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Authors: Joanne Harris

Zapatos de caramelo (19 page)

BOOK: Zapatos de caramelo
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Sin que me diera cuenta nos contamos nuestras vidas. Le hablé de mamá y Thierry y Jean-Loup me contó que sus padres se habían divorciado cuando tenía nueve años, que el año anterior su padre había vuelto a casarse y que daba igual lo agradable que ella fuese porque...

—Porque, cuanto más agradables, más los odias —concluí sonriente.

Jean-Loup rió y así, de pronto, nos hicimos amigos. Lo hicimos tranquilamente, sin montar un escándalo; de repente ya no tuvo importancia que Suze prefiriese a Chantal o que siempre me tocara hacer de bicho raro cuando jugábamos con la pelota de tenis.

Mientras esperábamos el autobús escolar, permanecí con Jean-Loup al principio de la cola y Chantal y Suze me miraron contrariadas desde su lugar en el medio, pero no dijeron ni pío.

6

Lunes, 19 de noviembre

Anouk regresó de la escuela con paso inesperadamente animado. Se cambió de ropa, por primera vez en semanas me cubrió de besos y anunció que salía un rato con alguien del liceo.

No pedí más explicaciones; últimamente Anouk ha estado tan descorazonada que no quise fastidiarla aunque, de todos modos, me mantuve atenta. No se ha referido a los amigos desde su pelea con Suzanne Prudhomme y, pese a que no debo intervenir en lo que podría ser nada más que una disputa infantil, me apena pensar que la excluyan.

Me he esforzado por que se adaptase. He invitado infinidad de veces a Suzanne, preparado pasteles y organizado salidas al cine, pero no hay manera; existe un límite que separa a Anouk de los demás, una frontera que con el paso de los días se vuelve cada vez más pronunciada.

Hoy todo fue distinto y cuando se marchó, a la carrera como siempre, me pareció ver a la Anouk de antaño en el momento en el que corrió por la plaza con el abrigo rojo, el pelo al viento como la bandera pirata y su sombra saltando junto a los pies.

Me pregunto con quién se ha ido. Está claro que no se trata de Suzanne. Hoy en la atmósfera hay algo, un optimismo renovado que aligera mi angustia. Quizá tiene que ver con el sol, que asoma nuevamente tras una semana de cielos nublados. Tal vez se debe a que, por primera vez en tres años, hemos agotado las cajas para regalo. Puede que tenga que ver con el olor del chocolate y con lo bueno que resulta trabajar de nuevo, manipular cazos y recipientes de cerámica, notar cómo se calienta la plancha de granito al contacto con mis manos, hacer cosas sencillas que dan placer a los demás...

¿Por qué tuve tantas dudas? ¿Se debe acaso a que me recuerdan demasiado a Lansquenet..., a Lansquenet, a Roux, a Armande y a Joséphine..., incluso al cura Francis Reynaud, a esas personas cuyas vidas tomaron otro rumbo simplemente porque yo pasé por allí?

Todo retorna,
solía decir mi madre: cada palabra pronunciada, cada sombra, cada pisada en la arena. Es ineludible, forma parte de lo que nos hace ser como somos. ¿Por qué habría de temerlo ahora? ¿Por qué tendría que tener miedo?

Los últimos tres años hemos trabajado muchísimo. Hemos perseverado. Merecemos que nos vaya bien. Creo que por fin percibo un cambio en el viento y es obra nuestra; no hay trucos ni encantos, solo se trata de trabajo puro y duro.

Esta semana Thierry está en Londres y supervisa el proyecto de King's Cross. Esta misma mañana volvió a enviar flores: un ramo doble de rosas variadas, con un lazo de rafia y una tarjeta que dice: «Para mi tecnófoba favorita. Con amor, Thierry».

Es un gesto encantador, anticuado y un pelín pueril, como los cuadrados de chocolate que tanto le gustan. Me siento ligeramente culpable al pensar que, a causa de las prisas de los dos últimos días, casi no he pensado en él y que el anillo, tan incómodo de llevar cuando manipulo chocolate, está guardado en un cajón desde el sábado por la noche.

Se pondrá contento cuando vea la tienda y lo que hemos conseguido. No entiende mucho de chocolate y lo considera algo de mujeres y de niños, por lo que no ha reparado en la creciente popularidad del chocolate de calidad a lo largo de los últimos años, motivo por el cual le cuesta imaginar la chocolatería como un negocio serio.

