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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

Veinte años después (28 page)

BOOK: Veinte años después
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Esta marchó directamente hacia Scarron en medio del murmullo causado por su llegada.

—¿De modo que ya sois pobre, querido abate? —le dijo con su tranquila voz—. Esta tarde lo he sabido en casa de la señora de Rambouillet. Grasse nos lo ha dicho.

—Sí, pero el Estado es rico —contestó Scarron—: es necesario saber sacrificarse para el país.

—Su Eminencia tiene mil quinientas libras para pomadas y perfumes —dijo uno, en quien reconoció Athos al caballero de la calle de San Honorato.

—Pero ¿y la musa, qué dirá? —preguntó Aramis—. ¿Qué dirá esa musa que necesita de la dorada medianía?, porque

Si Virgilio puer aut tolerabile decit

Hospitium caderens omne a crinibus hidry.

—Está bien —dijo Scarron presentando la mano a la señorita Paulet—, ya que no tengo mi hidra me queda mi leona.

Todo cuanto habló el abate aquella noche pareció sobresaliente: éste es el privilegio de la persecución. Menage saltaba de entusiasmo.

La señorita Paulet marchó a ocupar su sitio acostumbrado, pero antes de sentarse paseó una mirada de reina por toda la concurrencia y sus ojos se detuvieron en Raúl.

Athos se sonrió.

—Se ha fijado en vos, vizconde —le dijo—; id a saludarla; daos por lo que sois, por forastero, y sobre todo no le habléis de Enrique IV Acercóse el vizconde a la Leona poniéndose encendido, y confundióse entre los muchos caballeros que rodeaban su silla.

Con esto se formaron dos grupos, el de Menage y el de la señorita Paulet. Scarron iba de uno a otro maniobrando con su poltrona en medio de aquella turba, con tanta habilidad como pudiera hacerlo un experto piloto con su buque en un piélago sembrado de escollos.

—¿Cuándo hablaremos? —dijo Athos a Aramis.

—Más tarde —respondió éste—; aún no hay bastante gente y pudieran observarnos.

En aquel momento abrióse la puerta y fue anunciado el señor coadjutor.

Todos volvieron la cabeza al escuchar aquel nombre, que ya empezaba a hacerse célebre.

Athos hizo lo que todos. No conocía más que de nombre al abate Gondi.

Vio entrar un hombre de pequeña estatura, moreno, no bien formado, miope y torpe para todo, excepto para manejar la espada y la pistola. A los pocos pasos tropezó con una mesa, faltándole poco para derribarla. Su rostro tenía cierta expresión de altanería.

Scarron dio media vuelta y salió a su encuentro sentado en su sillón. La señorita Paulet le saludó con la mano desde el suyo.

—¿De modo que estáis en desgracia? dijo el coadjutor al ver a Scarron, que fue cuando estuvo encima.

Cien veces había oído el paralítico la frase sacramental y estaba en su centésimo chiste sobre el mismo asunto. Se quedó algo parado, pero un esfuerzo de desesperación le salvó.

—El señor cardenal Mazarino ha tenido a bien pensar en mí —dijo.

—¡Sublime! —dijo Menage.

—¿Y qué vais a hacer para continuar recibiéndome? —preguntó el coadjutor—. Si bajan vuestros fondos voy a tener que nombraros canónigo de Nuestra Señora.

—¡Oh! No lo hagáis; no quiero comprometeros.

—Entonces tendréis recursos que no sabemos.

—Pediré prestado a la reina.

—Pero Su Majestad no tiene nada suyo —observó Aramis—. ¿No vive bajo un régimen conventual?

El coadjutor se volvió hacia Aramis, le miró sonriéndose e hízole un saludo amistoso.

—A propósito, querido abate —le dijo—; no estáis de moda; voy a regalaros un cordón para el sombrero.

Los circunstantes miraron al coadjutor, que sacó del bolsillo un cordón de una forma particular.

—Eso es una honda —dijo Scarron.

