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Authors: Henry James

Tags: #Terror

13 cuentos de fantasmas (43 page)

BOOK: 13 cuentos de fantasmas
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—Si no la quisiera, y a usted tampoco… —repitió, como si retrocediera para dar un salto, dejando sin embargo su pensamiento tan incompleto que, traspuesta la puerta del atrio de la iglesia, otro alto, que él impuso con una presión de su brazo, se hizo inevitable. La señora Grose y Flora habían entrado en la iglesia, los otros feligreses las siguieron y nosotros nos quedamos solos durante un minuto, entre las viejas tumbas. Hicimos una pausa precisamente junto a una de ellas, una tumba baja y oblonga, semejante a una mesa, situada a un lado del camino.

—Dices que, si no la quisieras…

Miles miró a las tumbas mientras yo esperaba. Luego respondió:

—Bueno, ¡usted lo sabe muy bien!

Pero no se movió, y al cabo de unos instantes añadió algo que me obligó a apoyarme en la lápida de una tumba, como si repentinamente necesitara reposar:

—¿Opina mi tío lo mismo que usted?

Tardé un poco en responder.

—¿Cómo puedes saber lo que opino?

—¡Ah, bueno!, por supuesto que no lo sé; me sorprende que nunca me lo haya dicho. Lo que ahora quiero saber es si él lo sabe.

—¿Si sabe qué, Miles?

—Bueno, el modo como me educo.

Me di cuenta, con suficiente rapidez, de que no podía responder a esa pregunta de ninguna manera que no implicara un reproche a quien me había empleado. Sin embargo, pensé que era bastante lo que nos habíamos sacrificado en Bly para que ese hecho resultara perdonable.

—No creo que a tu tío le importe eso demasiado.

Miles se me quedó mirando fijamente.

—¿Y no cree usted que podría lograrse que le importara?

—¿De qué manera?

—Obligándolo a venir.

—Pero… ¿quién podría hacerlo venir?

—Yo lo haré —respondió el niño, con extraordinario brío.

Me lanzó otra mirada cargada de una extraña expresión y luego entró solo en la iglesia.

XV

La cuestión quedó prácticamente establecida desde el momento en que no lo seguí. Resultaba lamentable rendirse a la agitación, pero darme cuenta de ello no sirvió para hacerme recobrar las fuerzas. Me quedé sentada en la tumba y traté de penetrar en el significado de lo que mi joven amigo me había dicho. En cuanto creí entenderlo, me di el pretexto de que sería vergonzoso ofrecer a mis pupilos y al resto de la congregación, con mi entrada, semejante ejemplo de retraso. Pero sobre todo me dije que Miles había logrado obtener algo de mí y que le sacaría partido. No necesitaba más pruebas de su victoria que aquel absurdo colapso que me había acometido. Ahora sabía que había algo que me producía mucho miedo, y probablemente lo utilizaría para, siguiendo sus propósitos, obtener más libertad. Mi temor surgía de la necesidad de tratar la intolerable cuestión de la causa de su expulsión, puesto que en realidad de lo que se trataba era de los horrores que se ocultaban tras ella. El que su tío llegara a Bly para tratar conmigo aquel asunto, era una solución que, estrictamente hablando, tenía que haber deseado; pero la idea me horrorizaba tanto, me sentía ya para entonces tan incapaz de soportar la fealdad y lo penoso del asunto, que simplemente me limité a darle largas. El niño, para mi mayor amargura, estaba en la posición correcta, y en cualquier momento hubiera podido decirme… «O aclara con mi tutor el misterio de esa interrupción en mis estudios, o deja de esperar que siga llevando de buen grado esta vida tan anormal para un muchacho.» Lo que me resultaba completamente anormal en aquel muchacho, era la repentina revelación de una conciencia del problema y de un plan.

