A la caza del amor (18 page)

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Authors: Nancy Mitford

Tags: #Humor, Biografía

BOOK: A la caza del amor
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Aquella Navidad fue muy triste en Alconleigh: los hijos parecían estar desapareciendo como los diez negritos de la canción. Ni Bob ni Louisa, ninguno de los cuales había dado un disgusto a sus padres en toda su vida, ni John Fort William, tan soso como era, ni los niños de Louisa, tan buenos y guapos pero tan insoportablemente anodinos, podían compensar la ausencia de Linda, Matt y Jassy, mientras que Robin y Victoria, siempre tan entusiastas y bromistas, acabaron contagiándose del ambiente depresivo y permanecían el máximo de tiempo posible encerrados en el cuarto de los Ísimos.

Linda se casó en el Caxton Hall en cuanto obtuvo el divorcio. La boda fue tan distinta de la primera como distintos eran los partidos de izquierdas de los otros; no es que fuera una boda triste, exactamente, pero fue sombría, poco alegre y sin sensación de felicidad. Asistieron pocos de los amigos de Linda y ninguno de sus parientes, salvo Davey y yo; lord Merlin envió dos alfombras de Aubusson y unas orquídeas, pero no acudió, los conversadores de la era anterior a Christian habían desaparecido de la vida de Linda, desanimados, lamentándose con grandes llantos por la inmensa pérdida que suponía para ellos.

Christian llegó tarde y entró a toda prisa, seguido de varios camaradas.

—Hay que reconocer que tiene planta —me susurró al oído Davey—, pero ¡ay! ¡Qué lástima!

No hubo ningún convite, y después de pasar varios minutos pululando sin rumbo fijo y con aire incómodo por la calle, delante del salón de bodas, Linda y Christian se marcharon a casa. Sintiéndome como una provinciana, habiendo ido a Londres a pasar el día y decidida a ver un poco de acción, le pedí a Davey que me llevase a comer al Ritz, y aquello me deprimió más aún: me di cuenta de que mi ropa, tan bonita y apropiada para las ceremonias del día de San Jorge y que tanta admiración despertaba entre las mujeres de los demás profesores («Querida, ¿dónde has encontrado ese
tweed
tan maravilloso?»), era casi ridícula por su ñoñería, como si hubiese vuelto a los tiempos de los vaporosos volantes de tafetán. Pensé en aquellos morenitos míos, tres ya, metidos en casa, y me acordé del pobre Alfred en su estudio, pero aquel pensamiento no me sirvió de ningún consuelo: deseaba con toda mi alma llevar un gorrito de pieles o un diminuto sombrero de avestruz, como las dos mujeres de la mesa contigua; me moría de ganas de llevar un elegante vestido negro, broches de diamantes y un abrigo de visón oscuro, zapatos que pareciesen botas ortopédicas, guantes largos de ante negro y arrugado, y el pelo suave y brillante. Cuando traté de explicarle todo aquello a Davey, me comentó con aire distraído:

—Bah, pero eso no debería importarte en absoluto, Fanny; además, ¿cómo puedes tener tiempo para
les petits soins de la personne
con tantas otras cosas importantes en las que pensar?

Supongo que creía que con aquello iba a animarme. Poco después de la boda, los Alconleigh volvieron a acoger a Linda en el redil; las segundas nupcias de los divorciados no contaban para ellos, y habían reprendido duramente a Victoria por decir que Linda estaba prometida con Christian.

—Una persona casada no puede estar prometida.

No era que la ceremonia los hubiera ablandado, porque a sus ojos, Linda viviría en adulterio a partir de aquel momento, pero la necesidad de tenerla cerca era demasiado fuerte para que siguieran enfadados con ella. Instauraron el principio del fin, una comida con tía Sadie en Gunters, y muy pronto todo volvió a la normalidad entre ellos. Linda iba con bastante frecuencia a Alconleigh, aunque nunca llevaba a Christian, convencida de que con ello no le haría ningún bien a nadie.

Linda y Christian vivían en su casa de Cheyne Walk y, aunque Linda no era tan feliz como esperaba, mostraba como siempre una fachada de normalidad absoluta. Era evidente que Christian sentía mucho aprecio por ella y, a su manera, intentaba tratarla bien, pero tal como había profetizado lord Merlin, era un hombre demasiado distante para hacer feliz a una mujer. Semana tras semana, apenas parecía percatarse de su presencia; a veces salía de casa y no volvía a aparecer en varios días, demasiado absorto en lo que fuera que estuviese haciendo para comunicarle dónde estaba o cuándo podía esperar volver a verlo. Comía y dormía donde estuviese en cada momento, en un banco de la estación de Saint Pancras o en el portal de una casa vacía. Cheyne Walk estaba siempre llena de camaradas que no charlaban con Linda, sino que se pasaban todo el tiempo soltándose discursos unos a otros, moviéndose de acá para allá sin parar, telefoneando, escribiendo a máquina, bebiendo y muchas veces durmiendo con la ropa puesta, aunque sin botas, en el sofá de la sala de estar de Linda.

