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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror

Zombie Nation (2 page)

BOOK: Zombie Nation
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Fuego inexplicable en Idaho Springs, afirma un guía fluvial, padre de seis hijos

Hallados bidones de gasolina en la escena y «la puerta principal estaba cerrada con clavos». [
The Coloradoan
(Fort Collins), 17/03/05]

Bannerman Clark, capitán Bannerman Clark de la Guardia Nacional de Colorado para ser exactos, colocó la servilleta de tela con pulcritud sobre su muslo y alineó el cuchillo de carne al lado del tenedor de plata. Una vez al mes se premiaba con un filete de ternera de veinte dólares en el Brown Palace, el hotel y restaurante más fino de Denver, y tenía una lista estándar de tareas a cumplir para disfrutar adecuadamente de la comida.

Primero, un sorbo de un buen, si bien moderadamente caro, vino francés. A continuación, cogía una pizca de sal marina del salero y la desmigajaba, literalmente, sobre la carne sangrienta. Por último, apagaba la vela de la mesa de manera que la llama no lo deslumbrara y distrajera.

Era el tipo de persona que comúnmente se denominaba «anal» y estaba orgulloso de ello. El hecho de que fuera consciente de su naturaleza y tomase las medidas para evitar que su comportamiento se extremara en exceso lo preservaba de que los soldados se burlaran abiertamente de él, o eso creía. Se había esforzado en no investigar nunca muy de cerca la cuestión.

Él se consideraba sencillamente una persona práctica. Pensaba en sí mismo como alguien que elige planificar su día por adelantado y trataba de atenerse a ese plan. Era así de simple. La vida la vivían mejor aquellos que estaban preparados para sus contingencias.

Bannerman Clark había comenzado su vida adulta en el Cuerpo de Ingenieros del Ejército, sirviendo durante un periodo sin distinciones, pero sin errores, en numerosas operaciones transoceánicas antes de elegir lo más próximo a un semirretiro disponible para un hombre de su temperamento: un movimiento lateral a un puesto en el que podía hacer algo bueno sin tener que desplazarse tan a menudo. Odiaba viajar. Su puesto en la Guardia Nacional, unas de las pocas posiciones a tiempo completo de la organización, le había valido una oficina en la base militar. Le permitía planificar sus actividades con meses y años enteros de antelación. Le permitía tener una rutina que encontraba confortable, a la par que le brindaba una variedad suficiente de tareas que evitaban que se convirtiera en algo moribundo, o peor, aburrido. Bannerman Clark sabía lo que le gustaba y lo que no, e intentaba maximizar lo primero y minimizar lo segundo.

A modo de ejemplo: le encantaba un trozo perfecto de carne poco hecha, aunque a la edad de sesenta y un años su médico de cabecera fruncía el ceño ante su ritual. Odiaba que lo molestaran en medio de una actividad planificada. Cuando su móvil comenzó a vibrar en su bolsillo, estuvo tentado de ignorarlo el tiempo suficiente para tomar un último bocado.

Pero, en realidad, eso no era una opción. Depositó nuevamente el tenedor en la mesa y sacó el teléfono. Levantó la vista y observó los elegantes manteles blancos, los enormes candelabros colgantes de bronce que evocaban una rueda de tren, los elaborados acabados de bronce y mármol que quedaban de cuando el Brown Palace había sido el burdel más elegante del salvaje Oeste. Miró a los otros comensales, que estaban pagando precios desorbitados para cenar en medio de tal opulencia. Una mujer con un vestido rojo fulminó con la mirada su móvil. No obstante, su desdén era innecesario. El teléfono estaba configurado para recibir sólo mensajes de texto, no llamadas. El mensaje que Bannerman Clark recibió lo hizo suspirar profundamente.

GOBCO+TTEGRALGNRQN INM PRES XMOTIN ADXFLRNC

En otras palabras, el gobernador de Colorado y el teniente general, oficial a cargo de la Guardia Nacional, querían que él respondiera de inmediato a una amenaza urgente: un motín en la prisión de máxima seguridad en Florence, justo al sur de Colorado Springs. Iría de inmediato, por supuesto. Ése era su papel, el trabajo que había buscado: Oficial al Mando de Valoración Inmediata y Detección Inicial. Sus tarjetas de visita lo describían como OIC, RAID-COARNG
[1]
.

Su trabajo era ser el primer hombre en la escena para obtener una visión general de una crisis emergente y establecer, de ser necesario, el nivel de respuesta que requería o era recomendable.

Se puso de pie de inmediato y cogió su gorra de plato (término del Ejército de la Guardia Nacional para sombrero) de la silla que tenía al lado. Un camarero de chaleco rojo se apresuró a acercarse a su mesa con una evidente expresión de preocupación en la cara, pero Bannerman Clark hizo un gesto negativo para tranquilizarlo. Su filete tendría que volver a la cocina, se temía. El Brown Palace seguramente podía preparárselo para llevar, pero Bannerman Clark no lo pidió. Estaría a bordo de un Black Hawk UH-60 en el plazo de una hora y la comida, si es que acaso era posible comer mientras volaban, no sería lo mismo sin sus pequeños rituales. Además, a donde se dirigía era mejor llegar con el estómago vacío.