—Justamente —respondió el coadjutor—. Ahora todo se hace a la
Fronda
. Señorita Paulet, os guardo un abanico a la
Fronda
. Herblay, os daré las señas de mi guantero, que hace guantes a la
Fronda
; y a vos, Scarron, las de mi panadero: sus panes a la
Fronda
son sabrosos. Aramis tomó el cordón y lo ató alrededor de su sombrero.

Abrióse otra vez la puerta y el lacayo anunció:

—La señora duquesa de Chevreuse.

Se levantaron todos al oír este nombre. Scarron dirigió rápidamente su sillón hacia la puerta. Raúl se sonrojó. Athos hizo una seña a Aramis, el cual colocóse en el alféizar de una ventana.

En medio de los respetuosos saludos con que fue recibida, era fácil observar que la duquesa buscaba alguna cosa o alguna persona. Logró, por fin, descubrir a Raúl, y sus ojos se animaron; vio a Athos, y se puso pensativa; divisó a Aramis, y disimuló con el abanico un movimiento de sorpresa.

—A propósito —dijo, como para desechar las ideas que a pesar suyo la acometían—; ¿cómo sigue el infeliz Voiture? ¿Lo sabéis, Scarron?

—¡Cómo! ¿Está enfermo M. de Voiture? —preguntó el caballero que había hablado con Athos en la calle de San Honorato—. ¿Qué le ha pasado?

—Ha jugado sin prevenir antes a su lacayo que le llevase camisa para mudarse. La que tenía puesta se le enfrió encima, y de resultas está falleciendo.

—¿Dónde fue eso?

—En mi casa —respondió el coadjutor—. El pobre Voiture tenía hecho voto de no volver a jugar. Transcurrieron tres días y ya no podía aguantar más, de manera que vino el arzobispo a que yo le dispensase el voto. Hallábame, por desgracia, en aquel momento en mi cuarto tratando de asuntos muy importantes con el buen consejero Broussel, y Voiture vio en otra pieza al marqués de Luynes, sentado delante de una mesa y esperando quien le acompañase a jugar. Llámale el marqués, contesta Voiture que no puede hasta recibir mi dispensa: oblígase Luynes en mi nombre, toma a su cargo el pecado, se sienta Voiture, pierde cuatrocientos escudos, coge un frío al salir y se mete en cama para no volver a levantarse.

—Qué, ¿tan malo está? —preguntó Aramis, casi ocultó tras la colgadura del balcón.

—¡Ah! —respondió el señor Menage—. Está muy malo, y quizá nos abandone el grande hombre:
deseret orbem.

—¡Morir él! —dijo con acritud la señorita Paulet—. No hay cuidado: está rodeado de tantas sultanas como un sultán. La señora de Saintot corrió a su casa y le da los caldos; la de Renaudot le calienta las sábanas, y hasta nuestra amiga la marquesa de Rambouillet le envía tisanas.

—Poco cariño le profesáis, querida Parthenia —dijo Scarron riéndose.

—¡Qué injusticia, querido enfermo mío! Tanto le quiero que con mucho gusto mandaría celebrar misas por su alma.

—Por algo os llaman Leona, querida —dijo la señora de Chevreuse—. ¡Vaya si mordéis!

—Entiendo que tratáis bastante mal a un gran poeta —se aventuró a decir Raúl.

—¡Gran poeta él! Vamos, ya se conoce que habéis llegado de una provincia, como ya me estabais diciendo, y que nunca le habíais visto. ¡Grande él! ¡Pues si apenas tiene cinco pies!

—¡Bravo, muy bien! —dijo un hombre alto, seco y moreno, con poblado bigote y una enorme tizona ceñida al costado—. ¡Bravo, bella Paulet! Tiempo es ya de poner a ese Voiture en el lugar que debe ocupar. Declaro que creo entender algo de poesía, y que las suyas siempre me han parecido detestables.

