Authors: Ellen Kushner
—Un par de espadachines, tan sólo. Se suponía que iba a ser un duelo con Hal Lynch, creo que ya te lo dije. Nuestros clientes lo organizaron para que tuviera lugar en esta demencial fiesta en el jardín de lord Horn. ¿Te imaginas celebrar una fiesta al aire libre con este tiempo?
—Se cubrirían con pieles. Y admirarían el paisaje.
—Supongo. —Mientras hablaba, el espadachín estaba limpiando su arma. Era un estoque de duelo ligero y flexible, de un tipo que sólo él, con su reputación y sus reflejos, podía pasear por la Ribera con autoridad—. Sea como fuere, empezó Lynch, y entonces salió De Maris de los arbustos y se precipitó sobre mí.
—¿Por qué?
Richard suspiró.
—¿Quién sabe? Es el espadachín de la casa de Horn; a lo mejor pensó que estaba atacando a su señor. En cualquier caso, Lynch se hizo a un lado y yo maté a De Maris. Estaba bajo de forma —añadió, bruñendo la hoja con un paño suave—. Lynch sí que era bueno, siempre lo ha sido. Pero nuestros clientes querían que siguiéramos después de la primera sangre, así que creo que lo maté. Creo... —Frunció el ceño—. Fue una estocada torpe. Resbalé en el hielo viejo.
El joven revolvió el pescado.
—¿Quieres un poco?
—No, gracias. Me voy directo a la cama.
—Bueno, frío está asqueroso —dijo con satisfacción el erudito—. Tendré que comérmelo todo yo solo.
—Adelante.
De Vier pasó a la habitación contigua, que contenía un arcón de ropa donde guardaba además sus espadas, envueltas en hule encerado, y una cama grande profusamente tallada. Había comprado la cama la última vez que tuvo dinero; la había visto en un puesto del mercado en la Ribera, repleto de cachivaches rescatados de las casas antiguas, y se había encaprichado de ella.
Contempló la cama. No parecía que hubiera dormido nadie en ella. Curioso, regresó a la habitación principal.
—¿Qué tal te ha ido la noche? —preguntó. Reparó en el par de botas mojadas que había de pie en un rincón.
—Bien —respondió el erudito, limpiando meticulosamente las espinas de su pescado—. ¿No habías dicho que estabas cansado?
—Alec —dijo Richard—. No es nada seguro que te pasees por ahí tú solo, de noche. La gente se vuelve loca, y no todo el mundo sabe todavía quien eres.
—Nadie sabe quién soy. —Alec entrelazó sus largos dedos en su cabello con expresión soñadora. Tenía el pelo fino y castaño como las hojas, y caía sobre la espalda en la larga coleta que era el emblema desafiante de los eruditos universitarios. Había llegado a la Ribera en otoño, y su ropa y su acento eran lo único que indicaba su lugar de origen—. Mira. —Los ojos de Alec, vueltos hacia la ventana, eran oscuros y verdes, como el agua bajo el Puente—. Sigue nevando. Uno puede morir en la nieve. Siente frío, pero no le duele nada. Dicen que se siente cada vez más calor, y luego te quedas dormido...
—Podemos salir más tarde. Si alguien intenta matarte, será mejor que me lo digas.
—¿Por qué?
—No puedo consentirlo —dijo el espadachín—. Echaría a perder mi reputación. —Bostezó—. Espero que por lo menos llevaras encima tu cuchillo.
—Lo he perdido.
—¿Otra vez? Bueno, no importa. Te conseguiré otro cuando reciba el dinero del combate. —De Vier sacudió los brazos y los flexionó contra la pared—. Si no me acuesto enseguida, empezaré a despejarme y después me sentiré como una piltrafa el resto del día. Hasta mañana, Alec.