Claro que, de momento, todo está en pañales. Thierry, te garantizo que, cuando vuelvas a vernos, te llevarás una sorpresa mayúscula.

Ayer nos dedicamos a redecorar el local. No fue idea mía, sino de Zozie, y al principio me preocupé por el desorden y el caos, pero con su ayuda, la de Anouk y la de Rosette, lo que podría haber sido una tarea pesada se convirtió en un juego. Con el pelo cubierto por un pañuelo verde y pintura amarilla a un lado de la cara, Zozie se subió a la escalera para pintar las paredes; Rosette atacó los muebles con el pincel de juguete, Anouk dibujó en la pared flores azules, espirales y formas de animales y sacamos las sillas a la calle, las tapamos con protectores para que no se llenasen de polvo y aun así acabaron salpicadas de pintura.

Cuando vio las huellas de las manos menudas de Rosette en una vieja silla blanca de cocina, Zozie aseguró que no tenía la menor importancia y que la pintaríamos. Rosette y Anouk convirtieron la tarea en un juego, se armaron de pintura para carteles y cuando terminaron la silla quedó tan alegre con las huellas multicolores de manos que hicimos lo mismo con las restantes y con la pequeña mesa de segunda mano que Zozie trajo a la chocolatería.

—¿Qué pasa? ¿Vais a cerrar?

La que habló fue Alice, la rubia que aparece casi todas las semanas y que casi nunca compra. Prácticamente tampoco abre la boca, pero los muebles apilados, los protectores y las sillas multicolores que se secaban en la calle bastaron para sorprenderla y llevarla a tomar la palabra.

Cuando me reí, Alice estuvo a punto de alarmarse y finalmente se detuvo a admirar el trabajo manual de Rosette... y, como parte de la celebración, aceptó la trufa artesanal a la que la casa la invitó. Parece llevarse bien con Zozie, con la que en una o dos ocasiones ha hablado en la tienda, y siente debilidad por Rosette, por lo que se arrodilló en el suelo, a su lado, para comparar el tamaño de sus manos y las de Rosette, más menudas y manchadas de pintura.

Luego se presentaron Jean-Louis y Paupaul, que quisieron saber a qué se debía tanto trasteo. Al cabo de un rato aparecieron Richard y Mathurin, parroquianos de Le P'tit Pinson. Después llegó madame Pinot, la de la tienda de la esquina, que fingió que tenía que hacer un recado aunque, en realidad, lanzó una impaciente mirada por encima del hombro al caos que reinaba a las puertas de la chocolatería.

Pasó Nico el Gordo que, con su exuberancia de costumbre, hizo un comentario sobre el nuevo aspecto del local:

—¡Vaya, vaya, azul y amarillo! ¡Son mis colores preferidos! Dama de los zapatos, ¿ha sido idea tuya?

Zozie sonrió.

—Todas colaboramos.

Ahora que lo pienso, iba descalza y sus pies largos y bien formados se aferraban a la desvencijada escalera. Algunos mechones de pelo se habían escapado del pañuelo y sus brazos estaban exóticamente cubiertos de pintura.

—Parece muy divertido —declaró Nico con sana envidia—. Está lleno de manos de bebé. —Flexionó los dedos de sus manazas pálidas y regordetas y se le iluminó la mirada—. Me encantaría contribuir, pero tengo la impresión de que ya habéis terminado, ¿no?

—Adelante —dije, y señalé las bandejas de pintura.

Estiró la mano hacia la bandeja de pintura roja, que a esa altura estaba más bien amarronada. Titubeó unos segundos y, con ademán veloz, introdujo las yemas de los dedos.

Sonrió ampliamente y afirmó:

—Es muy agradable. Se parece a mezclar la salsa de los macarrones sin cuchara.

Nico volvió a estirar la mano y en esta ocasión la pintura humedeció su palma.

—Por aquí —propuso Anouk y señaló un sitio vacío en una de las sillas—. Rosette se saltó este trozo.

Resultó que Rosette se había saltado muchos trozos y después Nico estuvo un rato ayudando a Anouk a calcar dibujos; hasta Alice se quedó mirando. Yo preparé chocolate caliente para todos, que bebimos como gitanos, sentados en el bordillo, y nos desternillamos de risa cuando un grupo de japoneses pasó y nos hizo fotos.

Tal como dijo Nico, fue muy agradable.

