia se levantó y fue al dormitorio, tiró del edredón, lo arrastró al recibidor y lo extendió sobre la figura inmóvil. Abrió la puerta de la escalera, sin preocuparse de comprobar antes por la mirilla si habían vuelto los dos hombres. Dejando la puerta abierta, bajó corriendo dos tramos de escalera y golpeó con fuerza la puerta del piso de abajo.
A los pocos momentos, la abrió un hombre de mediana edad, alto y medio calvo, con un cigarrillo en una mano y un libro en la otra.
—Luca —jadeó Flavia, sobreponiéndose al impulso de gritar, porque el tiempo pasaba y nadie venía a atender a su amante—. Brett está herida. Necesita un médico. —Bruscamente, le falló la voz y empezó a sollozar—. Por favor, Luca, por favor, tráeme a un médico. —Lo asía del brazo, incapaz de seguir hablando.
Sin decir palabra, el hombre retrocedió un paso y agarró unas llaves de encima de una mesa que había al lado de la puerta. Dejó caer el libro al suelo, cerró la puerta y desapareció por la escalera abajo antes de que Flavia pudiera decir más.
Flavia volvió a su apartamento subiendo los peldaños de dos en dos. Vio que debajo de la cara de Brett había un charquito de sangre, en el que flotaba un fino mechón de pelo. Años atrás, había leído que a las personas en estado de shock hay que mantenerlas despiertas, que es peligroso que se duerman, por lo que volvió a arrodillarse al lado de su amiga y la llamó. Ahora uno de los párpados estaba tan hinchado que no podía abrirse, pero al sonido de la voz el otro se entreabrió ligeramente y Brett la miró sin dar señales de reconocerla.
—Luca ha ido a buscar a un médico. Enseguida estarán aquí.
Lentamente, la mirada pareció extraviarse, luego volvió a fijarse en ella. Flavia se sentó sobre los talones e inclinando el cuerpo hacia adelante apartó el pelo que cubría la cara de Brett y sintió que la sangre le empapaba los dedos.
—Todo se arreglará. Enseguida llegarán y te curarán. Todo se arreglará, mi vida. No tengas miedo.
El párpado se cerró, se abrió, la mirada se perdió, luego volvió.
—Duele —susurró.
—No te apures, Brett. Pronto pasará.
—Duele.
Flavia acercó la cara a la de su amiga, tratando de hacer que aquel párpado siguiera abierto, de captar la atención de aquella mirada, musitando frases que luego no recordaría. Al cabo de un rato, estaba llorando, sin darse cuenta.
Vio la mano de Brett, semiescondida por el edredón y la asió con suavidad, como si fuera del mismo plumón que la envolvía.
—Pronto estarás bien, Brett.
De pronto, oyó pasos y voces en la escalera. Por un momento, pensó que pudieran ser los dos hombres que volvían para terminar lo que fuera que hubieran venido a hacer. Se levantó y fue hacia la puerta, confiando en poder cerrarla a tiempo, pero entonces vio la cara de Luca y, detrás de él, a un hombre con chaqueta blanca y un maletín negro.
—Gracias a Dios —exclamó y comprobó con sorpresa que lo decía sinceramente. Detrás de ella, cesó la música. Finalmente, «Elvira» tenía a su «Arturo» y la ópera había terminado.
Flavia retrocedió para dejar entrar a los dos hombres.
—¿Qué hay? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Luca mirando el edredón del suelo y la figura que cubría.
Dio mio
—murmuró sin poder contenerse y se inclinó hacia Brett, pero Flavia extendió el brazo atajando el movimiento y llevándoselo de allí, para hacer sitio al médico al lado de la mujer que estaba en el suelo.
El médico se agachó y alargó la mano buscando el pulso del cuello. Al comprobar que era lento pero firme, retiró el edredón para examinar las lesiones. El jersey estaba ensangrentado y fruncido bajo las axilas, dejando el torso al descubierto. La piel tenía desgarros y marcas rojas que estaban amoratándose.
—
Signora,
¿puede usted oírme? —preguntó el médico.
Brett hizo un sonido gutural; le era muy difícil articular palabras.
—Voy a moverla. Sólo un poco, lo justo para examinarla. —Hizo un ademán a Flavia, que se arrodilló al otro lado—. Sujétele los hombros. Tengo que estirarle las piernas. —El médico asió la pierna izquierda por la pantorrilla, la enderezó y repitió la operación con la derecha. Lentamente, dio la vuelta a la agredida y Flavia le apoyó el hombro en el suelo. Todos estos movimientos llegaban a la semiinconsciente Brett como una nueva oleada de dolores, y ella gemía.
—Traiga unas tijeras —dijo el médico a Flavia que, obediente, entró en la cocina y sacó unas tijeras de un gran bote de cerámica de la encimera. Entonces notó el calor del aceite que siseaba en la sartén en el fogón. De un manotazo, hizo girar la llave y volvió rápidamente junto al médico.
Éste cortó el ensangrentado jersey para liberar el tórax. El hombre que la había golpeado llevaba un grueso anillo de sello que había dejado pequeñas improntas circulares más oscuras en las ya amoratadas señales de los golpes.
El médico volvió a inclinarse.
—Ahora procure abrir los ojos.
Brett trató de obedecer, pero sólo pudo abrir uno. El médico sacó una linternita del maletín y le iluminó la pupila, que se contrajo. Involuntariamente, ella cerró el párpado.
