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Authors: Francis Scott Fitzgerald

Tags: #Clásico, #Relato

A este lado del paraíso (34 page)

BOOK: A este lado del paraíso
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—Esos agitadores… —el pequeño se calló al tiempo que las palabras salían gravemente del pecho del mayor.

—Si yo supiera que usted es un agitador no vacilaría en conducirle a la cárcel de Newark. Eso es lo que pienso de los socialistas.

Amory se echó a reír de buena gana.

—¿Qué es lo que es usted? —preguntó el grande—. ¿Uno de esos bolcheviques de boquilla, uno de esos idealistas? Confieso que no sé la diferencia. Los idealistas son unos holgazanes que se dedican a escribir todos esos panfletos para los emigrantes pobres.

—Bueno —dijo Amory—, si ser idealista es al mismo tiempo seguro y lucrativo, me dedicaré a eso.

—¿Cuáles son sus dificultades? ¿Ha perdido el empleo?

—No exactamente, pero puede usted llamarlo así.

—¿En qué trabajaba?

—Escribía para una agencia de publicidad.

—Se gana mucho dinero con la publicidad.

Amory sonrió discretamente.

—Oh, reconozco que a veces se ve el dinero. El talento ya no tendrá que morirse de hambre. Incluso el artista cobra lo suficiente para comer, en estos días. Son los artistas los que dibujan las portadas de las revistas, los que escriben la publicidad y las canciones de moda. Con la industrialización de la imprenta se ha encontrado una inofensiva y amable ocupación para el genio que antes se dedicaba a cavar su propia tumba. El artista que no sirve…, el Rousseau, el Tolstoi, el Samuel Butler, el Amory Blaine…

—¿Quién es ese? —preguntó suspicaz el pequeño.

—Bueno —dijo Amory—, es un intelectual, no demasiado conocido en la actualidad.

El pequeño lanzó su risa consciente, pero se detuvo en cuanto los ojos como fuego de Amory se clavaron en él.

—¿De qué se ríe?

—Esos intelectuales…

—¿Sabe usted lo que significa ser intelectual?

Los ojos del pequeño parpadearon nerviosamente.

—Lo que
corrientemente
quiere decir…

—Lo que
siempre
quiere decir es un hombre inteligente y bien educado —interrumpió Amory—. Significa tener un conocimiento activo de las experiencias de la raza —Amory decidió ser agresivo, se volvió hacia el grande—. El joven —señaló al secretario con el pulgar y dijo «joven» como podía haber dicho «botones», sin implicar la juventud para nada— confunde el significado de las palabras.

—¿Tiene usted algo que objetar a que el capital controle la imprenta? —preguntó el grande, mirándole fijamente a través de las gafas.

—Sí, y también tengo que hacer objeciones al hecho de trabajar intelectualmente para ellos. Toda la raíz del negocio que he visto consiste en hacer trabajar en exceso y malpagar a un puñado de pobretones que se resignan a ello.

—Un momento —dijo el grande—. Usted reconocerá que el trabajador está bien pagado. Jornadas de cinco y seis horas… es ridículo. No se puede encontrar un hombre sindicado que haga una jornada honrada de trabajo.

—Es lo que ustedes han conseguido —insistió Amory—. La gente como ustedes no hace concesiones hasta que se ven obligados a ello.

—¿Qué gente?

—Los de su clase; la clase a la que yo pertenecía hasta hace poco; aquellos que por herencia, por industria, por talento o por falta de honradez se han convertido en la gente de dinero.

—¿Es que usted cree que si ese caminero tuviera dinero tendría el menor deseo de regalarlo?

—No, pero ¿qué tiene eso que ver?

El viejo consideró.

—Confieso que no tiene nada que ver. Pero suena como si lo tuviera.

—En realidad —continuó Amory— ese hombre sería peor. Las clases bajas son más mezquinas, menos agradables y más egoístas… y más estúpidas. Pero nada de eso tiene que ver con la cuestión.

—¿Cuál es exactamente la cuestión?

Aquí se detuvo Amory a pensar cuál era exactamente la cuestión.

Amory acuña una frase

—Cuando la vida se apodera de un hombre de talento y buena educación —empezó Amory lentamente—, esto es, cuando se casa, se convierte, nueve veces de cada diez, en un conservador en lo que se refiere a las condiciones sociales existentes. Puede ser generoso, amable e incluso justo a su manera; pero su primera obligación es proveer y conservarse. Su mujer le azuza: primero diez mil al año, luego viente mil y así sucesivamente, cogido por un mecanismo del que no hay escape. ¡Está listo! ¡La vida le ha cogido! ¡No tiene remedio! Es un hombre espiritualmente casado.

Amory se detuvo a pensar que la frase no era tan mala.

—Algunos hombres —continuó— logran escapar. Quizá porque sus mujeres no tienen ambiciones sociales; quizá porque han aprendido, en un «libro dañino», una sentencia que les ha gustado; quizá porque les agarró el mecanismo, como me pasó a mí, para expulsarles luego. De cualquier forma esos son los miembros del Congreso a los que no se puede sobornar, los presidentes que no son políticos, los escritores, oradores, hombres de ciencia, estadistas, que son algo más que el comodín popular de media docena de mujeres y niños.

