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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Fantasía, Aventuras

Vencer al Dragón (19 page)

BOOK: Vencer al Dragón
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En la penumbra, la voz suave, infantil dijo:

—Tu nombre no es desconocido entre nosotros, gran John Aversin.

—Bueno, eso lo hace más fácil —admitió John, limpiándose las manos del polvo y mirando la cabeza redonda del gnomo que estaba de pie frente a él y los ojos agudos, pálidos, bajo la cola suave de cabello nevado—. Me molestaría un poco explicarlo todo, aunque creo que Gar, aquí al lado, podría cantaros las baladas.

Una sonrisa leve jugó en la boca del gnomo…, la primera en mucho tiempo, sospechaba Jenny, mientras Dromar estudiaba la realidad incongruente y anteojuda que se escondía detrás del fulgor de las leyendas.

—Eres el primero —hizo notar, mientras los invitaba a pasar a la caverna grande y fría de la habitación; sus ropas de seda remendada murmuraban cuando se movía—. ¿A cuántos ha enviado tu padre, príncipe Gareth? ¿A quince? ¿A veinte? Y ninguno de ellos vino aquí ni preguntó a los gnomos lo que pudieran saber de la llegada del dragón…, a nosotros, que lo vimos mejor.

Gareth parecía desconcertado.

—Es que…, en fin…, la rabia del rey…

—Y ¿de quién es la culpa, Heredero de Uriens, cuando han dejado correr el rumor de que acabamos contigo?

Hubo un silencio incómodo y Gareth se sonrojó bajo esa mirada fría, fantasmal. Luego, inclinó la cabeza y dijo con la voz tensa:

—Lo lamento, Dromar. Nunca pensé en…, en lo que podría decirse, o en quién se llevaría la culpa si yo desaparecía. Realmente no supe… Obré sin pensar…, parece que he obrado sin pensar todo el tiempo.

El viejo gnomo suspiró.

—Así es. —Cruzó las manitas frente al nudo complicado de su cinturón; los ojos dorados estudiaron a Gareth en silencio por un instante. Luego asintió, y dijo—: Bueno, es mejor que hayas tropezado con tus propios pies haciendo el bien y no que te hayas sentado sobre tus manos a no hacer nada, Gareth de Magloshaldon. Otra vez lo harás mejor. —Se volvió e hizo un gesto hacia el extremo interno de la habitación en sombras, donde se podía ver una mesa de madera negra en la penumbra, una mesa de no más de treinta centímetros de alto, rodeada de almohadones rotos y remendados acomodados en el suelo a la manera de los gnomos—. Venid, sentaos. ¿Qué es lo que quieres saber, señor Vencedor de Dragones, sobre la llegada del dragón a la Gruta?

—El tamaño del bicho —dijo John con rapidez mientras se acomodaban sobre las rodillas alrededor de la mesa—. Hasta ahora sólo he oído rumores e historias. ¿Alguien lo ha medido con exactitud?

Junto a Jenny, se oyó la voz aguda, suave de la mujer gnomo.

—La punta de su anca está a nivel con el friso tallado sobre los pilares de los dos lados del arco de la puerta que lleva de la Sala del Mercado hasta el Gran Pasaje y luego hacia la Gruta misma. Eso son tres metros y medio en las medidas humanas.

Hubo un momento de silencio mientras Jenny digería el sentido de esa información. Luego, dijo:

—Si las proporciones son las mismas, eso hace que sea de unos doce metros.

—Sí —dijo Dromar—. La Sala del Mercado, la primera caverna de la Gruta, que queda justo detrás de las Grandes Puertas que llevan al mundo exterior mide cuarenta y cinco metros desde las Puertas hasta las puertas interiores que dan al Gran Pasaje y están al fondo. El dragón era un tercio de ese largo aproximadamente.