Aquello fue lo que realmente me venció, lo que me impidió entrar. Caminé alrededor de la iglesia dudando, vacilando; me dije que en lo referente a Miles había chocado ya con él sin enmienda posible. Por lo tanto, podía ahorrarme el esfuerzo de permanecer a su lado en el templo: se sentiría más seguro que nunca cuando me cogiera del brazo y me tuviera sentada allí una hora en estrecho y mudo contacto con su comentario sobre nuestra conversación. Por primera vez desde su llegada, quise huir de él. Mientras me detenía bajo el alto ventanal que miraba hacia oriente y escuchaba el sonido de las oraciones, fui sintiendo nacer en mí un impulso que hubiera acabado por dominarme si lo hubiese estimulado un poco. Podía poner fácilmente un fin a mis tribulaciones marchándome de Bly. Ésa era mi oportunidad; nadie me detendría. Lo único que tenía que hacer era dar la vuelta y apresurarme; volver, para recoger algunas cosas, a la casa, que estaría prácticamente vacía, pues la mayoría de los sirvientes estaban en la iglesia. Nadie, a fin de cuentas, me podría reprochar mi desesperada huida. Tenía una aguda previsión de lo que mis pequeños discípulos, fingiendo una inocente sorpresa, me dirían a la salida: «¿Pero qué ha estado usted haciendo? Es usted una persona verdaderamente terrible. ¿Cómo se le ocurre abandonarnos precisamente en la puerta del templo? Nos ha tenido preocupados, sin poder concentrarnos en el oficio religioso…» No hubiera podido responder a sus preguntas, ni tolerado sus miradas falsamente encantadoras; sin embargo, tendría que hacerles frente, y sólo ese pensamiento hizo que el proyecto de huida tomara cuerpo.

Cuando me di cuenta, ya había cruzado el cementerio y tomado el camino que conducía a Bly. Al llegar a casa, estaba completamente decidida a huir. La calma dominical de los alrededores y del mismo edificio, en el que no encontré a nadie, me infundió la sensación de que aquélla era la oportunidad. De ese modo me podría marchar rápidamente, sin una escena, sin una palabra. Sin embargo, tendría que darme prisa, y el problema del transporte era la gran dificultad que debía resolver. Atormentada por las dificultades y los obstáculos, recuerdo que me detuve al pie de la escalera y me senté en uno de los escalones inferiores, desprovista de fuerzas para subirla. Pero de pronto recordé con repulsión que en aquel preciso lugar, hacía más de un mes, en la oscuridad de la noche, colmado de maldad, había visto el espectro de la más horrible de las mujeres. Ante eso, sentí renacer mis fuerzas; subí precipitadamente la escalera y me dirigí directamente a la sala de las clases, puesto que había allí objetos que me pertenecían y no deseaba abandonar. Pero abrí la puerta para encontrarme de nuevo, como en un relámpago, con que mis ojos no estaban sellados. En presencia de lo que vi,. flaquearon todas mis resoluciones.

Sentada ante mi propia mesa y a la clara luz del mediodía, vi a una persona a la que, sin mi experiencia previa, hubiera podido tomar por una sirvienta que había permanecido en la casa para cuidar de ella, y la cual, aprovechando que no había nadie, había decidido utilizar mis plumas, mi papel y mi tinta para escribir una carta a su enamorado. Se notaba que hacía un esfuerzo de concentración mientras, con los codos sobre la mesa, apoyaba la cara en ambas manos. Noté que, a pesar de mi entrada, persistía en su extraña actitud. Luego su identidad se encendió en mi cerebro como un fogonazo; la desconocida se puso de pie y con ese simple acto dejó de ser una extraña para mí. Se puso de pie, pero no como si me hubiera oído, sino con una indescriptible y profunda melancolía, mezcla de indiferencia y despego y, a una docena de pasos de donde yo estaba, se irguió mi vil predecesora. Estaba ante mí, deshonrada y trágica, pero mientras la miraba fijamente, tratando de retener sus rasgos para recordarlos, la espantosa imagen se desvaneció. Oscura como la medianoche, con su vestido negro, su macilenta belleza y su indescriptible aflicción, me había mirado el tiempo suficiente para decirme que su derecho a sentarse a mi mesa era tan bueno como el mío para sentarme a la suya. En realidad, durante aquel brevísimo instante tuve la extraordinaria sensación de que la intrusa era yo. Aquello despertó en mí una apasionada protesta; no pude sino gritarle:

—¡Mujer miserable y vil!