—¿El radical por naturaleza?

—Sí —dijo Amory—. Puede variar desde el crítico desilusionado como el viejo Thornton Hancock hasta Trotski. Pero ese hombre espiritualmente no casado no tiene influencia directa porque, desgraciadamente, el hombre espiritualmente casado, como subproducto de su búsqueda de dinero, se ha apoderado del gran periódico, de la revista popular, del importante semanario… de forma que la señora Periódico, la señora Revista o la señora Semanario pueda tener un coche mejor que el hombre del petróleo de la casa de enfrente o el hombre del cemento de la próxima esquina.

—¿Y por qué no?

—Porque convierte a unos hombres ricos en los guardianes de la conciencia intelectual del mundo; y, naturalmente, un hombre que tiene su dinero puesto en una serie de instituciones sociales no va a arriesgar la felicidad de su familia permitiendo que aparezcan en su periódico las reclamaciones dirigidas contra él.

—Pero aparecen —dijo el hombre grande.

—¿Dónde? En los medios desacreditados. En unos cochinos semanarios.

—Está bien, siga.

—Bien, lo primero es que, a causa de una combinación de medios y condiciones de las cuales la familia es la primera, hay dos clases de talentos. Una de esas clases toma la naturaleza humana tal como es, utilizando su timidez, su debilidad y su fortaleza para sus propios fines. A ella se opone el hombre que, siendo espiritualmente no casado, continuamente busca nuevos sistemas que controlen o modifiquen la naturaleza humana. Su problema es más difícil. No es la vida lo que es complicado, sino la lucha para guiar y controlar la vida. Esa es su verdadera lucha. Ese hombre es parte del progreso; el hombre espiritualmente casado no lo es.

El hombre grande sacó tres cigarros que ofreció sobre la palma de su mano. El pequeño cogió uno; Amory hizo un gesto y sacó un cigarrillo.

—Siga hablando —dijo el hombre grande—. Hace tiempo que quería oír a uno de ustedes.

Más deprisa

—La vida moderna —dijo Amory al reanudar su perorata— ya no cambia cada siglo sino cada año, diez veces más de prisa que antes: la población se duplica, las civilizaciones se unen más íntimamente con otras civilizaciones, la interdependencia económica… y estamos perdiendo el tiempo. Yo creo que tenemos que ir todavía más de prisa —acentuó ligeramente sus últimas palabras hasta tal punto que el chofer inconscientemente incrementó la velocidad del coche. Amory y el hombre grande rieron; también rió el hombre pequeño, tras una pausa.

—Todo niño —dijo Amory— tendría que tener los mismos comienzos. Si su padre pudiera facilitarle un buen físico y su madre un poco de sentido común en su primera educación, esa debería ser toda su herencia. Si su padre no puede darle un buen físico y su madre se dedica a perseguir a los hombres en los años en que debiera dedicarse a educar a sus hijos, tanto peor para él. Pero lo que no puede hacer es socorrerle artificialmente gracias al dinero, enviándolo a esos horribles internados, arrastrándolo por los colegios… Todos los niños deberían empezar la vida en igualdad de condiciones.

—De acuerdo —dijo el grande, pero sus gafas no mostraban ni objeción ni aprobación.

—A continuación, ensayaría la socialización de todas las industrias.

—Eso ya se ha demostrado que es un fracaso.

—No, solamente fracasó, no se le dio tiempo para tener éxito. Si el gobierno fuera el propietario, pondríamos las mejores cabezas para los negocios a trabajar para el gobierno al mismo tiempo que para sus propios asuntos. Pondríamos a los Mackay en lugar de los Burleson; a Morgan en el Departamento del Tesoro y a Hill en el Comercio Federal. Y los mejores abogados al Senado.

—No trabajarían con gran esfuerzo por amor al arte.

—No —replicó Amory, sacudiendo la cabeza—. El dinero no es el único estímulo que extrae del hombre lo mejor que tiene, incluso en América.

—Hace un momento usted admitía que era así.

—Ahora sí. Pero si fuera ilegal tener más de una cierta cantidad, los hombres correrían en pos del otro premio que atrae a la humanidad: la gloria.

El hombre grande profirió una exclamación semejante al mugido de un toro.

—Esa es la mayor tontería que usted ha dicho.

—No, no es una tontería. Es bastante razonable. Si usted hubiera ido a la universidad no le habría dejado de extrañar el hecho de que la gente allí trabaja mucho más duramente por un premio ridículo que por ganarse la vida.

—¡Chicos! ¡Juegos de niños! —se burló su interlocutor.

