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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

Zombie Nation (28 page)

BOOK: Zombie Nation
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Re: Mamá está bien, sólo un poco asustada

Así que deja de llamar a todas horas, vale? Sin noticias de papá/la zorra madrastra, pero te informaré. No vengas aquí, pq Ohio está mal según la tele. Cuídate, hermano.

Paz

Ted

[Mensaje no entregado guardado en el servidor [email protected], 12/04/05]

Clark depositó una hoja de 28x43 en la mesa. Mostraba el mapa de Estados Unidos con la telaraña de Vikram superpuesta encima en varios colores.

—Nuestros estudios de epidemiología han arrojado estos resultados. —Buscó la mirada de Dunnstreet y luego la del civil. Tenían que escuchar con mucha, mucha atención. Esto lo cambiaría todo—. Originalmente estábamos trabajando bajo la hipótesis de una enfermedad infecciosa. Es decir, que la epidemia es un patógeno que se propaga por el contacto directo con los fluidos corporales de los individuos infectados. Creíamos que había comenzado en la prisión de Florence y luego se había extendido a California a través de un miembro del personal que estaba allí de vacaciones. La cadena de pruebas parecía correcta y creíamos que comprendíamos cómo funcionaba esta cosa.

Por supuesto que él había buscado un patógeno. Era para lo que estaba entrenado: terrorismo biológico. Recordaba cómo había reconvenido al ayudante del alcaide Glynne por permitir que los disturbios de la prisión siguieran durante tres días antes de llamar. Glynne había dado por sentado que estaba buscando un nuevo y especialmente nocivo tipo de droga. Las drogas eran un problema serio en la cárcel, así que drogas eran lo que buscaba.

La vergüenza subió por la garganta de Clark y se extendió por sus mejillas. Debería haber sido más flexible, más abierto a otras posibilidades. Había muerto un número incontable de gente porque él había cometido el mismo error, porque había dado por sentado que la epidemia tenía que ser una enfermedad.

—Luego, a algunas personas muy inteligentes se les ocurrió poner estos datos en una hoja de cálculo y vean lo que salió. Lo que tenemos ante nosotros no es una enfermedad infecciosa en absoluto. Sea lo que sea se expande con un patrón radial, algo que ningún agente biológico hace jamás, se propaga como las ondas de sonido o de radio, sólo que mucho, mucho más lentamente. —Señaló algunas manchas del mapa, lugares separados por cientos de kilómetros pero que habían sido tomados por los infectados en el mismo día, a la misma hora—. Emana de algún lugar por aquí, en las montañas Rocosas, y se expande hacia fuera en todas las direcciones como una ola en una laguna. Nada lo detiene, nada puede protegerse de ello. Adonde llega la punta de esta ola, los muertos regresan a la vida y atacan a los vivos.

—¿Los muertos? —preguntó el civil. El regocijo iluminó su cara.

—Los muertos. —Hora de afrontar los hechos. Desirée Sánchez finalmente le había demostrado su argumento, y todo al coste de su vida. ¡Basta! La culpa no iba a brindarle lo que necesitaba—. No sé qué hay aquí —puso el dedo en el punto de las montañas que tenía que ser el epicentro del apocalipsis—, pero estoy seguro de que está provocando este desastre. —Tensó la espalda y dejó la mirada perdida—. Bueno. Si algo se pueda desatar, tal vez se puede contener.

—¿Cree que puede detener la epidemia? ¿Quiere pararla? —preguntó Purslane Dunnstreet, sonando consternada.

—¿Detenerla por completo? ¿Los muertos se desploman sin más y no se levantan de nuevo, nadie más se levanta de la tumba y nosotros nos quedamos con el largo y doloroso proceso de reconstrucción? —preguntó el civil, con las adjudicaciones de contratas brillando en sus ojos.

Clark cruzó los brazos a la espalda.

—Sí.

Sí.

Lo había dicho. Había sugerido que tal vez había una vuelta atrás. Un camino de salida del Armagedón. Esto era todo. La última oportunidad para la humanidad y se podía hacer en su patio trasero con un puñado de hombres.

Esperó pacientemente su respuesta. Era mucho para creérselo de una vez.

—Así que está diciendo —dijo Dunnstreet muy, muy despacio— que no quiere participar en la defensa del Potomac. —Ella volvió a sus gráficos—. Tengo una compañía elegida para usted en particular, capitán. Una compañía toda suya.

A Clark se le cayó el alma a los pies y se le notó en la cara. Tras décadas de guardarse sus sentimientos para sí mismo, esto era demasiado.

—Purslane, creo que tal vez hemos cubierto suficiente por hoy —intervino el civil, levantándose de la silla.

—Capitán —continuó Dunnstreet, ignorándolo—. Puedo comprender que mis órdenes de batalla lo asusten. Lo entiendo, de verdad, sé lo que es temblar ante una tarea de envergadura. Espero que lo reconsidere. No obstante, ¿podría hacer una cosa por mí antes de marcharse? ¿Rezaría conmigo por nuestra nación?

