Por mucho que hubiera querido, no estaba en posición de ayudar a Bogumila, y no lo estaría hasta que no despejara aquel piso. Tenía que empezar a contar: la castaña ya había caído, quedaban veinte. Me alejé de la ventana de mala gana, para ver si podía ayudar a Leif a dejarnos las espaldas cubiertas antes de seguir avanzando. No había dado más que un par de pasos cuando le vi cortar a una mujer en dos mitades limpias con la ayuda de Moralltach. Mientras el tronco de la bruja se separaba de sus caderas y las dos mitades caían al suelo, Leif se volvió con un movimiento brusco, pues había notado que me acercaba, y sonrió al verme.
—Bonita oreja —me dijo—. ¿Quieres que te lama las heridas?
—Cierra la boca. ¿A cuántas te has cargado?
—A dos —contestó, haciendo un gesto hacia otro bulto inmóvil, ahora arrugado y gris, que tenía detrás.
—Vale, tres menos. Vamos. Tenemos que contarlas para asegurarnos de que acabamos con todas.
Activé mi descodificador feérico y escudriñé a través de la nube de polvo, en dirección oeste. Había unas figuras moviéndose en el lado más alejado, cerca del hueco de la escalera, apenas visibles a través de la niebla asfixiante. El aire que entraba por las paredes de cristal rotas al norte y al sur formaba una corriente que estaba despejándola un poco, pero tendrían que pasar unos minutos antes de que la visibilidad fuera buena.
«Figuras oscuras», había dicho Morrigan. Sí que iba a luchar contra unas figuras oscuras. Bueno, una de ellas no era humana, se distinguía el aura demoníaca. Me di cuenta de que, donde estaban, era fácil que se hubieran protegido de los lanzacohetes que habíamos utilizado y también de las granadas, si las habían oído rebotar en el suelo. Me agaché, tomé una bocanada profunda de aire y me adentré en aquella bruma sucia, suponiendo que Leif vendría detrás.
Por el suelo había diseminados cuerpos ensangrentados y desmembrados, brazos putrefactos y rodillas nudosas dobladas en posturas imposibles; todos los encantamientos se habían borrado con la muerte. Más tarde haría el recuento. Delante de mí podía ver diez siluetas, reunidas en un círculo amplio. Algunas estaban sentadas en el suelo, entonando algo en voz baja, y casi todas mostraban signos reveladores del infierno. En cuanto procesé aquella información, eché a correr: las que estaban sentadas estaban en pleno ritual y el resto las estaban protegiendo, porque casi habían terminado. No tenía la menor idea de cuál era su objetivo, pero no quería que muriera nadie de nuestro bando sólo porque yo no había sido precavido.
Tan rápido como pude, conjuré un hechizo de camuflaje para mí mismo, porque recordé que durante la guerra no habían podido ver a través de él. A partir de ese momento, mi capacidad de reflexionar casi desapareció por completo y me convertí en una extensión de mi sistema endocrino.
Una de las figuras que estaba de pie —una silueta de mujer— tenía un arma automática y me oyó acercarme sobre los escombros. Disparó unas doce veces hacia donde yo estaba, sin apuntar; vi los fogonazos en la boca del arma, a la vez que sentía que las balas me sentaban de culo. Me quedé sin respiración, aunque me sentí afortunado por que mi vecino fuera un traficante de armas. A continuación, la mujer vio a Leif acercándose y descargó la pistola contra él, pero a él las balas le resultaban tan molestas como las picaduras de una abeja. Y, de todos modos, muchas rebotaron en el peto metálico. Dejé que él se ocupara de los guardianes, porque eran las figuras sentadas que estaban en pleno ritual las que tenían que morir en ese mismo instante.
Me puse de rodillas, agarré la empuñadura de Fragarach con ambas manos y la levanté por encima de mi cabeza, para lanzársela al primer cráneo que tenía a tiro. La espada voló certera, se clavó en la nuca de la bruja y le salió por la boca, hasta que la guarda la frenó. Leif decapitó a la del arma casi a la vez y le estaba amputando el brazo a otra guardiana, a la altura del codo, cuando se desató un pequeño infierno.