Ordenábamos todo lo pintado a fin de abrir por la mañana cuando Zozie tomó la palabra:

—¿Sabéis una cosa? Este local necesita un nombre. Allí hay un letrero —añadió y señaló una tira de madera desgastada por el sol que colgaba sobre la puerta—, pero parece que hace años que no hay nada escrito. Yanne, ¿qué opinas?

Me encogí de hombros.

—¿Quieres decir por si la gente no sabe a qué se dedica el local?

Debo reconocer que sabía exactamente a qué se refería, pero un nombre nunca es simplemente un nombre. Nombrar algo significa dotarlo de poder y darle una significación emocional que, hasta entonces, mi modesto local no había tenido.

Zozie ni siquiera me escuchó.

—Creo que podría hacerlo bien. ¿Me permites intentarlo?

Volví a encogerme de hombros y me inquieté. Cedí porque Zozie ha sido muy buena y sus ojos brillaron de impaciencia.

—De acuerdo, pero no quiero nada rebuscado ni cursi. Basta con que diga «chocolatería».

Obviamente, a lo que me refería es a que no quería
nada parecido a Lansquenet.
No quería nombres ni lemas. De alguna manera bastaba con que mis discretos planes de renovación se hubieran convertido en una psicodélica guerra de pintura.

—No padezcas —me tranquilizó Zozie.

Así fue como bajamos el letrero desteñido por el sol. El análisis reveló que la inscripción decía «Frères Payen», por lo que pudo ser el nombre de una cafetería o de un negocio totalmente distinto. Zozie declaró que la madera estaba desteñida pero sana y que, con un buen lijado y pintura nueva, lograría crear un letrero relativamente duradero.

A partir de ese momento cada uno se fue a lo suyo: Nico a su vivienda en la rue Caulaincourt y Zozie a su diminuto estudio del otro lado de la colina.

Me dije que solo podía esperar que no fuese demasiado llamativo; las combinaciones de colores de Zozie tienden a ser extravagantes e imaginé un letrero en tonos verde lima, rojo y púrpura brillantes, puede que adornado con flores o con un unicornio. Me vería obligada a colgarlo porque, de lo contrario, heriría sus sentimientos.

Con un atisbo de inquietud, por la mañana la seguí hasta la puerta de la tienda, con los ojos tapados según su petición, para ver los resultados.

—Vamos, ¿qué opinas? —quiso saber Zozie.

Durante unos instantes me quedé sin habla. Allí estaba, colgado sobre la puerta como si fuese su lugar de toda la vida: un letrero rectangular, pintado de amarillo, con el nombre primorosamente escrito en azul.

—¿Lo encuentras demasiado cursi? —La voz de Zozie denotaba cierta ansiedad—. Ya sé que me pediste que fuera sencillo, pero se me ocurrió esto y… y..., ¿qué te parece?

Transcurrieron varios segundos. Me costó apartar la mirada del letrero con las precisas letras azules y mi apellido: Rocher, el peñasco. Desde luego que fue una coincidencia, no podía ser de otra manera. Le dirigí mi sonrisa más esplendorosa y respondí:

—Es hermoso.

Zozie suspiró.

—¡Qué alivio! Empezaba a preocuparme.

Sonrió y tropezó en el umbral que, debido a un juego con la luz del sol o a la nueva combinación de colores, pareció iluminarse, por lo que estiré el cuello para contemplar el letrero que en el que se leía con la puntillosa letra cursiva de Zozie:

Le Rocher de Montmartre

Chocolater
í
a

CUARTA PARTE
La Rueda de la Fortuna
1

Martes, 20 de noviembre

Ahora soy, oficialmente, la mejor amiga de Jean-Loup. Hoy Suzanne no vino, por lo que me libré de verle la cara, pero Chantal compensó su ausencia; estuvo realmente desagradable todo el día y fingió que no me miraba mientras sus amigas me clavaban la vista y cuchicheaban.

—¿Sales con él? —preguntó Sandrine durante la clase de química. Sandrine me caía bien, al menos en parte, antes de que se sumase a Chantal y su pandilla. Los ojos se le pusieron corno canicas y percibí la impaciencia de sus colores porque no cesó de preguntarme—: ¿Ya lo has besado?

Supongo que habría respondido afirmativamente si de verdad quisiese ser popular, pero no lo necesito. Prefiero ser un monstruo a un clon. Pese a su popularidad con las chicas, Jean-Loup es casi tan monstruoso como yo por culpa de las películas, los libros y las cámaras de fotos.

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