Sin quitarle los ojos de encima, ella se puso de rodillas en el suelo. Entrelazó los dedos en una tensa y huesuda bola y le clavó la mirada profundamente con ojos ingenuos e inocentes que en su cara de porcelana parecían ostras crudas en un plato.

—Bueno, ¿usted también? —preguntó ella.

El civil gruñó y se arrodilló. Fulminó a Clark, que seguía en pie, con la mirada.

—Ven aquí, idiota —le susurró—. ¿Quieres ser etiquetado como infractor religioso?

COMPLETO. REFUGIADOS NO. No hay comida, ni agua, ni drogas, ni dinero. NO PASAR. NO PEDIR. Lo sentimos, ¡estamos cerrados! [Pintado en la entrada principal de un hipermercado DiscountDen en Springfield, MO, 11/04/05]

Mientras se arrastraba por un agujero en la valla de un campo de golf una afilada punta de acero se clavó en la espalda de Nilla. Notó cómo se rasgaba su camisa y luego su carne. Hizo una mueca de dolor, a pesar de que no le dolió mucho, pero sabía que la herida tendría un aspecto terrible y necesitaba parecer humana. Como mínimo le haría falta una camisa nueva.

No podía hacer más que seguir adelante. Se revolvió en el barro y gateó sobre el césped inmaculado. Continuó agachada y avanzó rápidamente por el green, consciente de que si la pillaban, la asesinarían en cuanto la vieran. Estaba a medio camino del local social cuando el ladrido de un perro la sobresaltó.

—¡Cállate! —gritó alguien—. ¡Cállate de una vez! ¿Qué demonios te pasa? —La voz procedía del otro lado de una suave pendiente del campo. Nilla se tiró al césped sobre su estómago y dejó de respirar. El perro apareció por encima del montículo, con las orejas echadas hacia delante y olisqueando el aire. Un pastor alemán tirando de su correa. Se calmó como Mael le había enseñado y cubrió la humeante oscuridad de su energía. Cada vez resultaba más fácil. Podía ocultar su oscuridad durante periodos más y más largos de tiempo. Listo. Era invisible. El perro escarbó la tierra y gimió durante un momento, luego siguió ladrando.

Maldita sea. La podía oler. Se imaginó hundiendo los dientes en el cuello del perro. Qué bien le sentaría. La vida dorada del animal resplandecía en la oscuridad y se preguntó si el perro estaría pensando en lo mismo.

—Aquí no hay nada, estúpido —dijo el que llevaba el perro. Un adolescente con una gorra de béisbol marrón y una cazadora del mismo color. Llevaba el cuello levantado para protegerse de la fresca brisa nocturna y jugueteaba con un cigarrillo encendido—. ¿Ves? Nada. ¡Ahora cierra la puta boca!

El chaval tiró de la correa del perro con crueldad. El perro aulló de dolor, pero al menos dejó de ladrar. El chico y el perro desaparecieron de nuevo por el montículo y Nilla liberó su energía, volviendo a hacerse visible.

Un minuto después estaba en la entrada principal del campo de golf, y cruzó la carretera con la insoportable sensación de que la observaban, de que en cualquier momento el chico miraría atrás y la vería corriendo por el asfalto desierto. Su suerte no la abandonó y llegó al lado umbrío de una casa.

Había entrado. Se estremeció de excitación, o quizá esa sensación sólo era miedo. Avanzó sigilosamente hasta el borde de la sombra y echó un vistazo a la carretera recta que llegaba a la famosa intersección de Las Vegas Strip. Las luces de neón todavía funcionaban. Llenaban el aire que las rodeaba de una bruma incandescente, convirtiendo la noche en, bueno, no el día, pero algo más parecido al día que a la noche.

No podía dejar de temblar, a pesar de que no tenía frío en absoluto. Se dio cuenta de que estaba aterrorizada.

Mael tenía una misión para Nilla y ella ya había aprendido que era mejor no oponerse. La muerte de Singletary le había enseñado cuál era el castigo por rechazarlo. Había sido enviada a infiltrarse en una ciudad muy vigilada, sola, y derrotarla. Circulaban rumores sobre que Las Vegas tenía una vacuna contra la epidemia. Sin duda la ciudad se las había arreglado mejor que Denver o Sacramento o Salt Lake City. Para empezar todavía estaba llena de vivos. La habían escogido a ella por un buen motivo. El hombre muerto sin brazos al que Mael llamaba Dick no podía llevar a cabo esta misión. Carecía del aspecto humano necesario. Mael no podía hacerlo en persona porque no era más que una proyección psíquica y no tenía forma física en Nevada. Nilla contaba con su aspecto físico y tenía brazos.

Miró calle abajo de nuevo, esta vez buscando sombras. Todos los lugares en los que pudiera esconderse a medianoche. Vio una puerta que tenía escrito su nombre y caminó bajo la luz de la luna, preparada para recorrer la calle tan rápido como pudiera. Había dado unos tres pasos cuando oyó al perro aullar de dolor otra vez. Captó un destello de energía dorada con su visión mental y se dio media vuelta para enfrentarse a lo que fuera que la seguía.