—¿Quién es ese capitán señor conde? —preguntó Raúl a Athos.

—El señor de Scudery.

—¿El que compuso la
Clelia
y el Gran Ciro?

—Sí; la compuso a medias con su hermana. Allí la tenéis: es la que está hablando con aquella linda joven, junto al caballero Scarron. Volvió Raúl la cabeza y vio en efecto a dos personas que acababan de entrar; una de ellas era una joven encantadora, delicada y triste, de lindos cabellos negros y párpados aterciopelados, como las bellas flores del pensamiento, entre cuyas hojas brilla un cáliz de oro; la otra parecía ser tutora de ésta, y era alta, seca y amarilla, real imagen de una dueña o una devota.

Hizo Raúl propósito de no salir del salón, sin hablar a la bella joven, la cual acababa de recordarle por un extraño giro del pensamiento, aunque ninguna similitud tenía con ella, a su pobre Luisita, a quien había dejado entregada a su dolor en el castillo de La Vallière, olvidándola por un instante en medio de aquel tumulto.

En ese intermedio acercóse Aramis al coadjutor el cual le dijo algunas palabras, al oído con cara risueña. A pesar de lo bien que sabía dominarse, no pudo Aramis contener un pequeño movimiento.

—Haced que os reís —le dijo el señor de Retz— nos están mirando.

Y se separó de él para ir a hablar a la señora de Chevreuse, que permanecía en medio de un gran corro.

Hizo Aramis que se reía para frustrar la atención de algunos oyentes curiosos, y observando que Athos habíase colocado a su vez en el hueco de un balcón, se dirigió a él sin afectación, diciendo algunas palabras a derecha e izquierda.

Luego que se reunieron, entablaron una conversación acompasada de muchos ademanes.

Raúl se acercó a ellos, conforme le tenía encargado Athos.

—El señor de Herblay —dijo el conde de la Fère en alta voz—, me está recitando una redondilla del señor Voiture, que me parece incomparable.

Pasó Raúl a su lado algunos segundos y después marchó a confundirse en el grupo de la señora de Chevreuse, a la cual se habían acercado la señorita Paulet por una parte y la de Scudery por la otra.

—Pues yo —dijo el coadjutor—, me permito no ser enteramente del parecer del señor de Scudery; creo, por el contrario, que el señor de Voiture es un poeta; pero un verdadero poeta. Carece, enteramente, de ideas políticas…

—¿Conque sí? —dijo Athos.

—Mañana —dijo precipitadamente Aramis.

—¿A qué hora?

—A las seis en punto.

—¿Dónde?

—En Saint-Mandé.

—¿Y quién os lo ha dicho?

—El conde de Rochefort. Aproximóse un curioso.

—¿Y las ideas filosóficas? De eso sé que carece el pobre Voiture. Yo soy del parecer del señor coadjutor: es puramente poeta.

—Ciertamente que en poesía era prodigio —dijo Menage—; y no obstante, la posterioridad, al paso que le admirará, le acusará de una cosa; de haber introducido una excesiva licencia en la forma de los versos; ha destrozado la poesía sin saberlo.

—Justamente —repitió Scudery—, la ha destrozado.

—Yo por mí —dijo Aramis acercándose al corro y saludando respetuosamente a la señora de Chevreuse, la cual le contestó con un gracioso saludo—, le acusaría también de haberse tomado extremada libertad con los grandes. Se ha propasado a menudo con la princesa, con el mariscal Albret, con el señor de Schomberg y con la misma reina.

—¿Con la reina? —preguntó Scarron poniendo adelante la pierna derecha como para ponerse en guardia—. ¡Diantre! No sabía yo eso. ¿Y cómo se propasó con Su Majestad?

—¿Conocéis su poesía «En qué pienso»?

—No —dijo la señora de Chevreuse.

—Yo tampoco —dijo la señorita de Scudery.

—No —dijo la señorita de Paulet.

—En efecto, creo que la reina la ha enseñado a muy pocas personas.