Detener un ritual demoníaco que está en pleno proceso suele acarrear consecuencias terribles para quienes participan en él, y eso le pasó a las
Hexen
. En vez de terminar el maleficio que iba dirigido a Malina o a alguna otra hermana de las Tres Auroras, las dos brujas que quedaban —una de ellas echada de espaldas, con las piernas abiertas— ardieron al instante en el mismo fuego abrasador que intentaban invocar. Entre esas llamas se alzó un demonio con forma de carnero enorme, más grande que los que habíamos visto en el segundo piso. Estaba riéndose de buena gana, porque lo habíamos sorprendido
in flagrante delicto
y la muerte de las brujas lo libraba de ataduras, le concedía la libertad en este plano. Todos, incluyendo a Leif, dejaron lo que estaban haciendo para ver qué iba a hacer él. El carnero nos observó a todos —a él no le engañaba con mi camuflaje— y llegó a la conclusión de que no le apetecía enfrentarse a nosotros; podía pasárselo mucho mejor en otras partes, donde la gente no podía defenderse. Volvió la cabeza hacia el norte y la bajó, antes de abrir otro agujero en la pared de cristal y tirarse a la calle. Extendió las pezuñas en la caída, para amortiguar el golpe con sus fuertes ancas.
Una huida así era justo lo que estaba esperando el aquelarre polaco. Me arrastré hasta el borde del edificio para asomarme abajo; Malina había tomado posiciones en la esquina noroeste y, a pesar de que había visto que estaban atacando a Bogumila en la esquina nordeste, no había abandonado su puesto, para que no pudiera escaparse algo como aquel carnero.
Lo atacó con ferocidad y tan deprisa como pudo, para acudir corriendo en ayuda de Bogumila. Gritó algo incomprensible en polaco, alzó con fuerza la mano derecha, en la que no tenía nada, y fue como si de la mano le saliera una especie de látigo rojo luminoso. Lo hizo chasquear con maestría antes de enroscarlo alrededor de las patas del carnero, que ya intentaba perderse en la oscuridad. El demonio aulló y lanzó una llamarada por la boca al caer sobre el asfalto de Pecos Road, pero Malina no había terminado. Gritando algo más en polaco, sacudió el mango del látigo con un movimiento que se transmitió hasta el extremo del suelo, describiendo una onda senoidal. Cuando llegó a las patas del carnero, la onda lo levantó por los aires, chillando, como si fuese tan ligero como un colibrí. Malina giró la muñeca y soltó el látigo, que voló en espiral tras el carnero y lo atrapó como si fuera una constrictor. El animal baló desesperado y, un segundo después, explotó en el aire. Se vio un anillo de fuego impresionante, naranja y verde.
La prueba de la destrucción del carnero subió hasta donde estábamos, un tercer piso, y detrás de mí oí unos cuantos gritos ahogados ante aquella demostración de poder de Malina. Me reí y me volví para mirar hacia las brujas alemanas.
—Me parece increíble que empezarais toda esta mierda contra ella, cuando no contáis más que con un truquito. Ella sabe sacar látigos de fuego del mismísimo aire —les dije en su lengua.
Siempre había sospechado que el aquelarre de Malina se guardaba unos cuantos hechizos serios bajo esas mangas de diseñador, pero hasta ese momento no habían tenido la oportunidad de demostrarlo. En la Cabaña de Tony, las manzanas podridas del grupo se habían enfrentado a hombres lobo y nada que supieran arrancar del aire les habría sido de ayuda contra la manada de Tempe, a no ser que fuera plata.
Las
Hexen
no estaban muy seguras de dónde salía mi voz, así que eché un vistazo más a Bogumila y el rabino Yosef antes de terminar lo que habíamos ido a hacer. La barba del rabino parecía mucho más larga de lo que era, y también se movía mucho más, pero por lo visto la espiral violeta de Bogumila la mantenía a salvo por el momento.