—Disculpe. ¡Disculpe, señorita!

El chaval estaba a tres metros escasos, sujetando a duras penas al perro para evitar que se abalanzara sobre Nilla y le arrancara la cara.

Nilla se quedó helada. Irregulares espinas de violencia atravesaron su cerebro. Sabía qué se suponía que debía hacer. Qué tenía que hacer. No sabía por qué estaba retrasando lo inevitable. Pero sus músculos no obedecían a su cerebro.

—Ha pasado el toque de queda, señorita. ¿Tiene su carné de identidad? ¿Un carné de conducir o algo?

Nilla se volvió lentamente, con una amplia y cálida sonrisa en el rostro.

—Supongo que me lo he dejado en el otro pantalón —dijo ella, encogiéndose de hombros. Si no iba a luchar, entonces tendría que salir de ésta con una treta. «Compórtate como una estúpida», pensó. No era demasiado difícil, bastaba con revelar su identidad—. Ahora voy a casa, lo prometo.

El chico avanzó hasta quedar a unos centímetros de distancia y arrugó la frente comprensivo.

—Mire, señorita, es evidente que no está muerta, me refiero a que ellos no hablan y todo eso. Sin embargo, sigue siendo necesario que vea su identificación. Eso o perderé este trabajo.

—Bueno, yo no quiero que eso suceda —dijo Nilla. Se acercó más a él.

Su cuerpo de llenó de hielo, los cubitos chapoteaban en su interior como en una cubitera al final de una fiesta en la playa. Sintió como si su piel estuviera a punto de desprenderse de lo mucho que temblaba. Miró intensamente al chaval a los ojos y se dio cuenta de que actuar en plan seductor no la sacaría de ésta.

Él tenía una pistola, y el perro, y la mataría en el momento en que se diera cuenta de su error. Vería su energía oscura y haría la conexión. Aun así no podía hacerlo. No podía atacar. Los muertos descerebrados lo hacían sin parar; ¿cuál era su problema?

Él estaba sólo a medio metro. Podía distinguir cada uno de sus granos, veía su pulso latiendo en la yugular. Se dio cuenta de que era exactamente de la misma altura que ella. Entonces ocurrió algo. Él se aproximó aún más y de repente ella ya no lo estaba mirando con sus ojos, sino con el vello de la parte posterior de sus brazos.

La energía del chico era tan brillante y tan dorada. La llamaba. Algo crujió en su interior. Quizá alguna parte de su corazón rompiéndose. Era más probable que fuera una neurona medio muerta activándose mucho más tarde de lo debido, estableciendo al fin una sinapsis.

Podía hacerlo. Oh, sí. Todo lo demás desapareció a medida que la energía del chico se acercaba más y más a ella. Su deliciosa energía.

Ella alargó una mano y le tiró la gorra al suelo.

—¿Por qué has hecho eso, zorra estúpida? —inquirió él mientras se agachaba para recogerla.

—No quería que se manchara de sangre —dijo ella, y lo cogió por el cuello.

De: BIGSkyPILOT (Moderador)

Re: Consejos para mantener el agua limpia y potable

Hay tanto correo spam del gobierno, ¿es que ya no queda nadie real enviando correos? Sólo tengo electricidad dos horas al día, pero mantendré el servidor funcionando con el generador tanto tiempo como sea posible.

[Artículo de foro de www.bigskypilot.com, 11/04/05]

—Esa mujer es una lunática —afirmó Clark entre jadeos.

El civil se había recuperado del letargo que lo poseía a primera hora y estaba conduciendo a su friki a través de las atestadas calles de Washington. Según había dicho, su intención era invitar a Clark a comer en «un club de
striptease
verdaderamente asombroso que conozco en la otra esquina». Al parecer las camareras rusas apenas hablaban inglés y todavía no sabían que no estaba permitido que los clientes las tocaran. Clark estaba buscando la manera de declinar cortésmente la invitación, pero entre tanto tenía que apresurarse para seguir el ritmo de las largas zancadas del civil. Comparado con las relajadas calles de Denver, todo el mundo parecía tener prisa en Washington.

—¿Purslane? Oh, está más loca que todas las pelotas de los Boston Red Sox juntas. Pero también es amiga personal de la segunda dama. El vicepresidente adora a Purslane Dunnstreet, y cuando el vicepresidente adora a alguien el secretario de Defensa, también, y bueno, en cuanto a mí, yo adoro a todo el mundo. Odiar a la gente es una pérdida de tiempo. Vamos, el último en llegar paga los
lap dances.

Clark siguió al civil a un antro oscuro, sin humo, donde retumbaba la música tecno y las luces estroboscópicas. Una mujer esquelética con un ceñido vestido estampado con hoces y martillos le entregó a Clark un martini en un vaso de plástico.

—Oh,
Kapitan,
mi
Kapitan
—suspiró ella, y metió los dedos dentro de la camisa de uniforme de Clark hasta tocar la piel de su plexo solar.

Clark se quedó paralizado por el repentino contacto. No había pensado que fuera posible que nadie se acercara tan rápido a él. El civil se metió entre ellos.

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