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Authors: Alberto Olmos

BOOK: 98% sexo
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—¿A que parezco una intelectual?

—Sí. Te quedan muy bien.

—Me las he encontrado en casa y no sé de quién son.

—¿Perdón?

—Estaban en casa. No sé.

—¿La gente va a tu casa y pierde las gafas y ésa es tu vida privada?

—Sí.

—Hazme fotos.

Me levanto los faldones de la camisa.

—Después de tanta angustia sucesiva estoy superdelgado. Hazme fotos.

Marta manosea su móvil.

—También puede grabar vídeos.

 

9.

Se acabó el José Alfredo. Son las tres de la mañana y estamos paseando por la Gran Vía. De la mano. Hay un montón de andamios por toda la acera pero nosotros no nos soltamos ni cuando pasan chinas veloces.

La calle está llena de gente. Marta sugiere ir a la Sala Sol.

—Bueno.

 

 

 

The 23 interiores (y algún exterior) Long Play

 

intro

El Malevar (1) es un pub vecino del hotel Alondras. El pub sirve cervezas en copas de balón y tiene muchas revistas de tendencias sobre la máquina de tabaco. También tiene camareras nocivas y una clientela de señores con corbata y mujeres sin mechero, de solitarios lujosos y parejas perfectas que se apartan los mechones de los ojos. Luego estamos Juan y yo, en una mesa, descuartizando literatura.

—¡Una puta mierda! —yo.

—¡Infumable! —Juan.

—¡Infecto! —yo.

—¡Oh, qué horror! —Juan.

El móvil de mi amigo tiene la pantalla resquebrajada. Lo ha puesto sobre la mesa, a unos diez centímetros de mi móvil. Las primeras cervezas fueron consumidas, sus sustitutas reclamadas, un plato de porcelana azul muestra los restos de unos canapés que ya mezclamos en la boca con juicios y recomendaciones. También hay un cenicero, mi tabaco, un mechero de color azul con una margarita muy gay en el lomo.

—98% sexo —dice Juan—. Estás muy Henry Miller últimamente.

—¿Tú crees?

Voy al baño (2). Pienso en follar en ese baño. Vuelvo a la mesa.

—Sí, muy Henry Miller.

 

track 1

Marta tiene la palabra «Argumosa» escrita a bolígrafo sobre el dorso de la mano, justo en el fuelle de piel que une el pulgar con el resto de los dedos. Marta tiene una letra precisa, clara, algo ojival. Veo la palabra «Argumosa» arrugarse en su mano, mientras conduce, gira a derecha o izquierda, o empuña la palanca de cambios, que viene coronada por una pelota de golf.

Su coche (3) es de color negro, y luce en el salpicadero la pegatina de una calavera, con los bordes retorcidos por el tiempo y la desidia del pegamento, que es un material inconstante. Me gusta estar en ese coche, siendo conducido. Suena Interpol y me gusta Interpol. Callejeamos. Es difícil aparcar coches negros.

—¿Te fue difícil encontrar la calle?

—No. Miré en la Guía Michelin.

—¡Aparca ahí!

—No se puede. Carga y descarga.

—¡Ahí!

—Carga y descarga.

—Joder. —Sigo buscando huecos para un Golf negro—. ¿Y ahí?

Al final hemos aparcado en Doctor Fourquet. Marta se ha metido en el bolso (4) el frontal extraíble del radiocasete. También lleva en el bolso un libro mío, tabaco, un móvil, un mechero verde, una libreta de tapas negras donde anota libros por leer, direcciones de Madrid, números de teléfono, sms que le gustan, citas de novelas y garabatos.

Caminamos hacia la calle Argumosa. Le cuento que la calle Argumosa es la calle que más me gusta de Madrid. Que me gustaría vivir en la calle Argumosa. Que tiene todo lo que me gusta y algunas cosas que, no gustándome, ayudan a que las cosas que me gustan me gusten más. Marta lleva sus Ray-Ban negras sobre los ojos, un abrigo negro, bastante viejo, abotonado hasta el cuello. Le he pasado el brazo sobre los hombros y, mientras hablo y camino, no dejo de mirar sus Converse All Star rojas hacer pequeños avances sobre la acera.

—¿No eran negras, tus Converse?

—Tengo dos. Unas negras y otras rojas.

—¿Te gustan mis zapatos nuevos?

—Sí. Son muy apañaos.

Pasamos por terrazas llenas de gente, con mesas atiborradas de platos y vasos, ceniceros, algún libro.

—Aquí es —digo.

—El Económico —lee Marta.

Entramos.

 

track 2

El Económico (5) es un restaurante con mesas de madera, sillas de madera, suelo de loza, permiso para fumar y croquetas. Hemos pedido las croquetas primero, luego hemos empezado a fumar. Sobre la mesa hay dos manteles de papel, estampados con la promoción de una entidad bancaria. Los manteles muestran una enorme sopa de letras y, en un recuadro, las palabras que hay que buscar. Marta, que siempre tiene un bolígrafo a mano, empieza a marcar las palabras que va encontrando. «Hipoteca», «facilidad» y «préstamo» caen enseguida. Yo miro mi mantel y encuentro muchas palabras que no vienen en el recuadro.