He oído que la gente que está a dieta siempre dice que los últimos cinco kilos son los más difíciles de perder. Resulta que, como en uno de esos enigmas que sacan de quicio a los sabios de barba blanca, las últimas cinco brujas también son siempre las más difíciles de matar.
Mientras yo había estado preocupándome por la suerte de otros, una bruja se me había acercado con gran sigilo y me estampó un puñetazo a traición en toda la mandíbula, como en el disco de Pantera
Vulgar Display of Power
. Estaba claro que mi camuflaje había fallado. Perdí varios dientes y sentí en la boca el sabor a sangre, cuando me golpeé la cabeza contra el cristal y me desplomé en el suelo. Recibí un par de patadas crueles en el abdomen, antes de que me diera tiempo a procesar siquiera el dolor que sentía en la cabeza y a valorar el daño sufrido. Es probable que el chaleco antibalas fuera lo que me librara de un par de costillas rotas, porque los golpes se oían tan fuertes que me recordaron los efectos sonoros de las películas de los hermanos Shaw. Se me empezó a nublar la vista y miré desesperado a mi atacante. Su cara podía haber sido perfectamente una de esas señales amarillas que la gente pegaba en el coche; en la suya se leía «DEMONIO A BORDO». Los ojos enrojecidos y el aliento abrasador y pestilente que le salía de la boca anunciaban que no se andaría con bromas en eso de acabar conmigo. Consiguió endosarme otra patada, mientras yo bloqueaba el dolor de la cabeza y potenciaba mi velocidad, una aceleración de la función neuromuscular que siempre utilizaba para mantenerme a la altura de Leif en nuestras sesiones con la espada. Después de eso no iba a quedarme demasiada magia en el talismán del oso, pero esperaba que me ayudara a salir de donde estaba metido.
Cuando la bruja ya iba a darme otra patada en la cabeza, apoyé las manos y estiré una pierna para pasarle el pie por debajo y hacerle perder el equilibrio. Me incorporé de un salto y me dio un pequeño mareo, al tiempo que la bruja caía al suelo, dando gritos. Retrocedí hacia el oeste, aprovechando el tiempo que ella necesitaba para volver a ponerse en pie, y durante esos pocos segundos valoré la nueva situación táctica.
A aquellas cinco
Hexen
les faltaban meses para que les saliera un bebé demonio por entre las piernas, pero daba la impresión de que estuvieran disfrutando ya de todas las ventajas de dar a luz a un carnero. Quizá la repentina muerte de sus pequeños había agudizado sus cualidades. Tenían más fuerza y velocidad, sus sentidos veían a través de mi camuflaje y estrenaban la capacidad de lanzar fuego del infierno. Las otras cuatro brujas estaban ocupadas arrojando bolas naranjas de ese fuego, furiosas, a Leif. Él las esquivaba por instinto, retrocediendo hacia el este, pues delante de tanto fuego no recordaba o no confiaba en que el talismán que le había dado lo volviera incombustible.
Fragarach seguía clavada en la cabeza de una bruja muerta y si hubiera tenido tiempo, habría podido crear un amarre entre la piel de la empuñadura y la de mi mano y así habría venido volando hacia mí, como en uno de esos pasos de Skywalker. Sin embargo, mi atacante no parecía dispuesta a darme esa oportunidad. Se abalanzó contra mí lanzando un grito furioso, con las manos extendidas. Se veía claramente que sus dedos se estaban transformando en garras negras. Con esas garras me alcanzó el estómago, y menos mal que di un paso atrás en vez de confiar en que el chaleco antibalas las pararía, porque arrancó las dos primeras capas como si fueran de papel. Prefería no saber lo que esas garras eran capaces de hacer con unos intestinos, mucho menos con los míos.
