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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

Waylander (18 page)

BOOK: Waylander
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Inclinaron la cabeza y cerraron los ojos. Cuando los sacerdotes invadieron su mente, Dardalion sintió un escalofrío. Se disolvió en el olvido de la masa. Un caleidoscopio de recuerdos se proyectó ante él. Las alegrías y tormentos de la niñez. Sus estudios y sus sueños. La atropellada carrera de imágenes se hizo más lenta cuando los mercenarios lo ataron al árbol y se pusieron manos a la obra con los cuchillos. El dolor revivió. Después…

Waylander. El rescate. La cueva. La sangre. El júbilo salvaje de la batalla y la muerte. Las murallas de Masin. Pero también las constantes plegarias pidiendo consejo. Todas sin respuesta. Los sacerdotes regresaron a sus cuerpos, y sintió náuseas.

Al abrir los ojos estuvo a punto de caerse, pero aspiró profundamente y se recuperó.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué habéis descubierto?

—La sangre de Waylander te mancilló. Por eso desmembraste a tu rival. Pero desde entonces has luchado, como señaló el abad, para frenar el mal.

—Pero ¿creéis que estoy equivocado?

—Sí. No obstante, nos uniremos a ti. Todos nosotros.

—¿Por qué?

—Porque, al igual que tú, somos débiles. A pesar de nuestros esfuerzos, no hemos sido buenos sacerdotes. Estoy preparado para que la Fuente me juzgue por todos mis actos, y si la sentencia es la muerte eterna, que así sea. Pero estoy harto de ver cómo mueren mis hermanos. Me repugna la muerte de los niños drenai, y estoy dispuesto a destruir la Hermandad.

—Entonces, ¿por qué no lo has hecho antes?

—No es una pregunta fácil de responder, y sólo puedo hablar en mi nombre. Temía igualarme a los de la Hermandad. Mi odio era cada vez mayor y no sabía si podría retener una pizca de pureza, alguna noción de dios. Tú tienes todo eso, de modo que te seguiré.

—Esperábamos a un líder —dijo otro.

—Ya lo habéis encontrado. ¿Cuántos somos?

—Contigo, treinta.

—Treinta —dijo Dardalion—. Por algo se empieza.

ONCE

Waylander despidió a las dos criadas y salió de la bañera, sacudiéndose los pétalos de rosa que se le habían quedado pegados al cuerpo. Se sujetó una toalla a la cintura, se acercó a un espejo de cuerpo entero y se afeitó despacio. Le dolían los hombros, tenía los músculos tensos y agarrotados desde la batalla de Masin, y un cardenal tremendo en las costillas. Lo apretó con suavidad y dio un respingo; diez años atrás el morado ni siquiera habría aparecido.

El tiempo era el peor enemigo al que se había enfrentado.

Se observó los ojos castaño oscuro; escudriñó las finas líneas del rostro y las canas que se disputaban el dominio de las sienes. Se miró de arriba abajo. Todavía era fuerte, pero pensó que los músculos tenían un aspecto laxo y delgado. No le quedaban muchos años de profesión.

Se sirvió un poco de vino y dio un sorbo, lo paladeó y disfrutó del sabor penetrante, casi agrio.

La puerta se abrió y entró Cudin; era bajo y gordo, y tenía el rostro brillante de sudor. Waylander lo saludó con un movimiento de la cabeza. El mercader iba seguido de una chica cargada de ropa. Ésta extendió las prendas sobre una silla dorada y salió con la mirada baja, mientras Cudin permanecía en suspenso, frotándose nerviosamente las manos.

—¿Está todo lo que pediste, querido amigo?

—También necesitaré mil de plata.

—Por supuesto.

—¿Han ido bien mis inversiones?

—Vaya, son tiempos difíciles. Pero creo que los intereses te parecerán sustanciosos. He colocado la mayor parte de los ocho mil en Ventria, en el mercado de las especias, para que la guerra no lo afecte. Puedes retirarlo en Isbas, en el banco de Tyra.