—Ésas no valen —Marta.

—Jo —yo.

Busco con ahínco «flexibilidad». Para localizarla antes que Marta, que ya encontró, además, «seguridad», me concentro en las X de la sopa de letras, para luego comprobar si tienen una E a la izquierda, o una I a la derecha, circunstancia que daría paso a comprobar si tienen también una L a la izquierda o una B a la derecha. El caso es que un plato de pimientos rellenos de frutos secos aplasta mi sopa de letras, y me quedo sin «flexibilidad».

Empezamos a comer. Marta me habla de los libros que ha leído y le gustan, de películas francesas cuyo título no recuerda, y de grupos de música: los Niños Mutantes, El Columpio Asesino.

—Me encanta eso de «de mi sangre a tus cuchillas» —yo.

 Marta me habla de viajes y ex novios, drogas, Brixton, las fotos que me ha hecho, las fotos que me quiere hacer, los conciertos a los que va a ir, las bodas a las que tiene que ir, su padre, su madre, su familia, el bajo que tocaba hace años, Arctic Monkeys.

En la mesa de al lado, un señor come con su hija, que lleva el vestido de colegiala. La niña no para de hablar y parece una listilla. Hasta tiene un aparato en los dientes.

—¿Te pone? —Marta.

—En absoluto —yo.

La camarera viene a retirar los platos.

—¿Queréis postre?

—Yo un café con leche.

—Yo también —Marta.

Fumamos los dos últimos cigarrillos del paquete. Ahora, la sopa de letras queda visible. La palabra «flexibilidad» se nos resiste. Yo trato de localizarla con la punta del cuchillo, mientras Marta sobrevuela el mantel con su Bic.

—No está —Marta.

—Busca equis; tú sólo encuéntrame las equis —yo.

No la encontramos. Realmente no podemos conseguir ninguna flexibilidad.

 

track 3

La máquina de tabaco es casi tan alta como Marta; tiene Fortuna, Marlboro, Camel, Ducados, Lucky Strike (Marta fuma esta mierda), Nobel, NB, Chesterfield, L&M, Fortuna Azul, Marlboro Blanco, Camel Blanco, dos Fortunas más (yo fumo esta mierda), un Ducados más, un Camel más, un botón para comprar mecheros y un botón para que te devuelvan tu salud si el tabaco con el que te quieres matar está agotado.

La máquina de tabaco, que es casi tan alta como Marta, tiene encima la revista
Calle 20
, donde yo he salido muy guapo y todo eso y a media página y en la sección Geniosfera.

—Yo he salido aquí —presumo.

—Y yo te la he chupado.

 

track 4

Al final de la calle Argumosa, como un muro de lamentaciones o un telón de boca borracha, está la Librería de Lavapiés (6). La Librería de Lavapiés la lleva su dueña mano a mano con una francesa. La francesa es delgada, pelisucia, hippiosa, sosita. Pero me gusta mucho. A las francesas se les perdona todo a condición de que vayan despeinadas.

Marta y yo miramos libros. Marta ha leído un montón y estoy como loco por demostrarle que soy yo el hijo de puta que realmente ha leído un montón.

—¿Has leído éste?

—No.

—¿Has leído éste?

—No.

—¿Has leído éste?

—No.

Yo tampoco los he leído, pero como no me pregunta se cree que yo soy: el hijo de puta que realmente ha leído un montón.

—Mira —digo—, aquí sí tienen
Que se mueran los feos
.Te lo voy a comprar.

—Gracias.

—Recomiéndame tú un libro...

—Uf, no sé... Con lo tritura-novelas que eres... ¡Cualquiera te recomienda nada, joder! Mira
Intimidad
... Mira
Fantasmas
... ¡Paso!

—No te pongas así que nos está mirando una francesa malpeinada.

 

track 5

Al final me compro a mí mismo
Me acuerdo
, de Georges Perec.

Vamos a pagar.

La francesa toma mis libros, pasa el código de barras por el lector óptico y me dice el precio.

Yo pongo sobre el mostrador diez euros. Espero. Miro a Marta, que anda hablando por su teléfono móvil desde la sección de libros feministas. Miro a la dependienta. Miro, como maravillado, el dinero que he dejado sobre el mostrador. Diez euros.

Viene Marta.

Sólo entonces la dependienta, francesa, vil, comenta:

—Son veintidós euros con cincuenta. No sé si quieres que te lo escriba o que te lo pinte. Pero con esto no llega.

Marta se echa a reír. La francesa pone a reír su peinado. Yo busco billetes en mi cartera para taparles la boca.

 

track 6

Los placeres de Lola (7) es una tienda de satisfacciones sexuales para lesbianas. Las lesbianas, aparte de amor, se meten consoladores de ida y vuelta en sus respectivos coños especulares. En Los placeres de Lola hay un montón de consoladores y muy pocas lesbianas. Salvo yo, en la tienda, a esta hora, nadie parece lesbiana.