—Ni por asomo, a menos que todos seamos niños. ¿Ha visto usted alguna vez a un hombre maduro que trata de ingresar en una sociedad secreta? ¿O una familia advenediza que quiere entrar en un club cualquiera? Se ponen a saltar con sólo oír su nombre. La idea de que para que un hombre trabaje hay que ponerle delante de los ojos una bolsa de oro, es una inferencia, no un axioma. Lo hemos hecho durante tanto tiempo que hemos olvidado que hay otros sistemas. Hemos construido un mundo donde eso es necesario. Permítame decirle —Amory se puso enfático— que si a diez hombres, ajenos completamente a la riqueza y a la miseria, se les ofreciera una cinta verde por cinco horas de trabajo y una cinta azul por diez, nueve de ellos trabajarían por conseguir la cinta azul. El instinto de competición sólo busca un emblema. Si el emblema es el tamaño de su casa, sudará por ella. Y si sólo es una cinta azul, estoy seguro de que trabajará lo mismo. Ya lo hicieron en otros tiempos.

—No estoy de acuerdo con usted.

—Ya lo sé —dijo Amory, asintiendo tristemente—. Pero no importa mucho. Creo que esa gente vendrá pronto en busca de lo que quiere.

Un fiero silbido salió del hombre pequeño.


¡Ametralladoras!

—Ah, pero ustedes les enseñaron a usarlas.

El grande sacudió su cabeza.

—Hay demasiados propietarios en este país para permitir eso.

Amory habría deseado conocer las estadísticas sobre propietarios y no propietarios; decidió cambiar de tema.

Pero el grande se había desatado.

—Cuando se habla así se pisa terreno peligroso.

—¿Cómo se va hablar de otra manera? Durante años la gente se ha conformado con promesas. El socialismo puede que no sea el progreso, pero la amenaza de la bandera roja es lo único que inspira las reformas. Hay que ser sensacional para despertar la atención.

—Supongo que Rusia es el ejemplo de una violencia beneficiosa.

—Posiblemente —admitió Amory—. Naturalmente, se está sobrepasando, como le ocurrió a la Revolución Francesa; pero no hay la menor duda de que se trata de un gran experimento que merece la pena.

—¿No cree usted en la moderación?

—Nadie escucha a los moderados, es demasiado tarde. La verdad es que la gente ha hecho una de esas cosas sorprendentes que suele hacer cada cien años. Ha comprendido una idea y se ha apoderado de ella.

—¿Cuál es?

—Que si bien el cerebro y la capacidad de los hombres pueden ser muy diferentes, sus estómagos son esencialmente iguales.

El pequeño cobra

—Si se pudiera reunir todo el dinero del mundo —dijo el pequeño, profundamente— y dividirlo en partes igu…

—¡Cállese, hombre! —dijo Amory con rudeza, no parando su atención en la mirada furibunda de aquél, y continuó con su discurso—: El estómago humano… —empezó, pero el grande le interrumpió con cierta impaciencia.

—Le dejo hablar, ya lo sabe —dijo—; pero, por favor, deje de lado el estómago. Llevo sintiendo el mío todo el día. Además, no estoy de acuerdo con la mitad de lo que usted ha dicho. La socialización es la base de todo su argumento e invariablemente es un foco de corrupción. Los hombres no trabajan por cintas azules; todo eso es palabrería.

Cuando hubo callado, el pequeño habló con un gesto de determinación, como si estuviera decidido a decir lo que tenía que decir.

—Hay ciertas cosas que son propias de la naturaleza humana —dijo con aire de lechuza—, que siempre lo han sido y siempre lo serán; que nunca cambiarán.

Amory miró al pequeño y luego al grande, descorazonado.

—¡Qué cosas hay que oír! Eso es lo que me hace desconfiar del progreso. ¡Qué cosas! Puedo decir de corrido más de cien fenómenos naturales que han cambiado por la voluntad del hombre, un centenar de instintos que han sido eliminados o controlados por la civilización. Lo que este hombre acaba de decir ha constituido durante milenios el último refugio de todos los borregos de este mundo. Eso es negar los esfuerzos de todos los hombres de ciencia, estadistas, moralistas, reformadores, médicos y filósofos, que incluso dieron su vida al servicio de la humanidad. Es un flagrante insulto a lo más valioso de la naturaleza humana. Toda persona de más de veinticinco años que hiciera a sangre fría una declaración semejante debería ser privada de su ciudadanía.

El pequeño se reclinó sobre el respaldo del asiento, su cara roja de ira. Amory continuó, dirigiéndose al grande.

—A estos hombres medio educados y adocenados como su amigo, que creen que piensan sobre cualquier cosa…, se les encuentra en todos los líos. En un momento es «la brutalidad y falta de humanidad de esos prusianos»; y a continuación «tendríamos que exterminar a todo el pueblo alemán». Siempre creen que «las cosas van a peor», pero «no tienen la menor confianza en esos idealistas». En un momento dado llamarán a Wilson un «idealista, poco práctico»; y un año después se le echan encima por no hacer realidades sus sueños. No tienen ideas claras sobre nada, excepto una tenaz y estúpida oposición a todo cambio. No creen que se deba pagar bien a la gente sin educación y no comprenden que si no se les paga bien, tampoco sus hijos tendrán educación, y será siempre el mismo círculo vicioso. ¡Esta es la gran clase media!

BOOK: A este lado del paraíso
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