El sonido de mi voz recorrió el largo pasillo y la casa entera. Ella me miró como si me oyera, pero yo ya me había recobrado de la impresión. Un segundo después no había en la habitación más que el resplandor del sol y la sensación de que debía quedarme allí.

XVI

Estaba tan absolutamente convencida de que el regreso de mis discípulos sería tan estruendoso, que no pude sino sorprenderme al comprobar que nadie hacía la menor alusión a mi ausencia. En vez de denunciar y reprocharme alegremente mi abandono, como yo había supuesto, no hicieron la menor alusión a lo ocurrido; y al darme cuenta de que tampoco la señora Grose decía nada, comencé a estudiar con detenimiento su extraño rostro. De mi escrutinio deduje que ellos se las habían ingeniado de alguna manera para reducirla al silencio; un silencio que, sin embargo, yo estaba dispuesta a romper a la primera oportunidad. Tal oportunidad se presentó antes de la hora del té: logré estar cinco minutos a solas con ella en la portería, donde, a la luz del atardecer y entre el olor a pan recién horneado, con el lugar perfectamente limpio, la encontré plácidamente sentada frente a la chimenea. Me parece verla aún: mirando a la llama desde su estrecha silla en el oscuro y brillante cuarto, era una clara imagen de la marginación… una imagen de gavetas cerradas con llave y de paz sin sobresaltos.

—¡Oh, sí!, me pidieron que no dijera nada… y por complacerlos… sí, se los prometí. Pero dígame: ¿qué le ocurrió?

—Sólo me había propuesto caminar con usted hasta la iglesia —le dije—. Tenía que volver para encontrar a una amiga.

No ocultó su sorpresa.

—Una amiga? ¿Usted?

—Sí, sí, tengo un par de amigos —y me eché a reír—. Pero ¿le dieron a usted alguna razón los niños?

—¿Para que no aludiera a su inesperado regreso? Sí, dijeron que usted lo prefería de esa manera. ¿Es cierto?

Mi expresión, en ese momento, pareció alarmarla.

—De ninguna manera —exclamé; y un instante después añadí—: ¿Le dijeron por qué lo prefería así?

—No, el señorito Miles sólo me dijo que debíamos hacer lo que a usted le gustaba.

—Me gustaría que él lo hiciera. ¿Y Flora qué dijo?

—La señorita Flora fue también muy gentil. Lo único que dijo fue: «Desde luego, desde luego»; y yo dije lo mismo.

Me quedé un momento pensativa.

—Fue usted también muy amable… Todos lo fueron… Me parece oírlos. Sin embargo, entre Miles y yo todo ha terminado.

—¿Todo ha terminado? —mi compañera me miraba sorprendida—. ¿Pero qué, señorita?

—Todo. No importa. He tomado una decisión. Volví a casa, querida —continué—, para hablar con la señorita Jessel.

Ya para esa época había adquirido la costumbre de proporcionar a la señora Grose las sorpresas más desconcertantes; a pesar de todo, no pudo evitar en esa ocasión un significativo parpadeo.

—Hablar! ¿Quiere usted decir que ella habla?

—Para eso vine. A mi regreso la encontré sentada en el salón de las clases.

—¿Y qué le dijo?

Puedo aún oír a la buena mujer y recordar su candorosa estupefacción.

—¡Que sufre los tormentos…!

Esas palabras hicieron que sus ojos se desorbitaran como platos.

