Hoy la urbanización está restaurada, los bloques lucen brillantes colores y el metro está por fin terminado. Pero cuando yo pasé allí mi niñez «el Rennbahnweg» era en esencia un núcleo de conflicto social. Era considerado como un lugar peligroso, y ni siquiera a plena luz del día resultaba agradable pasar ante los grupos de gamberros que perdían el tiempo merodeando por los patios y metiéndose con las mujeres. Mi madre siempre pasaba a toda prisa por los patios y las escaleras, agarrándome fuerte de la mano. Aunque era una mujer decidida y resuelta, odiaba la vulgaridad del Rennbahnweg. Intentaba protegerme en la medida de lo posible, y me explicó por qué no le gustaba que yo jugara en el patio y por qué consideraba vulgares a los vecinos. Naturalmente yo no lo entendía muy bien, pero casi siempre seguía sus indicaciones.
demás niños, cambiándome constantemente de ropa. Elegía los juguetes para jugar en la arena y los volvía a dejar; pasaba un buen rato pensando qué muñeca debía llevarme para establecer contacto con otras niñas. Pero cuando por fin bajaba al patio sólo duraba allí unos pocos minutos: no podía superar la sensación de no formar parte de aquello. Había interiorizado la actitud de rechazo de mis padres hasta tal punto que mi propia urbanización era para mí un mundo extraño. Prefería sumergirme en mi mundo de ensoñación tumbada en la cama de mi habitación. En ese cuarto pintado de rosa, con su moqueta clara y las cortinas de dibujos que mi madre había cosido y que ni siquiera abría durante el día, me sentía protegida. Allí tracé grandes planes y medité durante horas hacia dónde quería dirigir mi vida. Sabía, en cualquier caso, que no quería echar raíces allí, en aquella urbanización.
Durante mis primeros meses de vida fui el centro de atención de la familia. Mis hermanas se ocupaban del nuevo bebé como si se estuvieran preparando para el futuro. Una me daba de comer y me cambiaba los pañales, la otra me llevaba en un fular porta-bebés al centro de la ciudad y me paseaba por las calles comerciales, donde la gente se paraba y admiraba maravillada mi amplia sonrisa y mis alegres vestidos. Cuando se lo contaban a mi madre se quedaba encantada. Se preocupaba mucho por mi aspecto y desde pequeña me atavió con los vestidos más bonitos, que ella misma cosía para mí en largas tardes de trabajo. Escogía telas especiales, buscaba en revistas de moda los más novedosos patrones o me compraba pequeños detalles. Todo conjuntaba a la perfección, incluso los calcetines. En un barrio donde muchas mujeres salían con los rulos a la calle y la mayoría de los hombres iban en chándal al supermercado, yo iba vestida como una pequeña modelo. Este excesivo cuidado de mi aspecto exterior no era sólo una forma de distanciarse de nuestro entorno, era también el modo en que mi madre me mostraba su amor.
Su forma de ser enérgica y resuelta le hacía muy difícil mostrar sus sentimientos. No era una mujer de las que tiene al niño siempre en brazos haciéndole mimos. Tanto las lágrimas como las muestras de cariño exageradas le resultaban incómodas. Mi madre, que debido a sus tempranos embarazos tuvo que madurar muy deprisa, se había ido envolviendo en una dura piel con el paso del tiempo. Así, no se permitía ninguna «debilidad» ni la soportaba en los demás. Siendo una niña vi a menudo cómo superaba un resfriado sólo a base de fuerza de voluntad y observé cómo sacaba la vajilla todavía caliente y humeante del lavavajillas sin inmutarse. «Los indios no conocen el dolor», era su lema. Cierta dureza no hace daño, incluso ayuda a sobrevivir en este mundo.
Mi padre era justo lo contrario en este sentido. Me recibía con los brazos abiertos cuando yo quería que me achuchara, y siempre jugaba muy animado conmigo… cuando estaba despierto. Pues en esa época, cuando todavía vivía con nosotras, casi siempre le veía dormido. A mi padre le gustaba salir por las noches y beber con sus amigos. Así que no estaba en muy buenas condiciones para ejercer su trabajo. Había heredado de su padre la panadería, pero nunca le había entusiasmado la profesión. El mayor tormento para él era tener que madrugar. Recorría los bares hasta la medianoche, y cuando a las dos sonaba el despertador le resultaba casi imposible despertarse. Después de despachar el pan se pasaba horas roncando en el sofá. Su enorme y abultada barriga subía y bajaba con energía ante mis fascinados ojos infantiles. Yo jugaba con ese corpulento hombre dormido, le ponía mis ositos de peluche en las mejillas, le adornaba con cintas y lazos, le ponía gorros y le pintaba las uñas. Cuando por la tarde se despertaba, me levantaba por los aires y se sacaba por arte de magia pequeñas sorpresas de la manga. Luego se marchaba de nuevo a los bares y cafés de la ciudad.