Los problemas económicos se acumulaban; a pesar de que Christian nunca parecía gastar dinero, tenía una forma muy desconcertante de repartirlo. Tenía pocas diversiones, pero muy caras, siendo una de sus favoritas llamar a los líderes nazis de Berlín y a otros políticos europeos para mantener con ellos largas charlas cargadas de provocación que costaban varias libras por minuto. «No pueden resistirse a una llamada de Londres», decía siempre, y tampoco podían resistirla ellos, por desgracia. Al final, para alivio de Linda, les cortaron el teléfono porque no podían pagar la factura.

Debo decir que, tanto a Alfred como a mí, Christian nos caía muy bien; de hecho, tenemos algo de intelectuales progresistas, fieles seguidores de la revista
New Statesman
, de modo que sus puntos de vista, si bien bastante más avanzados que los nuestros, tenían las mismas bases de humanidad civilizada, y nos parecía una gran mejora respecto a Tony. Pese a todo, era un marido imposible para Linda, quien centraba en sí misma las ansias de amor personal y particular; el amor en un sentido más amplio hacia los pobres, los tristes y los desesperados carecía de atractivo para ella, aunque trataba por todos los medios de creer que lo tenía. Cuanto más veía a Linda en aquella época, más segura estaba de que no podía tardar mucho en desbocarse de nuevo.

Linda iba dos veces por semana a trabajar en una librería de rojos dirigida por un camarada corpulento y extremadamente callado llamado Boris. A Boris le gustaba estar borracho desde el jueves por la noche, que era el día en que cerraban las tiendas de aquel distrito, hasta el lunes por la mañana, de modo que Linda dijo que se encargaría de la tienda los viernes y los sábados. Entonces tenía lugar una transformación extraordinaria: los libros y los tratados que pasaban meses y meses acumulando polvo, cada vez más húmedos y estropeados hasta que había que tirarlos, pasaban al fondo de los estantes y ocupaban su lugar los pocos pero adorados favoritos de Linda; así
¿Por una British Airways más amplia
? se vio sustituido por
La vuelta el mundo en ochenta días; Carlos Marx, los años de formación
fue reemplazado por
La forja de una marquesita
, y
El gigante del Kremlin
, por
Diario de un don nadie
, mientras que
Nuevos objetivos para los propietarios del carbón
hizo un hueco a
Las minas del rey Salomón
.

Cuando Linda trabajaba allí, tan pronto como llegaba por las mañanas y subía las persianas, la sórdida callejuela se llenaba de una fila de automóviles encabezada por el cupé eléctrico de lord Merlin, quien hacía mucha propaganda de la tienda diciendo que Linda era la única persona que había conseguido encontrarle
El hermanito de Froggie
y
Le Père Goriot
. Los charlatanes regresaron en tropel, encantados de encontrar a Linda de nuevo tan accesible y sin Christian, aunque a veces había momentos embarazosos en que se encontraban cara a cara con los camaradas. Entonces compraban un libro y se batían en una rápida retirada, todos excepto lord Merlin, que nunca se había sentido desconcertado en toda su vida. Mantenía a raya a los camaradas con toda facilidad:

—¿Cómo está usted? —les decía con gran énfasis, y luego los fulminaba con la mirada hasta que se iban de la tienda.

Todo aquello tuvo un efecto excelente en el aspecto económico del negocio. En lugar de arrojar grandes pérdidas semana tras semana, que era fácil adivinar quién cubría, se convirtió a partir de entonces en la única librería roja de toda Inglaterra que obtenía beneficios. Boris fue muy alabado por sus jefes; la tienda obtuvo una medalla, que colocaron en el cartel, y todos los camaradas dijeron que Linda era una buena chica y un orgullo para el Partido.

Dedicaba el resto del tiempo a organizar la casa para Christian y los camaradas, ocupación que incluía intentar convencer a una serie de criadas para que accediesen a trabajar en la casa y hacer toda clase de esfuerzos sinceros pero tristemente inútiles para reemplazarlas cuando se iban, lo que normalmente ocurría al final de la primera semana. Los camaradas no eran demasiado amables ni considerados con las criadas.

—¿Sabes una cosa? Ser conservador es mucho más relajante —me dijo Linda una vez, en un arranque de sinceridad—. No hay que olvidar que eso es malo, pero la verdad es que ocupa unas horas determinadas y luego se termina, mientras que el comunismo parece comerse toda la vida y las energías. Y los camaradas son Ísimos de los pies a la cabeza, pero a veces me sacan de quicio, igual que Tony me sacaba de quicio cuando hablaba de los trabajadores. Muchas veces siento algo muy parecido cuando hablan de nosotros: son iguales que Tony; están muy equivocados. No importa que pongan a sir Leicester de vuelta y media, pero si se pusieran a despotricar de tía Emily y Davey, o incluso de Pa, creo que no podría morderme la lengua. Supongo que, en el fondo, yo no soy una cosa ni la otra, y eso es lo peor.

—Pero hay una diferencia —dije— entre sir Leicester y tío Matthew.