—¿Por qué estás tan nervioso, Cudin?

—¿Nervioso? No… es el calor. —El gordo se humedeció los labios e intentó sonreír, sin éxito.

—Han estado buscándome, ¿verdad?

—No… Sí. Pero no les dije nada.

—Por supuesto que no; no sabes nada de mis movimientos. Pero te diré qué les has prometido: que si nos veíamos se lo harías saber. Y les has contado lo del banco de Tyra.

—No —musitó Cudin.

—No tengas miedo, mercader, no te culpo. No somos amigos, no tienes por qué arriesgarte por mí, no lo esperaría. En realidad, pensaría que eres un tonto si lo hicieras. ¿Ya les has informado de mi llegada?

—Sí, he enviado un mensajero a Skultik —contestó el mercader, sentándose junto a la pila de ropa. La carne de la cara pareció aflojársele como si los músculos hubieran dejado de repente de existir—. No sé qué decirte.

—¿Quién te visitó?

—Cadoras el Cazador. Dioses, Waylander, tiene una mirada diabólica. Yo estaba aterrorizado.

—¿Cuántos hombres tenía?

—No lo sé. Recuerdo que dijo que acamparían en el Arroyo del Ópalo.

—¿Cuánto hace de esto?

—Cinco días. Sabía que venías.

—¿Lo has visto desde entonces?

—Sí, en una taberna, bebiendo con ese forajido gigantesco, el que parece un oso. ¿Lo conoces?

—Lo conozco. Gracias, Cudin.

—¿No me matarás?

—No. Pero si no me lo hubieras contado…

—Entiendo. Gracias.

—No tienes nada que agradecerme. Y pasando a otro tema: hay dos niñas a las que acaban de traer a Skarta; se albergan en la escuela de los sacerdotes de la Fuente. Se llaman Krylla y Miriel. ¿Te encargarás de velar por ellas? Además hay una mujer, Danyal, que también necesitará dinero. Guarda los intereses de mis inversiones para dedicarlos a eso. ¿Entendido?

—Sí. Krylla, Miriel, Danyal. Entendido.

—Cudin, he acudido a ti porque tienes fama de ser honrado en los negocios. No me falles.

El mercader retrocedió para salir de la habitación y Waylander empezó a vestirse. En lo alto de la pila había una camisa nueva de lino. Se la acercó al rostro: olía a rosas. Se la puso y se anudó los puños. A continuación había un par de pantalones negros de algodón grueso, y finalmente un jubón de cuero forrado de lana y un par de botas de montar negras, altas hasta los muslos. Se aproximó a la ventana, cogió la cota de malla y se la colocó sobre los hombros. Las argollas estaban recién engrasadas y sintió el frío del metal sobre el cuerpo. Se vistió rápidamente, se abrochó el cinturón del que pendía el cuchillo y se colgó la espada. La ballesta estaba sobre la amplia cama junto a un carcaj nuevo con cincuenta saetas; sujetó ambas cosas al cinturón y salió del cuarto.

La chica lo esperaba en el vestíbulo, y Waylander le dio cuatro piezas de plata. Ella se alejó sonriendo, pero volvió a llamarla al ver la magulladura en la parte superior del brazo.

—Siento haber sido brusco contigo —dijo.

—Los hay peores —replicó ella—. Lo has hecho sin querer.

—Sí. —Le dio otra pieza de plata.

—Gritabas en sueños —dijo ella en voz baja.

—Lo siento si te he despertado. Dime, ¿Hewla todavía vive en Skarta?

—Tiene una cabaña al norte de la ciudad. —La chica estaba asustada, pero le dio las señas. Waylander salió de la casa del mercader, ensilló el caballo y se dirigió hacia el norte.