—Está bien —dijo el médico—. Ahora mueva la cabeza, aunque sólo sea un poco.
Aunque le costó un gran esfuerzo, Brett lo consiguió.
—Y ahora la boca. ¿Puede abrirla?
Ella lo intentó y ahogó un grito de dolor, un sonido que hizo a Flavia buscar el apoyo de la pared.
—Ahora le examinaré las costillas,
signora.
Cuando le haga daño, dígamelo. —Le palpó las costillas suavemente. Ella se quejó dos veces.
El médico sacó un sobre de gasa estéril y lo abrió. Empapó la gasa en antiséptico y, lentamente, empezó a limpiarle la cara de sangre. La fosa nasal derecha y el corte del labio seguían sangrando. El hombre hizo una seña a Flavia, que volvió a arrodillarse a su lado.
—Manténgale esto en el labio y procure que no se mueva.
Dio a Flavia la gasa manchada de sangre, y ella obedeció.
—¿Dónde está el teléfono? —preguntó el médico.
Flavia señaló la sala con un movimiento de la cabeza. El médico desapareció por la puerta, y Flavia le oyó marcar y hablar con el hospital. Pedía una camilla. ¿Por qué no se le había ocurrido? La casa estaba tan cerca del hospital que no hacía falta ambulancia.
Luca andaba alrededor de ellas, sin saber qué hacer, hasta que finalmente se inclinó y tapó a Brett con el edredón.
El médico volvió y se agachó al lado de Flavia.
—Ya vienen. —Miró a Brett—. No puedo darle nada para el dolor hasta que le hagamos las radiografías. ¿Duele mucho?
Para Brett el mundo era sólo dolor.
El médico, al ver que temblaba, preguntó:
—¿Tienen más mantas? —Luca, al oírlo, entró en el dormitorio y salió con una colcha que entre él y el médico extendieron encima de ella, pero no pareció que sirviera de algo. El mundo se había enfriado, y ella no sentía nada más que frío y un dolor creciente.
El médico se puso en pie y miró a Flavia.
—¿Qué ha ocurrido?
—No lo sé. Yo estaba en la cocina. Cuando he salido, ella estaba en el suelo y había dos hombres.
—¿Quiénes eran? —preguntó Luca.
—No lo sé. Uno era alto y el otro bajo.
—¿Y qué has hecho?
—Atacar.
Los dos hombres se miraron.
—¿Cómo? —preguntó Luca.
—Tenía un cuchillo. Estaba en la cocina, y he salido con el cuchillo en la mano. Cuando los he visto, me he lanzado sin pensar. Se han ido corriendo. —Movió la cabeza, desinteresándose de todo aquello—. ¿Cómo está? ¿Qué le han hecho?
Antes de responder, el médico se apartó unos pasos de Brett, aunque ésta estaba muy ajena a lo que ocurría alrededor como comprender u oír siquiera sus palabras.
—Tiene varias costillas rotas, contusiones y cortes. Y quizá la mandíbula fracturada.
—
Oh, Gesù
—dijo Flavia llevándose la mano a la boca.
—Pero no hay señales de conmoción. Reacciona a la luz y entiende lo que le digo. De todos modos, hay que hacer radiografías.
Aún no había acabado de hablar el médico cuando se oyeron voces en la escalera. Flavia se arrodilló junto a Brett.
—Ya vienen,
cara.
Todo se arreglará. —Lo único que supo hacer fue poner la mano en la colcha encima el hombro de Brett y mantenerla allí, con la esperanza de transmitirle su calor—. Te pondrás bien.
Dos hombres con bata blanca aparecieron en la puerta, y Luca con un ademán les invitó a entrar. Habían dejado la camilla en el portal, como era lo obligado en Venecia, y habían subido el sillón de mimbre que utilizaban para acarrear a los enfermos por las estrechas escaleras de las casas venecianas.
Al entrar, los recién llegados miraron la cara ensangrentada de la mujer que estaba tendida en el suelo como si todos los días vieran imágenes parecidas y ya estuvieran acostumbrados. Quizá lo estaban. Luca se fue a la sala y el médico les recomendó que la movieran con sumo cuidado.
Mientras tanto, Brett no sentía nada que no fuera el prieto abrazo del dolor. Lo sentía en todo el cuerpo, en el pecho comprimido, que hacía de cada respiración un suplicio, en los huesos de la cara, y en la espalda, que la abrasaba. A veces, sentía dolores fraccionados, pero enseguida se fundían y le recorrían el cuerpo anulando todo lo demás. Después sólo recordaría tres cosas: la mano del médico en su mandíbula, un contacto que le envió al cerebro un fogonazo blanco; la mano de Flavia en su hombro, el único calor en aquel mar de hielo; y el momento en que los dos hombres la levantaron del suelo, y ella dio un grito y se desmayó.
Cuando volvió en sí, al cabo de varias horas, el dolor seguía presente, pero algo lo mantenía un poco apartado. De todos modos, sabía que, si se movía, aunque sólo fuera un centímetro, volvería aún con más fuerza, por lo que se mantenía perfectamente inmóvil. Pensó en palpar cada parte de su cuerpo, para averiguar dónde acechaba el dolor más agudo, pero antes de que pudiera dar a su cerebro la orden de empezar el recorrido, el sueño la venció.