Mi abuela fue uno de mis principales puntos de referencia en esa época. Regentaba la panadería junto a mi padre, y con ella yo me sentía como en casa y en buenas manos. Vivía a pocos minutos en coche de nosotras, pero en un mundo muy distinto. Süssenbrunn es uno de los viejos pueblos de las afueras del norte de Viena cuyo carácter rural la ciudad, cada vez más próxima, no ha conseguido eliminar. Los tranquilos callejones estaban bordeados de viejas viviendas unifamiliares con jardines en los que todavía se cultivaban verduras. La casa de mi abuela, que albergaba una pequeña tienda y el horno de pan, presentaba el mismo aspecto que en los tiempos de la monarquía.
Mi abuela procedía del Wachau, una pintoresca zona del valle del Danubio en la que se cultiva la vid en soleadas terrazas. Sus padres eran viticultores y, como era habitual en aquella época, mi abuela tuvo que colaborar desde muy joven en las tareas del campo. Hablaba con tristeza y nostalgia de su juventud en aquel entorno que en las películas de Hans Moser de los años cincuenta aparecía reflejado como un mundo idílico. Y eso a pesar de que en ese pintoresco paisaje su vida había girado sobre todo en torno al trabajo, el trabajo y aún más trabajo. Cuando un día conoció a un panadero de Spitz en el transbordador que llevaba a la gente de un lado a otro del Danubio, aprovechó la oportunidad de escapar de esa vida que le había sido impuesta y se casó. Ludwig Koch (padre) era veinticuatro años mayor que ella, y resulta difícil imaginar que fuera sólo el amor lo que la llevó a casarse con él. Pero durante toda su vida habló con mucho cariño de su marido, al que no llegué a conocer. Murió poco antes de que yo naciera.
A pesar de los muchos años pasados en la ciudad, mi abuela siempre siguió siendo una mujer de campo algo peculiar. Vestía faldas de lana con un delantal de flores encima, se rizaba el pelo en tirabuzones y desprendía un olor a cocina y aguardiente que me envolvía cada vez que hundía la cara en sus faldas. Me gustaban incluso los ligeros vapores etílicos que siempre la rodeaban. Como hija de viticultores, en todas las comidas se bebía un gran vaso de vino como si fuera agua, sin mostrar jamás el más mínimo signo de embriaguez. Se mantuvo fiel a sus costumbres: cocinaba en un viejo fogón de leña y limpiaba las cacerolas con un anticuado cepillo metálico. Cuidaba sus flores con gran entrega. En el enorme patio de la parte trasera de la casa, sobre el suelo de hormigón, había numerosos tiestos y macetas y una vieja artesa alargada que en primavera y verano se convertían en pequeñas islas de flores de tonos violeta, amarillo, rosa y blanco. En el huerto colindante crecían albaricoqueros, cerezos, ciruelos y un sinnúmero de groselleros. El contraste con nuestra urbanización de Rennbahnweg no podía ser mayor.
Durante mis primeros años de vida mi abuela fue para mí la esencia de un hogar. A menudo me quedaba a dormir en su casa, dejaba que me atiborrara a chocolate y me acurrucaba con ella en el sofá. Por las tardes visitaba a una amiga del vecindario cuyos padres tenían una pequeña piscina en el jardín, montaba en bicicleta con otros niños por la calle que cruzaba el pueblo y exploraba con curiosidad un entorno en el que uno se podía mover libremente. Cuando poco más tarde mis padres abrieron un negocio en la zona, yo a veces recorría en bicicleta el corto camino de un par de minutos hasta la casa de mi abuela para darle una sorpresa con mi visita. Recuerdo que a veces ella estaba usando el secador y no oía mis gritos y llamadas. Entonces yo saltaba la valla, entraba por la puerta trasera de la casa y le daba un susto. Ella me perseguía por la cocina con los rulos en la cabeza, sin dejar de reír —«¡Verás cómo te coja!»— y como «castigo» me hacía trabajar en el jardín. A mí me gustaba recoger con ella las oscuras cerezas del árbol y cortar con cuidado los apretados racimos de grosellas.
Pero mi abuela no sólo me regaló un trozo de infancia a salvo y sin preocupaciones, sino que también me enseñó a crear un espacio para los sentimientos en un mundo que reniega de ellos. Cuando estaba en su casa la acompañaba casi todos los días a un pequeño cementerio que se encontraba algo apartado, en medio de extensos campos. La tumba de mi abuelo, con su brillante lápida negra, estaba al final, en un camino recién arreglado cerca de la valla del cementerio. En verano el sol abrasa las piedras y, aparte de algún coche que pasa de vez en cuando por la calle principal, sólo se oye el zumbido de las cigarras y las bandadas de pájaros en el campo. Mi abuela dejaba flores frescas sobre la tumba y lloraba en silencio. Cuando yo era pequeña siempre intentaba consolarla: «¡No llores, abuela, el abuelo quiere verte sonreír!». Más tarde, cuando ya iba al colegio, comprendí que las mujeres de mi familia, que en su vida diaria no querían mostrar debilidad, necesitaban un lugar en el que poder dar rienda suelta a sus sentimientos. Un lugar recogido que sólo les pertenecía a ellas.