La cabaña era muy endeble; la madera mal secada empezaba a curvarse y las grietas estaban rellenas de barro. La puerta principal no ajustaba bien y había una cortina detrás para impedir el paso del viento. Waylander desmontó, ató el caballo a un arbusto recio y llamó a la puerta. Al no haber respuesta, entró con cautela,

Hewla estaba sentada a una mesa de pino mirando fijamente una fuente de cobre llena de agua hasta el borde. Era vieja, casi calva, y estaba aún más esquelética que la última vez que Waylander la había visitado, dos años atrás.

—Bienvenido, Oscuro —dijo con una amplia sonrisa. Tenía una dentadura blanca y uniforme, extrañamente fuera de lugar en medio de su rostro arruinado.

—Has bajado al mundo, Hewla.

—La vida es un péndulo. Volveré. Sírvete un poco de vino; también hay agua si lo prefieres.

—El vino está bien —dijo Waylander. Se acercó a una vasija de piedra y se sirvió en una copa de arcilla—. Hace dos años —agregó en voz baja, sentándose frente a ella—, me previniste contra Kaem. Hablaste de la muerte de príncipes, y mencionaste a un sacerdote con una espada de fuego. Tus palabras eran hermosas, poéticas y sin sentido. Ahora tienen sentido… y quiero saber más.

—No crees en la predestinación, Waylander. No puedo ayudarte.

—No soy un fatalista, Hewla.

—Se está librando una guerra.

—No me digas —dijo en tono irónico.

—¡Cierra la boca, chico! —replicó ella bruscamente—. Si sigues parloteando no aprenderás nada.

—Discúlpame. Continúa, por favor.

—La guerra transcurre en otro plano, entre fuerzas cuya naturaleza no comprendemos. Algunos las llamarían Bien y Mal, otros se refieren a ellas como Naturaleza y Caos. Y también hay quienes creen que todo está regido por cierta Fuente, que libra una guerra propia. Pero cualquiera que sea la verdad, la guerra es real. Personalmente tiendo a la explicación simplista: Bien y Mal. En este combate únicamente hay pequeños triunfos y ninguna victoria final. Ahora formas parte de esa guerra: un mercenario que ha cambiado de bando en un momento crucial.

—Háblame de mi misión.

—Ya veo que la visión de conjunto no te interesa. De acuerdo. Te has aliado con Durmast, una decisión arriesgada. Es un asesino despiadado; en sus tiempos mató a hombres, mujeres y niños. Es amoral, no sabe lo que es el bien ni el mal, y te traicionará, pues no comprende la verdadera amistad. Te persigue Cadoras, el Caracortada, el Cazador, un ser mortífero a quien, al igual que tú, no han vencido jamás con la espada ni con el arco. La Hermandad Oscura te busca, ya que desea la Armadura de Orien y tu muerte, y el emperador ventriano ha enviado a un equipo de asesinos a por ti, por haber matado a su sobrino.

—Yo no lo maté —dijo Waylander.

—No. Lo organizó Kaem.

—Prosigue.

—La muerte se te acerca desde todas las direcciones —dijo Hewla contemplando el recipiente de agua—. Estás atrapado en el centro de la telaraña del destino y las arañas se aproximan.

—Pero ¿tendré éxito?

—Depende de cómo definas el éxito.

—No me vengas con enigmas, Hewla, no tengo tiempo.

—Es verdad. Muy bien, déjame que te explique, entonces, cómo funcionan las profecías. Dependen en buena medida de la interpretación, no hay nada definido. Si arrojaras el cuchillo al bosque, ¿qué posibilidades tendrías de acertarle al zorro que mató mis pollos?

—Ninguna en absoluto.

—Eso no es estrictamente cierto. La ley de probabilidades dice que podrías matarlo. Tu empresa es de una magnitud semejante.

—¿Por qué yo, Hewla?