—¿Quiere usted decir —preguntó ansiosamente— de los perdidos, de los condenados?

—De los perdidos, de los condenados. Y ha decidido compartirlos…

Me interrumpí, horrorizada por aquella idea. Pero mi compañera, con menos imaginación, preguntó:

—¿Para compartirlos con quién?

—Con Flora.

La señora Grose hubiera salido corriendo de allí si yo no hubiese estado preparada para ello. Continué, antes de que tuviera tiempo de reaccionar:

—Sin embargo, como le he dicho, la cosa carece de importancia.

—¿Porque ha tomado una decisión? ¿Qué ha decidido?

—Todo.

—¿Y a qué llama usted «todo»?

—Mandar llamar a su tío.

—¡Oh señorita!, hágalo por favor —exclamó mi amiga.

—Claro que lo haré; lo haré. Estoy convencida de que es la única solución. Y si Miles cree que tengo miedo de hacerlo y piensa aprovecharse de eso, verá que se equivoca. Sí, sí; su tío se enterará por mi boca, en este mismo lugar (y delante del propio Miles, si es necesario), de los motivos que tengo para no haberme preocupado de mandarlo a la escuela…

—Sí, señorita… —dijo mi compañera.

—Bueno, está ese terrible motivo.

Había ya para entonces tantos motivos, que mi pobre colega —había que excusarla por esto— se perdía entre ellos.

—¿Cuál…?

—La carta de su antigua escuela.

—¿Se la mostrará al amo?

—Debí hacerlo en el preciso instante en que la recibí.

—¡Oh, no! —replicó la señora Grose con decisión.

—Le diré —continué inexorablemente— que no puedo cuidar a un chico que ha sido expulsado…

—¡Pero si nunca hemos llegado a saber por qué lo expulsaron! —protestó la señora Grose.

—Por malvado. ¿Por qué otra cosa iba a ser, siendo tan listo, tan apuesto, tan aplicado? ¿Es acaso estúpido? ¿Desaliñado? ¿Idiota? Por el contrario, es exquisito… Así que tiene que haber sido por eso; y eso permitirá airear todo el asunto. Después de todo —dije—, la culpa es del tío, por haberlo dejado en manos de semejantes personas…

—Él, en realidad, no las conocía. La culpa es mía —dijo ella, y estaba terriblemente pálida.

—Bueno, usted no va a salir perjudicada —le respondí.

—Pero los niños sí —replicó enfáticamente.

Permanecí en silencio durante un momento, y nos miramos una a otra.

—Entonces, ¿qué voy a decirle?

—No necesita usted decirle nada. Yo se lo diré.

Sopesé sus palabras.

—¿Quiere usted decir que va a escribirle…? —me acordé de que no sabía hacerlo y añadí:

—¿Cómo va usted a comunicarse con él?

—Se lo pediré al alguacil. Él sabe escribir.

—¿Y le pedirá usted que relate nuestra historia?

Mi pregunta tuvo una fuerza sarcástica que yo no había pretendido darle, pero que sirvió para desanimar a la señora Grose. Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.

—¡Ay, señorita, escríbale usted!

—Bueno, lo haré esta noche —le respondí, y en ese momento nos separamos.

XVII

Esa misma noche llegué, en efecto, a escribir el párrafo inicial. El tiempo había vuelto a cambiar, soplaba un fuerte viento, y debajo de la lámpara de mi habitación, con Flora que dormía apaciblemente a mi lado, permanecí sentada durante largo rato ante una hoja de papel en blanco y escuchando el repiqueteo de la lluvia sobre los cristales de las ventanas. Finalmente, cogí una vela y salí del cuarto. Atravesé el pasillo y pegué el oído ante la puerta de Miles. Lo que, en mi constante obsesión, había esperado escuchar, era un sonido revelador de que el niño no estaba durmiendo. De pronto capté uno, pero no revestía la forma que había esperado. Su voz tintineó:

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