—Buenas noches, Richard. —La voz era lenta y divertida; naturalmente, ya era de día. Pero estaba tan exhausto que le daba lo mismo. Dejó su espada cerca de la cama, como hacía siempre. Mientras se adormilaba, le pareció ver una serie de imágenes blancas, escenas esculpidas en la nieve. Jardines cubiertos de escarcha, con las ramas colmadas de rosas blancas y espinas de cristal; damas de vaporosos cabellos espolvoreados de azúcar escoltadas por galanes de marfil; y, para él, adversarios armados con largas y brillantes espadas de hielo claro y resplandeciente.
A mediodía, se podía contar con que casi todos los nobles de la Colina estuvieran despiertos. La Colina se erguía señorial sobre el resto de la ciudad, llena de mansiones, céspedes ajardinados, puertas elaboradas y embarcaderos particulares en la parte más limpia del río. Sus calles se habían construido expresamente lo bastante amplias y llanas para acomodar los carruajes de los nobles, poco después de que se inventara el carruaje. Por lo general, las mañanas en la Colina discurrían entre ociosos intercambios de notas redactadas en papeles de colores, perfumados y doblados, leídas y compuestas en diversos estados de desnudez sobre tazas de rico chocolate y crujientes triángulos de tostadas (toda la comida que se podía asimilar tras una noche de juerga); pero la mañana posterior al duelo en el jardín, con los sucesos de la noche listos para ser comentados, nadie tenía la paciencia de esperar una respuesta, por lo que las calles estaban desacostumbradamente atestadas de carruajes y peatones de postín.
El duque de Karleigh se había ido de la ciudad. Según se había podido averiguar, el duque había abandonado la fiesta de lord Horn cuando todavía no hacía ni una hora de la pelea, había ido a su casa, llamado a su carruaje a pesar de la nieve y partido antes del alba en dirección a la hacienda que tenía en el sur sin decir una palabra a nadie. El primer espadachín que se había enfrentado a De Vier, un hombre llamado Lynch, había muerto en torno a las diez de esa mañana, de modo que no se le podía preguntar si lo había contratado Karleigh para el duelo, aunque la repentina partida del duque ante la derrota de Lynch así parecía confirmarlo. De Vier se había esfumado en la Ribera, pero se esperaba que quienquiera que lo hubiera empleado saliera de un momento a otro a la luz para reclamar la distinguida y elegante victoria sobre Karleigh. Hasta el momento, nadie había roto el silencio.
En el ínterin, lord Horn estaba armando un buen escándalo por el uso que se había dado a sus jardines, y no digamos la pérdida del espadachín de su casa, el impetuoso De Maris; pero eso, como hizo ver lady Halliday a la duquesa de Tremontaine, significaba ni más ni menos lo que se suponía que significaba. Sin duda Horn estaba intentando prolongar la notoriedad de que había investido el suceso a su, por lo demás, ordinaria fiesta durante tanto tiempo como le fuera posible. Las dos damas habían estado allí, junto con la mayor parte de los mayores aristócratas de la ciudad, muchos de los cuales se sabía que habían discutido con Karleigh en uno u otro momento.
—Por lo menos —dijo la duquesa, ladeando su elegante cabeza—, parece que nos hemos librado de milord Karleigh para el resto del invierno. No puedo agradecer lo bastante ese servicio a su misterioso oponente. Qué hombre más odioso. ¿Sabes, Mary, cómo me insultó el año pasado? Bueno, mejor que no lo sepas; pero te garantizo que no lo olvidaré nunca.
Mary, lady Halliday, sonrió a su compañera. Las dos mujeres estaban sentadas en la soleada habitación de la mañana de la casa que tenía Halliday en la ciudad, bebiendo diminutas tazas de chocolate amargo. Ambas estaban ataviadas con ondeantes metros de suaves y exquisitos brocados, lo que les confería el aspecto de dos diosas surgidas de la espuma. Sus peinados, el uno castaño y el otro platino, eran impecables, delicadamente depiladas sus cejas. Las yemas de sus dedos, redondas y suaves, asomaban sin cesar entre los encajes como pequeñas conchas rosas.