Cuando crecí empezaron a aburrirme las tardes con las amigas de mi abuela, que a menudo nos acompañaban en nuestras visitas al cementerio. Si de pequeña me encantaba que aquellas mujeres me atiborraran de tarta y me acribillaran a preguntas, en algún momento dejó de gustarme estar sentada en sus anticuados cuartos de estar llenos de muebles oscuros y tapetes de ganchillo en los que no se podía tocar nada, mientras ellas presumían de sus nietos. A mi abuela le sentó muy mal aquel «cambio». «¡Entonces me buscaré otra nieta!», me soltó un día. Yo me sentí muy molesta cuando en efecto empezó a regalar dulces y helados a una niña pequeña que acudía con regularidad a su tienda.
El enfado se le pasó enseguida, pero a partir de entonces mis visitas a Süssenbrunn fueron menos frecuentes. Mi madre tenía una relación algo tensa con su suegra, de modo que no le importó que ya no me quedara tanto a dormir con ella. Aunque nuestra relación se hizo menos estrecha cuando empecé a ir al colegio, lo que suele ocurrir entre nietos y abuelos, ella siempre fue para mí un gran apoyo. Pues me aportó una gran dosis de seguridad y cariño de los que carecía en casa.
Tres años antes de que yo naciera mis padres abrieron una pequeña tienda de alimentación con un café anexo en la urbanización Marco Polo, a unos quince minutos en coche de Rennbahnweg. En 1988 se hicieron cargo de otra tienda en la calle Pröbstelgasse de Süssenbrunn, a pocos cientos de metros de la casa de mi abuela en la calle principal del pueblo. Era una casa que hacía esquina, de una sola planta y pintada de color rosa pálido, con una puerta pasada de moda y un mostrador de los años sesenta. En ella vendían pasteles, especialidades gastronómicas, periódicos y revistas a los camioneros que hacían allí, en la carretera de entrada a Viena, una última parada. En las estanterías se apilaban los productos de uso diario que suelen comprarse en este tipo de tiendas cuando hace tiempo que no se va al supermercado: paquetes pequeños de detergente, pasta, sobres de sopa y, en especial, dulces y caramelos. En un pequeño patio trasero había una vieja nevera pintada de color rosa.
Ambas tiendas se convirtieron más tarde —junto a la casa de mi abuela— en los puntos de referencia de mi infancia. En la tienda de la urbanización Marco Polo pasé miles de tardes al salir de la guardería o el colegio, mientras mi madre se ocupaba de la contabilidad o atendía a los clientes. Yo jugaba al escondite con otros niños o me revolcaba por los pequeños montículos de tierra levantados para lanzarse en trineo en invierno. La urbanización era más pequeña y tranquila que la nuestra, en ella me podía mover a mi aire y enseguida me encontraba con alguien. Desde la tienda podía observar a los clientes del café: amas de casa, hombres que volvían del trabajo y otros que ya a media tarde se tomaban la primera cerveza y pedían además algo de comer. Era el tipo de tienda que poco a poco iba desapareciendo de las ciudades y que, gracias a su amplio horario de apertura, a la venta de alcohol y al trato personal, se había convertido en un rincón importante para mucha gente.
Mi padre se ocupaba de la panadería y del reparto del pan, de todo lo demás se encargaba mi madre. Cuando yo tenía unos cinco años mi padre empezó a llevarme con él en sus viajes de reparto. Íbamos en la furgoneta por barrios y pueblos alejados, parando en restaurantes, bares y cafeterías, en puestos de perritos calientes y en tiendas pequeñas. Por eso, yo conocía la zona situada al norte del Danubio mucho mejor que cualquier otro niño de mi edad, y pasé en bares y cafés más tiempo de lo que tal vez resultara apropiado. Disfrutaba mucho pasando tanto tiempo con mi padre y me sentía mayor, sentía que se me tomaba en serio. Pero las rondas por los locales tenían también su parte desagradable.
«¡Qué niña tan guapa!» Habré oído esa frase mil veces. Pero aunque se tratara de un elogio y yo fuera el centro de atención, no me trae buenos recuerdos. Las personas que me pellizcaban la mejilla y me compraban chocolate me resultaban desconocidas. Además odiaba que me pusieran en una situación que yo no había buscado y que me dejaba una profunda sensación de pudor.
En ese caso era mi padre quien presumía de mí ante sus clientes. Era un hombre jovial al que le gustaba una buena puesta en escena, su hija pequeña con su vestido recién planchado era un accesorio perfecto. Tenía amigos en todas partes, tantos que incluso a mí, como niña, me sorprendía que pudiera relacionarse con todas esas personas. La mayoría de ellos dejaban que mi padre les invitara a una bebida o le pedían dinero prestado. Su ansia de reconocimiento hacía que no le importara pagar.
En esos bares del extrarradio llenos de humo yo me sentaba en sillas demasiado altas y escuchaba a adultos que sólo en un primer momento se interesaban por mí. Se trataba en gran parte de parados y fracasados que dejaban pasar el día entre cervezas, vinos y juegos de cartas. Muchos de ellos habían tenido una profesión, eran maestros o funcionarios que en un momento dado se habían desviado de su camino. Hoy se dice que sufren el síndrome del desgaste profesional. Entonces era lo normal en los barrios del extrarradio.