—Es una pregunta que ya he oído otras veces. Si me sacara un año de encima por cada vez que me la han hecho, ahora mismo tendrías ante ti a una hermosa virgen. Pero lo has preguntado de buena fe, y te responderé. En este juego no eres más que un catalizador. Tus actos han ayudado a dar a luz una nueva fuerza. Nació en el momento en que salvaste al sacerdote. Es invulnerable e inmortal, y vivirá por los siglos de los siglos hasta el fin de los tiempos. Pero nadie te recordará por ello, Waylander. Te desvanecerás en el polvo de la historia.

—Eso me importa un bledo. Pero no me has respondido.

—Es verdad. ¿Por qué tú? Porque sólo tú tienes la oportunidad, por insignificante que sea, de cambiar el curso de la historia de esta nación.

—¿Y si me niego?

—Es una pregunta sin sentido. No lo harás.

—¿Por qué estás tan segura?

—El honor, Waylander. El honor es tu maldición.

—¿No querrás decir «bendición»?

—En tu caso, no. Te matará.

—Qué extraño. Creía que viviría eternamente.

Waylander se levantó, dispuesto a marcharse, pero la vieja lo detuvo con un gesto de la mano.

—Puedo hacerte una advertencia: ten cuidado con el amor por la vida. Tu fuerza reside en que no te importa morir. Los poderes del Caos son muchos, y no todos implican dolor y hojas afiladas.

—No te entiendo.

—El amor, Waylander. Cuidado con el amor. Veo a una mujer pelirroja que puede traerte la desgracia.

—No la volveré a ver, Hewla.

—Tal vez —refunfuñó la vieja.

Cuando Waylander salía de la choza, una sombra osciló a su izquierda. Se echó a tierra; la hoja de una espada le pasó silbando sobre la cabeza. Cayó al suelo sobre el hombro y se puso de rodillas; su cuchillo surcó el aire y se clavó bajo la barbilla del atacante. El herido cayó de rodillas arrancándose la hoja. La sangre le brotó a borbotones de la garganta y se desplomó. Waylander se volvió rápidamente escudriñando los árboles, se puso de pie y se acercó al cadáver. No había visto a ese hombre jamás.

Limpió el cuchillo, y lo estaba envainando cuando Hewla apareció en la entrada.

—Resulta peligroso conocerte —dijo con una sonrisa burlona.

—Sabías que estaba aquí, vieja bruja.

—Sí. ¡Buena suerte en tu empresa, Waylander! Ve con cuidado.

Waylander cabalgó hacia el este por la zona más tenebrosa del bosque, con la ballesta cargada y los ojos oscuros alertas a los movimientos entre los matorrales. Las ramas se entrelazaban por encima de él y los rayos de sol salpicaban los árboles. Al cabo de una hora enfiló hacia el norte. El cuello le dolía debido a la tensión creciente.

Cadoras no era hombre al que se pudiera tomar a la ligera. Su nombre se pronunciaba en susurros en los más oscuros callejones de las ciudades prohibidas: Cadoras el Cazador, el Aniquilador de Sueños. Se decía que nadie lo igualaba en astucia y muy pocos en crueldad, pero Waylander hacía oídos sordos a los relatos más extravagantes: sabía hasta qué punto la leyenda podía engrandecer el suceso más intrascendente.

Nadie mejor que él para entender a Cadoras.

Waylander el Destructor, el Ladrón de Almas, el Cuchillo del Caos.

Los trovadores cantaban canciones sombrías sobre el asesino errabundo, el extraño, Waylander, y siempre acababan los relatos con sus proezas, cuando el fuego ya se extinguía y los clientes de la taberna se disponían a volver a casa en la oscuridad. Más de una vez Waylander había estado en una posada sin que repararan en su presencia mientras entretenían a la clientela con sus infamias. Comenzaban sus actuaciones con historias de héroes dorados, bellas princesas, castillos por los que deambulaban sombras y caballeros de plata. Pero a medida que pasaban las horas iban introduciendo una pincelada de miedo, un regusto de terror. Los clientes se internaban en la oscuridad de la calle y con ojos temerosos escudriñaban las sombras esperando ver a Cadoras el Cazador o a Waylander.

BOOK: Waylander
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