—De modo —concluyó la duquesa—que no es de extrañar que por fin alguien se sintiera lo bastante afrentado como para echarle encima a De Vier.
—No precisamente encima —la corrigió Mary Halliday—. A fin de cuentas, el duque tuvo tiempo de buscarse otro espadachín que aceptara el desafío.
—Lástima —gruñó la duquesa.
Lady Halliday sirvió más chocolate, musitando:
—Me pregunto a qué se debería todo. De tratarse de algo ingenioso o divertido, la discusión no se habría mantenido tan en secreto... Como el último duelo del pobre Lynch, cuando el primogénito de lord Godwin lo contrató para enfrentarse al campeón de Monteith acerca de cuál de sus amantes era más bella. Eso estuvo bien; aunque claro, no fue a muerte.
—Los duelos sólo son a muerte cuando lo que hay en juego es una de estas dos cosas: poder o dinero.
—¿Qué hay del honor?
—¿Qué se puede comprar con honor? —preguntó cínicamente la duquesa.
Lady Halliday era una joven tímida y callada desprovista del popular talento para las conversaciones ingeniosas de su amiga. Solía mantener la voz baja, suave el discurso; justo lo que todos los hombres afirmaban buscar en una mujer, aunque luego no los atrajera tanto en los salones. Sin embargo, se decía que su boda con el viudo Basil, lord Halliday, célebre aristócrata de la ciudad, había sido un matrimonio por amor, por lo que la sociedad estaba preparada para atribuirle características ocultas. No era, de hecho, estúpida bajo ningún pretexto, y si respondía a la duquesa con cavilosa parsimonia era tan sólo porque estaba, como tenía por costumbre, midiendo sus palabras frente a las ideas que las respaldaban.
—Creo que el honor se emplea para indicar tantas cosas distintas que nadie puede estar seguro de lo que significa realmente. Sin duda el joven Monteith afirmó que daba su honor por restañado cuando Lynch ganó la pelea, mientras que, en privado, Basil me confió que consideraba todo aquel asunto un innecesario ejercicio de escándalo.
—Eso se debe a que el joven Monteith es un idiota, y tu marido un hombre sensato —dijo con firmeza la duquesa—. Supongo que lord Halliday ve con mejores ojos este duelo de Karleigh; al menos se ha conseguido algo práctico.
—Más que eso —dijo lady Halliday. Había bajado la voz y se inclinó un poco sobre las fíbulas de encaje hacia su amiga—. Le complace enormemente que Karleigh haya abandonado la ciudad. Ya sabes que el Consejo de los Lores elige de nuevo a su presidente esta primavera. Basil quiere salir reelegido.
—Y en justicia —dijo rotundamente Diane—. Es el mejor Canciller de la Creciente que ha tenido la ciudad en décadas... El mejor, dicen algunos, desde la caída de la monarquía, lo que es un cumplido por demás generoso. ¿No esperará ninguna complicación en su reelección?
—Eres muy amable. La ciudad lo adora, por supuesto... pero... —Se inclinó todavía más, sosteniendo su taza de porcelana a una distancia segura—. Debo confesarte una cosa. Lo cierto es que abundan las complicaciones. Milord... Basil... ha ostentado la Creciente tres veces consecutivas. Pero al parecer hay una ley que establece que nadie puede ocupar el cargo durante cuatro períodos seguidos.
—¿Sí? —dijo vagamente la duquesa—. Qué contrariedad. En fin, seguro que a nadie le importa.
—Milord espera someterlo a votación en primavera. El Consejo en pleno podría decidir anular la ley en este caso. Pero el duque de Karleigh lleva todo el invierno haciendo contactos subrepticiamente, recordando la ley a todo el mundo, propagando todo tipo de disparates sobre el peligro que entraña demasiado poder en las manos de un solo noble. Como si milord quisiera utilizar ese poder... ¡como si pudiera, cuando dedica todas sus fuerzas a mantener unido el estado! —La taza de lady Halliday repicó sobre su platillo; la enderezó y dijo—: Comprenderás por qué complace a milord la marcha de Karleigh, siquiera por un par de meses.