—Bueno, pues eso es lo que intento explicar siempre. Sir Leicester saca su dinero de Londres, Dios sabe cómo, pero Pa lo saca de la tierra, y vuelve a invertir mucho en ella, no sólo dinero, sino también trabajo. Mira todas las cosas que hace sin cobrar, todas esas reuniones aburridas, las de la corporación del condado, las del juez de paz y todo eso. Y es un buen terrateniente; se enfrenta a los problemas. Verás: los camaradas no conocen el campo, no sabían que se puede alquilar una casita preciosa con un jardín enorme por dos chelines y seis peniques a la semana hasta que se lo dije, y encima no se lo creían. Christian sí que lo conoce, pero dice que el sistema está equivocado, y supongo que tiene razón.

—¿Y qué es lo que hace Christian exactamente? —pregunté.

—Huy, todo lo que puedas imaginar. Ahora mismo está escribiendo un libro sobre el hambre, un libro tristísimo, y hay un camarada chino simpatiquísimo que viene y le habla del hambre; nunca en mi vida había visto a un hombre más gordo.

Me eché a reír.

—Sí, ya sé que parece que me río de los camaradas —se apresuró a decir Linda, sintiéndose culpable— pero al menos sé que están haciendo el bien, que no hacen daño a nadie y que no viven de la esclavitud de otras personas, como sir Leicester, y de verdad, te aseguro que los quiero muchísimo, aunque a veces me gustaría que les gustase más el placer de hablar por hablar, y que no fuesen tan serios ni estuviesen tan tristes ni le tuviesen tanta manía a todo el mundo.

Capítulo 15

A principios de 1939, la población de Cataluña atravesó los Pirineos e inundó el Rosellón, una provincia de Francia pobre y poco conocida que se encontró de improviso, en cuestión de días, habitada por más españoles que franceses. Igual que los lemmings se arrojan de repente por las costas de Noruega en un suicidio en masa, sin saber de dónde vienen ni adonde van, tan grande es el impulso que los empuja hacia el Atlántico, medio millón de hombres, mujeres y niños huyeron de repente, adentrándose en las montañas y arrojándose a las inclemencias del tiempo, sin pararse siquiera a pensar. Fue el mayor desplazamiento de población en un tiempo tan corto que se había visto hasta la fecha. Sin embargo, al atravesar las montañas no encontraron la tierra prometida: el gobierno francés, con sus directrices vacilantes, no los obligó a volver sobre sus pasos apuntándolos con metralletas en la frontera, pero tampoco los recibió como a compañeros de armas contra el fascismo. Los llevó como a una manada de animales hasta las inhóspitas marismas de la costa, los encerró tras una cerca de alambre de espino y se olvidó de ellos.

Christian, que siempre había tenido, en mi opinión, cierto sentimiento de culpa por no haber combatido en España, se fue inmediatamente a Perpiñán a ver qué estaba pasando y qué se podía hacer, si es que se podía hacer algo. Redactó una serie interminable de informes, memorandos, artículos y cartas sobre las condiciones en que había encontrado los campos, y luego se puso a trabajar en una oficina financiada por varias organizaciones humanitarias inglesas con el objetivo de mejorar los campos, volver a poner en contacto a las familias de refugiados y sacar de Francia a tantos como fuera posible. La oficina estaba dirigida por un joven, llamado Robert Parker, que había vivido muchos años en España, y en cuanto quedó claro que no iba a haber, como se esperaba en un principio, ningún brote de tifus, Christian llamó a Linda para que se reuniera con él en Perpiñán.

Resultaba que Linda no había salido al extranjero en toda su vida: Tony había encontrado todos sus placeres, como la caza y el golf, en Inglaterra, y siempre había optado por acumular los días de vacaciones en lugar de salir de viaje; a los Alconleigh, por su parte, nunca se les habría ocurrido visitar la Europa continental con otro propósito que no fuese el de combatir. En los cuatro años que tío Matthew había pasado en Italia y Francia, entre 1914 y 1918, no se había formado una gran opinión de los extranjeros, que digamos.

—Los gabachos —decía— son un poquito mejores que los bárbaros teutones o que los macarronis, pero esos países son lugares horripilantes y los extranjeros son todos unos demonios.

El horror del extranjero y el carácter endemoniado de sus habitantes se habían convertido, de hecho, en un principio fundamental de la familia Radlett, por lo que Linda emprendió su viaje no sin inquietud. Fui a despedirla a la estación Victoria; tenía un aspecto intensamente inglés con su abrigo largo de visón claro, la revista
Tatler
bajo el brazo y el neceser de tafilete que le había regalado sir Leicester, con una funda de lona, en la mano.

—Espero que hayas dejado las joyas en el banco —dije.

—Oh, querida, no bromees, ya sabes que no tengo joyas. Pero el dinero… —añadió con una sonrisilla vergonzosa— lo llevo cosido en el corsé. Pa me llamó, me suplicó que lo hiciese y me pareció una idea estupenda, la verdad. Oye, ¿y por qué no vienes, eh? Me da tanto miedo… pensar en tener que dormir en ese tren, yo sola…

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