Misterioso cadáver hallado en Main Street en Woods Landing, Wyoming

El juez de instrucción afirma que lleva muerto tres meses [AP Wire Service, 17/03/05]

Lirios: el aroma de.

ch-ch-ch-chuhhh/Shwhuhhh

Los tímpanos de la mujer vibraron con el suave sonido del gemido. Notaba la nariz dolorosamente seca.

ch-ch-ch-chuhhh/Shwhuhhh

Abrió los ojos. La parte más baja de su campo visual estaba obstruida por plástico transparente: tenía algo en la cara. El mundo estaba de lado porque tenía la cabeza apoyada en una pieza de madera.

ch-ch-ch-chuhhh/Shwhuhhh

La cabeza la estaba matando. Todo olía a lirios. Plástico en la cara. Levantó un brazo, que pesaba demasiado, y se aplastó la nariz, pero no funcionó. Intentó tocar la cosa que tenía sobre la cara y se dio cuenta de que sus dedos no funcionaban bien. Sentía las yemas dormidas, casi completamente insensibles. No podía coger lo que tenía en la cara, no podía hacer que sus dedos lo tomaran. Empezando a sentir pánico, lo rascó con ambas manos hasta que se cayó, siseando como una serpiente. Colocó las manos sobre la madera de una barra y empujó hasta que estuvo sentada. Sentada en un taburete.

ch-ch-ch-ch

Una mascarilla, parecía una especie de mascarilla de oxígeno, pero estaba decorada con una pegatina de una flor fluorescente. Los tubos iban hasta un tanque de metal blanco fijado a la superficie de la barra. Había otros tanques, otras mascarillas: rojo cromo, azul cobalto, verde tóxico. Levantó la vista, miró en derredor (su cabeza la mataba al moverse adelante y atrás) y estuvo a punto de caerse de espaldas del taburete. El taburete de bar, taburete de bar, así que estaba en un bar. Pero no era un bar normal. Era un bar de oxígeno, evidentemente. ¿Por qué iba ella a…?

ch-ch-ch-ch

Alargó la mano y apagó la mascarilla de oxígeno. La peste a lirios empezó a disiparse. Debía de estar mezclada con gas comprimido.

Puso un pie descalzo en el suelo. Y gritó. O al menos lo intentó. El sonido que salió de su garganta sonó más como una arcada. Trató de levantar el pie para mirar de cerca lo que acababa de pisar, pero se dio cuenta de que no podía levantarlo hasta su cara. ¡Por supuesto que no! La gente normal no podía hacer eso. Ella era una persona normal, estaba bastante segura. Bajó la vista. Su pie estaba cubierto de sangre marrón púrpura.

Así estaba el suelo del bar de oxígeno. Sangre por todas partes, todavía líquida y roja oscura. Un matadero, pensó ella, no era posible ver algo así fuera de un matadero. Se había extendido en un amplio charco en forma de óvalo cuyo centro estaba en su taburete, de unos tres metros de ancho, manchando la alfombra de lana naranja, aplastando las fibras. Oh, Dios.

Quería vomitar, quería vomitar todo lo que había comido en su vida, pero no podía sentir el estómago, tan sólo un vacío helado bajo los pechos, y estaba esforzándose mucho, mucho, muchísimo para no reconocerse a sí misma, pero…

Ésa era su sangre.

Chilló y esta vez funcionó. Estaba cubierta de sangre, que teñía su ropa blanca, que se adhería a su piel. Había salido de una vena perforada en su hombro, había manado en gruesas gotas y ella había corrido, ahora lo recordaba, había corrido al bar, había corrido hasta el bar, pero no había nadie, el lugar estaba desierto y ella ya tenía problemas para respirar, su cuerpo era incapaz de oxigenarse porque ya había perdido demasiada sangre, conocía los síntomas de una persona a punto de desmayarse por anoxia, y la mascarilla de oxígeno estaba allí mismo y…

Y.

El recuerdo terminaba tan abruptamente como había comenzado. Lo estudió, intentó hallar detalles, pero no había ninguno. Sólo que había estado sangrando y había corrido hasta allí y que tenía problemas para respirar, así que se había autoadministrado oxígeno casi puro. Trató de bajarse con cuidado del taburete, era consciente de que tendría que caminar entre la sangre, intentaba no chillar de nuevo. Tenía la garganta tan seca que le dolía.

Su pierna se levantó desde debajo de ella, incapaz de aceptar sus órdenes, y se cayó al suelo con estrépito; sus huesos rebotaron contra la barra, en los taburetes, la alfombra, y ella gritó de nuevo a pesar de que, en realidad, no le dolía, pero gritaba porque parecía que si alguna vez iba a tener una oportunidad de chillar en la vida era ésa: tirada en el suelo, sufriendo un colapso, en un charco de su propia sangre con el pelo sobre los ojos. Gritó hasta que no le quedó aire en los pulmones.