John unió las manos sobre la mesa frente a él. Aunque su cara seguía sin expresión, Jenny detectó el ritmo levemente cambiado de su aliento. Doce metros, era un cincuenta por ciento más grande que el dragón que casi lo había matado en Wyr, y éste tenía todos los vericuetos oscuros de la Gruta para esconderse.

—¿Tenéis un mapa de la Gruta?

El viejo gnomo pareció ofendido, como si John le hubiera preguntado cuánto costaba pasar la noche con su hija. Luego, su cara se oscureció con rabia empecinada.

—Ese conocimiento está prohibido a los hijos de los hombres.

—Después de todo lo que os han hecho aquí —dijo John con paciencia—, no os culpo por no querer darme los secretos de la Gruta; pero tengo que saberlo. No puedo atacar a ese monstruo de frente. No puedo pelear cara a cara contra algo tan grande. Necesito tener alguna idea del lugar donde está viviendo.

—Está en el Templo de Sarmendes, en el primer nivel de la Gruta. —Dromar hablaba sin ganas, los ojos pálidos estrechos con la sospecha vieja de una raza más pequeña, más débil, que ha sido arrastrada hacia el submundo de las cuevas hace miles y miles de años por sus primos de piernas largas, sedientos de sangre—. Está justo frente al Gran Pasaje que empieza en las Puertas. El Señor de la Luz fue amado por los hombres que vivían en la Gruta…, los embajadores del rey y sus casas, y los que fueron aprendices entre los míos. Su Templo está cerca de la superficie, porque a los hijos de los hombres no les gusta penetrar demasiado lejos en los huesos de la tierra. El peso de la piedra los pone nerviosos; la oscuridad les molesta. El dragón está allí. Allí tiene su oro.

—¿Hay una forma de entrar por detrás? —preguntó John—¿A través de las habitaciones de los sacerdotes o del tesoro?

—No —dijo Dromar, pero la pequeña mujer gnomo dijo:

—Sí, pero nunca encontrarás el camino, Vencedor de Dragones.

—¡Por la Piedra! —El viejo gnomo giró en redondo para encararla con la rabia ardiendo en sus ojos—¡Cállate, Mab! Los secretos de la Gruta no son para los de su clase. —Miró con rabia a Jenny y agregó—: Ni para la de ella.

John levantó la mano para pedir silencio.

—¿Por qué no puedo encontrar el camino?

Mab meneó la cabeza. Desde detrás de unas cejas altas, sus ojos azules casi sin color lo miraron, amables, un poco tristes.

—El camino pasa por los barrios bajos —dijo con simpleza—. Las cavernas y túneles son un laberinto que nosotros podemos aprender en doce o catorce años de infancia. Pero incluso si quisiéramos deciros dónde debéis doblar, un paso equivocado os condenaría a la muerte por hambre y a la locura que cae sobre los hombres en la oscuridad bajo tierra. Nosotros llenamos la oscuridad de lámparas pero ahora están apagadas.

—¿Podéis hacerme un mapa, entonces? —Y, cuando los dos gnomos lo miraron con los secretos empecinados en sus ojos, exclamó—: Maldición, no puedo hacerlo sin vuestra ayuda. Lamento que tenga que ser así, pero o confiáis en mí o perdéis la Gruta para siempre; y ésas son vuestras dos únicas alternativas…

Las cejas largas, rizadas, de Dromar se hundieron todavía más bajo la curva de su nariz.

—Así sea, entonces —dijo.

Pero la señora Mab se dio la vuelta, resignada, y empezó a levantarse. Los ojos del embajador brillaron.

—¡No! Por la Piedra, ¿no es suficiente que los hijos de los hombres traten de robar los secretos de la Gruta? ¿Debemos darlos así, sin tapujos?

—Cállate —dijo Mab con una sonrisa torcida—. Este Vencedor de Dragones tendrá suficientes problemas con la fiera y ni se le ocurrirá ir tanteando en la oscuridad para buscar otros.