Primero miramos libros de fotos. Hay uno de Araki Nobuyoshi que resulta de lo más sórdido. Marta y yo pasamos páginas alternativamente porque tenemos la impresión de ir a contraer virus muy verdes. Salen un montón de putas en el libro, con ojeras, fláccidas, derrotadas. Salen también hombres esmirriados que se dejan atar o prototipar de cuello para abajo, pero que de cuello para arriba conservan intactas sus caras de oficinistas obedientes. Dan muchas ganas de afilar lapiceros en sus ojos de sacapuntas.

Luego miramos ya de una vez los vibradores, consoladores y, hablando genéricamente, cosas para meterse.

—Este lugar es más interesante que el Museo del Prado —yo.

—Y que el Museo del Jamón —Marta.

Apretamos botones. Apretamos botones de on y off y más y menos y las cosas vibran y empezamos a hostigarnos con las cosas que vibran. Vibran que da gusto. Zummm, zummm, zummm. Le paso a Marta un aparato por el cuello. Zummm, zummm...

—¿Quieres uno?

—Ya tengo dos.

—A mí no me cuentes, jo.

Dejo el zummm, zummm, zummm, sobre la estantería y el aparato no deja de hacer zummm, zummm, zummm...

—Apágalo, joder —Marta.

—No se puede —yo.

—Zummm, zummmm, zummmm —el aparato.

Al final, Marta, después de indagar en los numerosos botones del chisme, decide depositarlo en el mostrador de la entrada, donde una dependienta como canadiense no aparta la vista de un aburrido juego de reventar globitos de colores, en el ordenador.

—No te preocupes —le dice a Marta—, yo tampoco sé apagarlo.

Marta vuelve y empezamos a mirar látigos. Ella coge una especie de palmeta de cuero, con dos láminas negras que se juntan sobre una lengua roja, y me muestra el precio. Cuarenta euros.

Yo me giro un poco y digo:

—Pégame, que es gratis.

Marta me da muy flojo.

—No sabes. Mira.

             Le arrebato la palmeta, ella se gira, y descargo el cuero doble, la lengua roja, el chasquido sensual, sobre su culo de rockera.

Suena como la bofetada de un cura a un monaguillo. Uno que se la estaba buscando.

Ahora hemos visto un látigo de nueve colas. Nadie las ha contado pero desde luego son más de siete.

—Dame —digo—, que es gratis.

Marta me da maravillosamente.

—Puta... —susurra.

—Ahora yo.

Cojo el látigo y azoto a la novena potencia su trasero peraltado.

—Y éste, ¿cuánto cuesta?

 

track 7

En el coche, me fijo en que Marta sigue con la palabra «Argumosa» escrita en el dorso de la mano. Dejo de verla cuando me mete la mano por debajo de la camisa, en los semáforos.

 

track 8

Marta vive en Chueca, en una calle por la que no dejan de pasar ciegos. Cuando uno ve muchos ciegos, así todos juntos y baqueteando el mundo con sus bastones blancos, se sienten felicidades malvadas. Que tú sí ves, por ejemplo. Las felicidades malvadas no se dicen, no se comparten; están (8), simplemente. La calle de los ciegos, donde vive Marta, ahí en Chueca, hace feliz a toda la ciudad. Madrid es el mal.

 

track 9

El portal (9) está oscuro. Los escalones son de madera, muy anchos, y aprovecho el primero para besarla, el segundo para meterle la mano en el coño (10) y el tercero para meterle la polla en la boca (11).

 

track 10

No nos hemos corrido pero llegamos muy cansados a su piso (12). Está en la quinta planta. Es bonito. La primera vez que veo la casa de alguien siempre me siento feliz, como ampliado. Rectifico: siento que se amplía mi propia vivienda, como en una reforma surrealista y generosa. Todas las casas donde me dejan entrar forman parte de mi propia casa, sobre todo porque en mi propia casa ya hay habitaciones donde no entro tan a menudo como, a veces, entro en las casas de mis amigos, conocidos, novias. Me gusta estar dentro. Estar dentro es siempre halagador. Estar dentro de tu carne y estar dentro de tu casa. Me gustan los pasos que doy sobre la intimidad de los demás, tener el pasaporte que me permite moverme por tu salón y entrar en tu cuarto de baño. Me gusta mirarme en el espejo (13) del cuarto de baño de tu casa.

Verme dentro.

 

track 11

La compañera de Marta, la compañera de piso, se llama Alicia. Ve la tele en el sillón. Marta me presenta y hay que hablar. Hablamos de lo que sale en la tele. Como hay algunos libros sobre la mesa, me pongo a hojearlos para encontrar temas de conversación. Paul Auster no es un tema de conversación que me guste demasiado. Rafael Reig es un tema de conversación que me gusta más. Chuck Palahniuk, no. Hay una novela de Daniel Pennac debajo del mando a distancia.

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