La puerta del bar se abrió y ella dejó de berrear. Volvió los ojos enloquecidos hacia la luz de la calle y vio a dos niños allí, niños negros con sudaderas de baloncesto. Uno era más alto que el otro, tal vez más mayor. Ella no podía hablar, no podía pedir ayuda. El chaval más mayor desapareció, pero el más pequeño se quedó allí, mirándola fijamente, con sus rasgos faciales perdidos en su silueta.

«Ayúdame —pensó ella—, por favor, ayúdame». Pero él se quedó allí, mirándola.

¿El próximo síndrome de las vacas locas?

Un brote masivo de tembladera en el Oeste americano se apodera de los temerosos, los inquietos y los agentes de la industria cárnica. [Revista
Gourmet,
febrero 05]

—Todo va a salir bien. Chsss —dijo el policía, agachándose su lado. Una porra de madera, unas esposas y una pistola que parecía de juguete colgaban de su cinturón. Alargó la mano hasta una bolsa que tenía en la espalda y extrajo un par de guantes de látex desechables—. Todo va a salir bien. Sólo quiero ayudarte, ¿de acuerdo?

Ella asintió con avidez. Sus ojos se abrieron de par en par cuando él le tocó el hombro, explorando con cuidado la herida que tenía allí. Ella se veía en sus gafas de sol de espejo y comprendió parte de la reticencia del policía. Su moreno había desaparecido, había desaparecido sin más, su piel se había vuelto del color y la consistencia del papel viejo y mohoso. Se veían finos trazos de capilares rotos en sus ojos y en la piel que rodeaba sus cuencas oculares, una máscara de mapache de sangre seca. Una prominente arteria que iba de la mandíbula hasta detrás de su oreja izquierda tenía el aspecto de haber sido pintada con lápiz de ojos.

—Has perdido mucha sangre —le explicó él. Su nombre era E
MERSON
, de acuerdo con la placa identificativa de su uniforme; justo encima de su placa, un bajorrelieve de dos pistolas cruzadas sobre un estilizado pueblo misionero español—. En circunstancias normales, llamaría a una ambulancia, pero creo que será mejor meterte en el coche patrulla. ¿Puedes caminar?

Ella no lo sabía. De la misma forma que no sabía quién era o en qué ciudad estaba. Eso eran abstracciones, fácilmente definibles y clasificables en la categoría de cosas que definitivamente no sabía. Si podía ponerse en pie, era una pregunta abierta, lo cual suponía cierto alivio. Era algo que podía averiguar.

Su cuerpo se estremeció cuando trató de poner algo de peso sobre sus pies, tirando de sí misma hacia arriba, apoyándose en el taburete.

—Despacio. Probablemente te sientes un poco débil. Tal vez también estás un poco mareada. Es bastante común con este tipo de heridas.

«De acuerdo, ya basta, agente», pensó ella, pero mantuvo la boca cerrada. La necesitaba para apretar los dientes mientras cambiaba el peso por completo a las piernas. De algún modo, se las arregló para tambalearse hasta la puerta, valiéndose del brazo de él y a pesar de que sus rodillas seguían trabándose. Notaba los músculos rígidos de una manera que nunca había sentido antes. No era tanto un recuerdo como un instinto, sólo eso, pero era algo, y ella se alegraba.

Fuera, otro policía estaba desviando el tráfico del cruce. Ella echó un vistazo y vio una pila de algo sobre la acera: ropa vieja, quizá hojas caídas de una palmera o la huella de un neumático reventado o… oh. No. Era un cuerpo, un cuerpo humano con una chaqueta azul echada sobre la cara y el pecho.

—Eh —dijo entre arcadas—. Es él…

—Ahora tranquilízate, pequeña —intervino el policía, intentado apartarle la mirada de la escena. Había todavía más: círculos de tiza en el suelo alrededor de piezas de metal. Casquillos usados. Más policía allá donde dirigía la vista: una mujer de mirada severa rellenando un formulario en un portapapeles. Otros, la mayoría hombres, mirando debajo de los coches y los bancos y las macetas de palmeras, con las manos enguantadas, sosteniendo pequeñas bolsas de plástico. Recogiendo pruebas. Un policía estaba sentado en el capó de su coche con la cara entre las manos mientras otro le frotaba la espalda en círculos.

—Sólo has cumplido con tu deber —dijo él, y el del capó apartó las manos del rostro, revelando una expresión de horror absoluto.

Emerson la empujó a la parte de atrás del coche patrulla, presionándole la cabeza hasta que su cuello comenzó a sufrir espasmos. Él y otro policía, P
ANKIEWICZ
, se metieron en la parte de delante del coche.

Pankiewicz la miró a través de la reja que separaba la parte delantera de la de atrás. Ella apenas podía ver su cara al otro lado del enrejado.

—¿Qué tal se encuentra, señorita? ¿Quiere agua o cualquier otra cosa antes de que nos pongamos en marcha?

Ella negó con la cabeza.

—Hambre —dijo con voz ronca. Eso era todo lo que podía articular. La palabra estaba desconectada de lo que sucedía en su cabeza, pero, extrañamente, no en su cuerpo. Se le habían pasado las nauseas y su estómago rugía de forma audible.

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