—¡Un mapa que se dibuja puede robarse! —insistió Dromar—. Por la Piedra que yace en el corazón de la Gruta…

Mab se puso de pie con tranquilidad, se sacudió los vestidos de seda llena de parches y fue hasta la estantería que llenaba un rincón de la habitación en penumbras. Volvió con una pluma y varias hojas de papiro usadas y arrugadas en la mano.

—Esos que tú temes que roben el mapa ya conocen el camino al corazón de la Gruta —señaló con amabilidad—. Si este caballero bárbaro ha cabalgado todo el camino desde las Tierras de Invierno para ser nuestro campeón, sería ingrato por nuestra parte no ofrecerle un escudo.

—¿Y ella? —Dromar estiró un dedo romo, cargado de gemas pulidas, pasadas de moda, hacia Jenny—. Ella es maga. ¿Qué seguridad tenemos de que no querrá rebuscar y espiar, sacarnos nuestros secretos, volverlos contra nosotros, corromperlos, envenenarlos como han hecho otros?

La mujer gnomo frunció el ceño mirando a Jenny por un momento, la boca ancha doblada en el pensamiento. Luego, se arrodilló de nuevo frente a ella y empujó los instrumentos de escritura hacia Dromar.

—Ahí tienes —dijo—. Puedes dibujar los mapas tú mismo y poner lo que quieras y sacar lo que quieras.

—¿Y la maga? —Había sospecha y odio en la voz del gnomo y Jenny pensó que se estaba cansando de que la tomaran por Zyerne.

—Ah —dijo Mab, y se inclinó, cogió las manos pequeñas, lastimadas, las manos tostadas de muchacho de Jenny entre las suyas. Durante un largo momento la miró a los ojos. Como si los deditos fríos, viejos que tomaban los de ella movieran la capa enjoyada de sus sueños, Jenny sintió la mente de la mujer gnomo que exploraba sus pensamientos como ella había hecho con los de Gareth, buscando la forma de su esencia. Se dio cuenta entonces de que Mab era una maga, como ella.

El reflejo la hizo ponerse tensa. Pero Mab sonrió con amabilidad y le ofreció las profundidades de su propia mente y de su alma, amables y claras como el agua y empecinadas como el agua también, esas profundidades que no tenían nada de la amargura, el resentimiento y las dudas de Jenny sabía que anidaban en los rincones de su propio corazón. Se relajó entonces, avergonzada como si se hubiera defendido a golpes de una pregunta hecha con amabilidad y sintió que una parte de sus rencores se disolvía bajo ese escrutinio sabio. Sintió el poder de la otra mujer, mucho más grande que el suyo propio, pero amable y cálido como la luz del sol.

Cuando Mab habló de nuevo, no se dirigió a Dromar sino a ella.

—Tienes miedo por él —dijo con suavidad—. Y tal vez está bien que lo tengas. —Puso una mano redonda y chiquita sobre el cabello de Jenny—. Pero recuerda que el dragón no es el más grande de los males en esta tierra, ni la muerte lo peor que puede pasarle; ni a él, ni a ti.

7

En la semana siguiente, Jenny volvió varias veces a la casa en ruinas en el mercado. Dos veces la acompañó John, pero Aversin pasaba los días en la Galería del Rey con Gareth, esperando una señal de su majestad. Luego, dejaba pasar las tardes con los jóvenes cortesanos desenfrenados que rodeaban a Zyerne, haciéndose el payaso, y manejando lo mejor que podía la lenta tortura de esperar un combate que podía costarle la vida. Tal como era John, no hablaba de ello, pero Jenny lo sentía cuando hacían el amor y en sus silencios cuando estaban los dos solos y juntos, ese retorcimiento gradual de los nervios que lo estaba volviendo realmente loco.