—¿Os acordáis de ella?

—Me parece que sí.

—Decidla, decidla.

Aramis recitó una poesía en que se censuraba con alguna acritud a, la reina, aludiendo a sus amores con Buckingham.

Todos los circunstantes indignáronse contra la insolencia del poeta, y criticaron su poesía, encontrándola llena de defectos bajo el punto de vista literario.

—Pues yo —dijo la joven de los hermosos ojos—; tengo la desgracia de que me gustan mucho esos versos.

Así pensaba también Raúl, el cual se acercó a Scarron, y díjole sonrojándose.

—Señor Scarron, ¿queréis hacerme el favor de decirme quién es esa señorita que manifiesta una opinión contraria a la de toda esta ilustre asamblea?

—¡Hola, joven vizconde! —dijo Scarron—. ¿Parece que tratáis de hacer con ella una alianza ofensiva y defensiva?

Raúl volvió a sonrojarse, y contestó:

—Confieso que esos versos me parecen excelentes.

—Y lo son, en efecto —dijo Scarron—; pero entre poetas no se dicen esas cosas.

—Pero yo —continuó Raúl—, no tengo el honor de ser poeta, y os preguntaba…

—Sí, quién es esa joven. La linda India.

—Perdonadme, caballero —persistió Raúl— pero no me habéis sacado de dudas. Soy forastero…

—Lo cual quiere significar que no entendéis mucho del galimatías cortesano. Tanto mejor, joven, tanto mejor. No le estudiéis: perderéis el tiempo y cuando lleguéis a entenderlo es probable que ya nadie lo hable.

—Eso quiere decir, que me disimuléis y que tengáis a bien manifestarme cuál es la persona a quien llamáis la bella India.

—Sí tal, es una de las criaturas más encantadoras que existen, y se llama la señorita Francisca d’Auvigné.

—¿Pertenece a la familia del célebre Agripa, el amigo de Enrique IV?

—Es nieta suya: vino de la Martinica y a esa circunstancia debe su sobrenombre.

Abrió Raúl los ojos extraordinariamente, y encontróse con los ojos de la joven, la cual se sonrió:

Continuábase hablando de Voiture.

—Caballero —dijo la señorita d’Auvigné, dirigiéndose a Scarron, como para tomar parte en la conversación de éste con el vizconde—, ¿no os causan admiración los amigos del pobre Voiture? Oíd cómo le destrozan fingiendo alabarle. Uno le niega el buen sentido, otro el numen, otro la originalidad, otro la gracia, otro la independencia, otro… ¡Dios santo! ¿Qué van a dejar a ese ilustre completo, como le llamó la señorita de Scudery?

Echóse a reír Scarron, y Raúl le imitó. La linda India, admirada del efecto que produjera, bajó los ojos y volvió a revestirse con su aire de candidez.

—Mucho talento demuestra esa señorita —dijo Raúl.

Athos continuaba en el hueco de la ventana, dominando toda aquella escena con una sonrisa de desdén.

—Llamad al conde de la Fère, —dijo la señora de Chevreuse al coadjutor—; tengo necesidad de hablar con él.

—Y yo —dijo el coadjutor—, necesito que crean que le hablo. Le quiero y le admiro, porque conozco sus antiguas aventuras, o al menos algunas de ellas, mas no me propongo saludarle hasta pasado mañana.

—Por qué —preguntó la señora de Chevreuse.

—Mañana lo sabréis —dijo el coadjutor.

—Amigo Gondi —repuso la duquesa—, eso y el Apocalipsis son para mí la misma cosa. Señor de Herblay —añadió dirigiéndose a Aramis—, ¿queréis tener la amabilidad de servirme esta noche?

—¡Qué decís, duquesa! —respondió Aramis—. Esta noche, mañana, siempre, podéis disponer de mí.

—Pues bien, idme a buscar al conde de la Fère; he de hablarle. Acercóse Aramis a Athos y volvió con él.

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