No podía plantar cara a esas armas sin más ayuda que mis manos vacías. Mi contrincante no llevaba ropa de piel como muchas de las otras brujas. Todo lo que vestía era sintético, fibras muertas y ajenas a la naturaleza, así que no podía hacerla girar ni empujarla con un amarre. Lo mejor que podía hacer era quitarme del medio y esperar una ocasión para recuperar la espada.
Pero entonces la bruja describió un círculo y me cortó el paso. Detrás de mí se abría el extremo occidental del edificio y ahora a la izquierda me quedaba una peligrosa caída, pues estaba a la altura de la pared de cristal por la que se había arrojado el carnero. La bruja se abalanzó sobre mí, con una sonrisa malvada. Me intentó alcanzar en la cabeza y eso me obligó a retroceder hacia el borde de la ventana. Otro amago que esquivé agachándome, antes de escabullirme por la derecha, hacia la pared occidental. Pero fue rápida y me propinó una patada que me acertó de lleno en la oreja izquierda, sanguinolenta. Sentí un estallido de dolor que me lanzó tambaleante a la esquina. A través del pitido y el zumbido que me embotaban, oí los ecos de su risa. Por lo visto me tenía donde me quería tener: en el suelo, sin ningún sitio al que escapar.
Me rodearon las llamas, sábanas infladas de fuego como si una colada infernal estuviera secándose en el viento seco, y yo también me eché a reír mientras intentaba incorporarme dolorido, en medio de todo aquello. Hacía calor, no iba a negarlo, pero el amuleto me protegía. Me concentré —una tarea difícil, tal como me daba vueltas la cabeza— y busqué a mi contrincante a través del fuego. No estaba a más de metro y medio, el fuego le salía de las manos y un gesto demoníaco le deformaba el rostro. Me arrastré más cerca de ella, coloqué el pie izquierdo con cuidado —y me estremecí a causa de la herida en el muslo—, y después le lancé una patada karateka clásica al vientre, justo donde crecía el pequeño demonio, en su centro de gravedad. Retrocedió tambaleante, con un gruñido, y dejó de brotar fuego de sus manos. No cayó al suelo, sino que se quedó inmóvil unos segundos, confusa porque no me veía ni un poquito chamuscado, ni me había derretido. Me deslicé hacia la derecha, porque allí estaba mi espada, y para cuando logró procesar la información, ya le llevaba una buena ventaja. Estaba a punto de echar a correr detrás de mí, ya tenía los músculos tensos, cuando un látigo del infierno encarnado que ya conocía se coló por el agujero de la pared y se le enroscó alrededor de las caderas. La sacó del edificio chillando y ni siquiera me molesté en acercarme a mirar; sabía que Malina terminaría con ella y todavía quedaban cuatro
Hexen
de las que ocuparse.
Le estaban dando trabajo a Leif, demasiado, para ser justos. Había escapado de su fuego del infierno corriendo por todo el edificio, alrededor del enorme hueco que había abierto con la cabeza del golem y, en ese momento, cuando yo sacaba a Fragarach de la cabeza de la bruja con un «glup», las
Hexen
habían adoptado la táctica de atacarlo desde diferentes ángulos. El fuego del infierno envolvió a Leif por cuatro sitios y en esa ocasión no pudo hacer nada por esquivarlo. El grito inhumano que profirió hizo que me recorriera un escalofrío por la espalda y por un instante dejé de verlo en el centro de aquella enorme bola de fuego. Al momento reapareció y, aunque la mayor parte de su cuerpo seguía intacta, las mangas abombadas de la camisa de lino se habían prendido. Eso era lo que le estaba dando problemas, pues las llamas le lamían los brazos y empezaban a devorar su carne pálida de muerto viviente, muy inflamable. No vi que tuviera a Moralltach en ninguna mano, debía de haberla tirado por alguna parte. Echó a correr hacia el norte, directo al agujero enorme que había hecho la granada al explotar, y supe lo que pretendía hacer.