—Sí —dijo en voz baja la duquesa—; supuse que lo complacería.
—Pero, Diane... —Lady Halliday apresó su mano de improviso en un elocuente siseo de encajes—. Tal vez no baste con eso. Estoy tan preocupa da. Debe conservar la Creciente, no ha hecho sino empezar a conseguir lo que se proponía; perderla ahora, siquiera por un mandato, supondría un mazazo tremendo para él y para la ciudad. Posees Tremontaine por derecho propio, podrías votar en el Consejo si quisieras...
—Calma, Mary... —Sonriendo, la duquesa soltó su mano—. Sabes que nunca me meto en política. El difunto duque no lo habría querido.
Cualquier súplica añadida que hubiera podido hacer lady Halliday fue prevenida por el anuncio de otros dos invitados, los Godwin, que fueron presentados con la mayor prontitud.
No era habitual que lady Godwin estuviera en la ciudad en invierno; era una entusiasta de la campiña y, superada ya esa etapa de la vida en que los deberes sociales requerían su presencia en la ciudad, pasaba la mayor parte de su tiempo junto a su marido, supervisando la gran casa y los terrenos que poseían los Godwin en Amberleigh. La responsabilidad de representar los intereses de la familia en la ciudad y en el Consejo de los Lores recaía sobre el heredero de lord Godwin, su único hijo, Michael. El nombre de lord Michael estaba rodeado de la agradable aura de escándalo que le corresponde a un joven noble que no tenía por qué tener demasiado cuidado con lo que decían sobre él. Era un joven excepcionalmente apuesto, y él lo sabía. Sus relaciones eran numerosas, pero siempre dentro del buen gusto; se podía decir que eran sus excesos sociales más distinguidos, pues evitaba los del juego, las peleas y la moda.
Escoltó a su madre al interior de la estancia, hijo solícito y acicalado de los pies a la cabeza. Había asistido a fiestas celebradas por la duquesa y por los Halliday, pero no estaba lo bastante familiarizado con ninguna de las dos damas como para haberlas visitado en privado.
Su madre estaba saludando a sus amigas con besos, con las tres mujeres empleando el nombre de pila de las demás. La siguió con una reverencia adecuada y un beso en la mano, murmurando sus títulos. Diane de Tremontaine dijo por encima de su cabeza inclinada:
—Qué encantador resulta encontrar un joven dispuesto a visitar a unas damas a una hora decente y de forma convencional.
—Apenas decente —la corrigió Mary Halliday—con nosotras vestidas todavía en ropa de mañana.
—Un atuendo tan adorable que no deberíais cambiaros nunca —le estaba diciendo Lydia Godwin; y a Diane—: Por supuesto, ha sido muy bien educado... y la ciudad no ha alterado sus modales, diga lo que diga su padre. Puedo fiarme de ti, ¿verdad, Michael?
—Desde luego, madame —respondió automáticamente ante su tono de voz. No había oído nada desde el comentario de la duquesa, ácido y picante. Le sorprendía que una mujer de su rango estuviera lo bastante al corriente de sus aventuras como para hacer una observación tan aguda, y le impresionaba la audacia que demostraba al hacerla delante de las demás. Las mujeres estaban hablando ahora de la estación y de los cultivos de cereales de su padre, mientras él la recorría con sus ojos de largas pestañas. Era hermosa, delicada y elegante, con la auténtica fragilidad aristócrata que todas las modernas damas de la ciudad se esforzaban por afectar. Sabía que debía de estar más cerca de la edad de su madre que de la de él. Su madre se había permitido sucumbir a la gordura. La hacía parecer cómoda; esta señora parecía cautivadora. De repente Diane cruzó la mirada con él. Se la sostuvo por un momento, imperturbable, antes de volverse hacia su madre y decir: