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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (86 page)

BOOK: Veinte años después
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Manejaba D’Artagnan con sobrada pericia la espada, para entretenerse en medir a su adversario; dio, pues, un ataque falso, rápido y brillante; pero Mordaunt le paró.

—¡Hola! —exclamó con una sonrisa de satisfacción.

Y sin perder tiempo, aprovechó un hueco y tiró una estocada tan rápida como un relámpago.

Mordaunt la paró con una contra de cuarta tan estrecha, que no se hubiera salido de la sortija de una niña.

—Empiezo a creer que nos vamos a divertir —dijo D’Artagnan.

—Sí —murmuró Aramis—; pero jugad cerrado, aunque os divirtáis. Mordaunt se sonrió.

—¡Oh! —exclamó D’Artagnan—. ¡Qué sonrisa tan repugnante tenéis, señor Mordaunt! ¿Quién os la ha enseñado? ¿El diablo?

Mordaunt sólo respondió arrojándose a ligar la espada del gascón con una fuerza que no esperaba éste encontrar en un cuerpo tan débil en apariencia: pero gracias a un quite no menos hábil que el que acababa de ejecutar su contrario, se encontró a tiempo con el hierro de Mordaunt, el cual se deslizó a lo largo sin tocar al pecho.

Mordaunt dio con rapidez un paso atrás.

—¡Calle! ¿Ya retrocedéis? —dijo D’Artagnan—. ¿Ya os salís de la línea? Corriente. Algo gano con ello. Siquiera no veo esa desagradable sonrisa. Ya estoy enteramente a la sombra: mejor. No podéis suponeros cuán falsas son vuestras miradas, caballero, sobre todo cuando tenéis miedo. Mirad mis ojos y veréis una cosa que nunca reproducirá vuestro espejo: una mirada franca y leal.

A este flujo de palabras, que quizá no sería de muy buen gusto pero que era habitual en D’Artagnan, el cual profesaba el principio de distraer a su adversario, nada contestó Mordaunt: siguió moviéndose y dando la vuelta hasta que consiguió cambiar de sitio a D’Artagnan.

Cada vez sonreíase más: esta sonrisa empezaba a inquietar al gascón.

—Concluyamos —pensó D’Artagnan—; el tunante tiene piernas de hierro. Aquí de los grandes golpes.

Y empezó a arrinconar a Mordaunt, quien continuaba retrocediendo, pero evidentemente por táctica, sin cometer un descuido de que pudiera aprovecharse D’Artagnan, sin que se apartase un punto su espada de la línea. Y como la lucha tenía lugar en una habitación, y faltaba espacio a los combatientes, pronto el pie de Mordaunt tocó la pared, en la cual apoyó la mano izquierda.

—¡Ah! —murmuró D’Artagnan—. Lo que es ahora no retrocederéis. Señores —continuó, apretando los labios y frunciendo el ceño—, ¿habéis visto alguna vez un escorpión clavado en una pared?… ¿No?… Pues ahora lo vais a ver.

Y en un segundo tiró D’Artagnan tres estocadas terribles a Mordaunt. Las tres le tocaron, mas no hicieron más que rozarle. El gascón no comprendía este misterio. Los tres amigos le miraban palpitantes y con la frente bañada en sudor.

Por fin, habiéndose adelantado mucho D’Artagnan, dio a su vez un paso atrás para preparar el cuarto golpe, o más bien para ejecutarle, porque para D’Artagnan las armas eran como el ajedrez, una vasta combinación cuyos pormenores estaban enlazados entre sí. Pero en el momento de volver sobre su adversario con más encarnizamiento que nunca; en el momento de atacarle con la velocidad del relámpago, después de un amago tan rápido como ceñido, se abrió la pared. Mordaunt desapareció por el boquetón, y la espada de D’Artagnan se rompió entre las dos hojas de la puerta como si hubiera sido de vidrio.

D’Artagnan dio un paso atrás. La pared volvió a cerrarse.

Sin dejar de defenderse, había Mordaunt maniobrado paulatinamente hasta recostarse de espaldas en la puerta secreta por la cual vimos antes salir a Cromwell. Al llegar allí buscó y tocó el resorte con la mano izquierda, y desapareció como en el teatro desaparecen los genios del mal que tienen el don de atravesar las murallas.

El gascón pronunció una tremenda imprecación, a que contestó por la parte de adentro una risa feroz, risa fúnebre que heló de espanto hasta las venas del escéptico Aramis.

—¡A mí, señores! —dijo D’Artagnan—. Derribemos esta puerta.

—Es el demonio en persona —dijo Aramis acudiendo al llamamiento de su amigo.

—Se nos escapa, ¡voto a bríos!, ¡se nos escapa! —aulló Porthos, apoyando sus anchos hombros contra la puerta que resistió su empuje, contenida por cierto secreto resorte.

—Tanto mejor —murmuró sordamente Athos.

—Ya lo sospechaba yo, ¡diantre! —dijo D’Artagnan haciendo inútiles esfuerzos—. Ya lo sospechaba yo cuando el miserable dio la vuelta al aposento; preveía alguna artimaña infame; conocía que tenía algún plan, ¡pero quién podía adivinar esto!

—¡Terrible desgracia que nos envía el diablo su amigo! —exclamó Aramis.

—¡Fortuna palpable que nos envía Dios! —dijo Athos con evidente alegría.

—En verdad os aseguro —contestó D’Artagnan encogiéndose de hombros y abandonando la puerta que resueltamente no quería ceder—, en verdad os aseguro que vais perdiendo mucho, Athos. ¿Es posible que digáis cosas semejantes a hombres como nosotros? ¡Voto a tantos! ¿No comprendéis la situación?

—¿El qué? ¿Qué situación? —preguntó Porthos.

—Aquí quien no mate ha de morir —prosiguió D’Artagnan—. Vamos a ver, querido conde ¿entra en vuestras expiatorias lamentaciones el que el señor Mordaunt nos sacrifique a su amor filial? Si es así, decidlo francamente.

—¡Oh! D’Artagnan, amigo querido…

—Es que verdaderamente da lástima que miréis las cosas desde ese punto de vista. El miserable no tardará en enviar contra nosotros cien soldados que nos pulverizarán como grano en mortero de Cromwell.

—¡Ea! Vámonos: si permanecemos aquí cinco minutos más, somos perdidos.

—Tenéis razón; vámonos —contestaron Athos y Aramis.

—¿Y adónde? —dijo Porthos.

—A la posada a tomar los equipajes y los caballos, y desde allí, si Dios quiere, a Francia, adonde a los menos entiende uno la arquitectura de las casas. Aún podemos disponer de una embarcación, afortunadamente.

Y uniendo D’Artagnan el ejemplo al precepto, envainó el pedazo de espada que le quedaba, recogió su sombrero, tomó la puerta de la escalera y bajó rápidamente, seguido de sus tres compañeros.

En la puerta encontraron los fugitivos a los lacayos, a los que habiéndoles preguntado por Mordaunt, dijeron que no le habían visto salir.

Capítulo LXXV
El falucho «Relámpago»

Decía bien D’Artagnan; Mordaunt no tenía tiempo que perder; así lo hizo efectivamente. Sabía cuán rápidos en decidirse y en obrar eran sus enemigos, y resolvió proceder en consecuencia. Aquella vez habían encontrado los mosqueteros un adversario digno de ellos.

Después de cerrar con cuidado la puerta, Mordaunt introdújose en el subterráneo, envainó la espada, y ganando la casa inmediata, se detuvo para examinarse y tomar aliento.

—¡Vaya! —dijo—. Nada, casi nada, arañazos tan sólo, dos en un brazo y uno en el pecho. Mejores son las heridas que yo abro. Que pregunten al verdugo de Béthune, a mi tío Winter y al monarca Carlos. Ahora no tengo un segundo que perder, porque en este tiempo pueden salvarse y es necesario que mueran los cuatro, los cuatro a la vez, aniquilados por un rayo de los hombres a falta del de Dios… Es menester que desaparezcan vencidos, anonadados y dispersos. Corramos hasta que me puedan sostener las piernas, hasta que se me hinche el corazón en el pecho; pero lleguemos antes que ellos.

Y Mordaunt empezó a andar a pasos rápidos, aunque más iguales, hacia el primer cuartel de caballería, que distaba un cuarto de legua, el cual le anduvo en cuatro o cinco minutos.

Luego que llegó, diose a conocer, cogió el mejor caballo, montó y salió al camino. Al cabo de otro cuarto de hora se hallaba en Greenwich.

—Aquí está el puerto —dijo—, aquel punto oscuro es la isla de los Perros. Bien: tengo media hora por delante… una hora quizá, ¡qué necio he sido! He estado a punto de asfixiarme por mi insensata precipitación. Ahora —repuso apoyándose sobre los estribos como para alcanzar con la vista a más distancia entre los mástiles y las cuerdas—, ¿dónde estará el
Relámpago
?

Al pronunciar mentalmente tales palabras, respondiendo a su propio pensamiento, un hombre que estaba tendido sobre un rollo de jarcias se levantó y dio algunos pasos hacia Mordaunt.

Éste sacó un pañuelo y lo agitó un instante en el aire.

—El hombre le miró con atención, pero no se movió.

Mordaunt hizo un nudo en cada punta del pañuelo, y entonces acercósele el hombre. Recordará el lector que ésta era la señal. Llevaba el marinero un ancho capote de lana con que cubría el cuerpo y el rostro.

—Caballero —le dijo—, ¿venís acaso de Londres a dar un paseo por la mar?

—Sí —respondió Mordaunt— hacia la isla de los Perros.

—Eso es. Sin duda traeréis alguna intención determinada. Preferiréis un buque a los demás. Desearíais un buque velero, rápido…

—Como un relámpago —respondió Mordaunt.

—Está bien; entonces, mi buque os hace al caso. Yo soy el patrón que necesitáis.

—Eso empiezo a creer —dijo Mordaunt—. No habréis olvidado cierta contraseña.

—Aquí la tenéis —dijo el marino sacando del bolsillo un pañuelo anudado por las cuatro puntas.

—Bueno, bueno —contestó Mordaunt, apeándose—. No hay tiempo que perder. Haced que lleven mi caballo a la posada más próxima y conducidme al buque.

—Pues, ¿y vuestros compañeros? —dijo el marinero—. Yo creía que erais cuatro además de los lacayos.

—Escuchadme —dijo Mordaunt acercándose a él—; no soy yo la persona que buscáis, así como vos tampoco sois el que ellos suponen encontrar; ocupáis el lugar del capitán Rogers, estáis aquí por orden del general Cromwell y yo vengo de su parte.

—En efecto —dijo el patrón—, ahora os reconozco. Sois el capitán Mordaunt.

Mordaunt hizo cierto movimiento.

—Nada temáis —dijo el marinero entreabriendo el capote y descubriendo el rostro—, soy amigo.

—¡El capitán Groslow! —murmuró Mordaunt.

—El mismo soy —dijo Groslow—. Acordándose el general de que he sido oficial de marina, me ha dado esta comisión. ¿Qué pasa de nuevo?

—Nada, todo sigue en el mismo estado.

—Yo creí que con la muerte del rey…

—La muerte del rey sólo ha servido para precipitar la fuga. Dentro de un cuarto de hora estarán aquí.

—¿Pues a qué venís?

—A embarcarme con vos.

—¿Duda acaso el general de mi celo?

—No; pero yo deseo ver por mis propios ojos mi venganza. ¿No hay aquí quien pueda desembarazarnos de mi caballo?

Dio Groslow un silbido y se presentó un marinero.

—Patrick, conducid ese caballo a la posada más inmediata. Si os preguntan a quién pertenece, decid que a un caballero irlandés.

El marinero se alejó sin hacer la menor observación.

—¿Podrán conoceros? —dijo Mordaunt.

—Con este traje, este capote, y estando la noche tan oscura, no hay cuidado; vos no me habéis conocido y menos me conocerán ellos.

—Es verdad —dijo Mordaunt—; además, ¿cómo han de pensar que os halláis aquí? ¿Está todo listo?

—Todo.

—¿Cinco toneles llenos?

—Y cincuenta vacíos.

—Eso es.

—Llevamos vino de Oporto a Amberes.

—Muy bien. Conducidme ahora a bordo y volved a ocupar vuestro puesto, porque ya no pueden tardar.

—Cuando queráis.

—Deseo que no me vean entrar.

—No tengo a bordo más que un hombre tan seguro como yo mismo. Por otra parte, no os conoce, y aunque está dispuesto, como sus compañeros, a obedecer vuestras órdenes, todo lo ignora.

—Bien, vamos.

Entonces se encaminaron hacia el Támesis. En la playa estaba amarrada una pequeña barca sujeta por una cadena de hierro a una estaca. Tiró Groslow de la barca, la sujetó en tanto que entraba Mordaunt en ella, entró tras él y empuñando casi al mismo tiempo los remos, se puso a bogar de un modo capaz de probar a Mordaunt lo que antes dijera, a saber, que no había olvidado su oficio de marinero.

Después de cinco minutos salieron de entre aquel bosque de mástiles que ya en aquella época obstruía la parte del Támesis más cercana a Londres, y Mordaunt pudo ver como un punto oscuro al pequeño falucho balanceándose al ancla, a cuatro o cinco cables de la isla de los Perros.

Al acercarse al
Relámpago
, dio Groslow un silbido particular y por encima de la obra muerta asomó un hombre la cabeza.

—¿Sois vos, capitán? —dijo.

—Sí, echa la escala.

Y pasando Groslow con la rapidez de una golondrina por debajo del bauprés, subió a bordo.

—Subid —dijo a su compañero.

Sin responder Mordaunt, tomó la cuerda y trepó por el costado del buque con una agilidad y aplomo poco comunes entre la gente de tierra; pero sus deseos de vengarse suplían la falta de costumbre, le hacían apto para todo.

El marinero, que permanecía de guardia en el
Relámpago
, correspondió a las previsiones de Groslow, y ni siquiera dio a entender que advertía que su patrón iba acompañado.

Mordaunt y Groslow dirigiéronse a la cámara del capitán, que era una especie de camarote, construido con tablas sobre cubierta. El capitán Rogers había cedido la habitación de honor a sus pasajeros.

—¿Dónde van ellos? —dijo Mordaunt.

—A la otra extremidad del buque —respondió Groslow.

—¿Y por aquí nada tienen que hacer?

—Nada.

—Muy bien. Me quedaré escondido. Volved a Greenwich y traedles. ¿Cuántos botes tenéis?

—Sólo ese en que hemos venido.

—Parece ligero y fuerte.

—Es una verdadera piragua.

—Amarradle a popa con una soga y ponedle los remos para que siga la estela y no haya que hacer más que cortar la cuerda: poned en él ron y galletas. Si casualmente está mala la mar, no sentiría la gente tener con qué restaurar las fuerzas.

—Se hará como decís. ¿Queréis visitar la santabárbara?

—No, cuando regresen. Yo pondré en persona la mecha para mayor seguridad. Cubríos bien el rostro, no os conozcan.

—Perded cuidado.

—Idos, ya dan las diez en Greenwich.

Efectivamente, las vibraciones de una campana, repetidas diez veces, atravesaron tristemente la atmósfera cargada de nubarrones que rodaban por el cielo en silencioso oleaje.

Empujó Groslow la puerta, que Mordaunt cerró por dentro, y después de dar al marinero de guardia orden de estar alerta, entró en la barca, la cual se alejó rápidamente, cortando las olas con los remos.

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