Ella evitaba la corte y pasaba la mayor parte del tiempo en la ciudad o en la casa de los gnomos. Iba allí en silencio, envuelta en encantamientos que la ocultaban de la gente de la calle, porque, a medida que pasaban los días, sentía que la lava horrible de miedo y odio se esparcía por las calles como una niebla envenenada. En el camino hacia el mercado, pasaba por las grandes tabernas —la Oca Herida, la Rata Galante, la Oveja en el Fango— donde los desempleados, hombres y mujeres que habían venido de las granjas destruidas se reunían todos los días, en busca de unas pocas horas de trabajo. Los que necesitaban mano de obra barata sabían adonde ir para encontrar gente que podía trasladar muebles o limpiar establos por unas pocas monedas; pero con las tormentas de invierno, ya sin barcos y con el alto precio del pan que se llevaba todo el dinero extra, había cada vez menos gente que pudiera pagar, incluso monedas. Ninguno de los gnomos que todavía vivían en la ciudad —y había muchos a pesar de los sufrimientos— se atrevía a pasar por la Oveja en el Fango después del mediodía, porque para esa hora los que estaban dentro abandonaban toda esperanza de conseguir trabajo y concentraban la poca energía que tenían en emborracharse.

Así que Jenny se movía en un secreto sombrío, como se hubiera movido en las Tierras sin ley de Invierno, para visitar a la dama de Taseldwyn, a quien llamaban señora Mab en el lenguaje de los hombres.

Desde el principio, se había dado cuenta de que la gnomo era una maga mucho más poderosa que ella. Pero, en lugar de celos y resentimiento, sólo sentía alegría por haber encontrado a alguien que le enseñara después de tantos años.

En muchas cosas, Mab era una maestra voluntariosa aunque la forma de la magia de los gnomos era extraña para Jenny, distinta, como lo eran sus mentes. No tenían Líneas sino que parecían transmitir sus poderes y conocimientos enteros de generación en generación de magos de alguna forma que Jenny no comprendía. Mab le habló de los hechizos de curación que habían hecho famosa a la Gruta, de las drogas que estaban ahora encerradas allí abajo, perdidas para los gnomos como el oro del dragón, de los hechizos que podían mantener el alma, la esencia de la vida, en la carne, de los hechizos más peligrosos por los cuales la esencia-vida de una persona podía extraerse en parte para fortalecer la vida desmoronada de otra. La mujer gnomo le enseñó otros hechizos de la magia subterránea —hechizos de cristal y piedra y oscuridad en espiral—, cuyo significado Jenny podía comprender sólo en parte. Sólo pudo memorizarlos para ver si luego, con meditación, habilidad y más comprensión podía llegar a entenderlos. Mab también le habló de los secretos de la tierra, del movimiento del agua y de cómo pensaban las piedras; y habló de los reinos oscuros de la Gruta misma, cavernas debajo de cavernas en una sucesión interminable de glorias escondidas que nunca habían visto la luz.

Una vez, le habló de Zyerne.

—Sí, fue aprendiza entre nosotros, los que curamos. —Suspiró y puso a un lado el dulcemele de tres cuerdas sobre el que había estado mostrando a Jenny los hechizos canción de su oficio—. Era una niñita vanidosa, vanidosa y malcriada. Tenía talento para la burla incluso a esa edad…, escuchaba a los Ancianos, los grandes Curadores, que tenían más poder del que ella nunca hubiera podido soñar, asentía con esa cabecita suya en señal de respeto y luego imitaba sus voces para sus amigos en la ciudad de Grutas.

Jenny recordó el tañido de plata de la risa de la hechicera en aquella cena y la forma en que había apresurado sus pasos para hacer que Dromar corriera tras ella si quería hablarle.

Era por la tarde. A pesar de que era frío, el gran salón de la casa de los gnomos tenía el aire pesado, detenido bajo los grandes arcos y a lo largo del piso a cuadros desvaídos de los corredores. Los ruidos de la calle habían caído a su tono dormido de la hora de la cena, salvo el tañido de las torres de relojes en toda la ciudad y un solitario buhonero que gritaba sus mercaderías.

Mab meneó la cabeza, la voz baja con los recuerdos de otros tiempos.

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