Authors: Brian Lumley
Quint sonrió, aunque con ironía.
Krakovitch lo vio y dijo:
—¡Sí, ya lo sé! el dogma. Es una enfermedad que todos parecemos contraer más pronto o más tarde. Ahora resulta que yo me he contagiado también. Malgastamos mucho, incluso en las palabras con que tratamos de excusarnos…
Gulhárov detuvo el coche ante la barrera de la nueva carretera; Volkonsky se apeó, la apartó a un lado e hizo ademán de que pasara. Ellos lo recogieron de nuevo y se dirigieron hacia las montañas.
Nadie prestó atención al destartalado y viejo Fiat aparcado a ochocientos metros carretera abajo, en la dirección de Kolomiia, ni en el humo azul del tubo de escape y la nube de polvo que levantó al ponerse en marcha y seguirles la pista…
Guy Roberts había consumido dos desayunos en el coche restaurante, regándolos con vasos de café, y cuando el tren se detuvo en Grantham, había fumado la mitad del primer paquete diario de Marlboro. Corpulento, patilludo y de ojos enrojecidos, nadie lo molestaba mucho. Tenía para él solo un rincón del vagón. Nadie que lo hubiese mirado habría sospechado que tenía el talento de un brujo primitivo, ni que su misión era matar a un vampiro del siglo veinte. Ciertamente, la idea habría sido divertida, si no hubiese sido tan desesperada. Había demasiadas cosas exasperantes, demasiado que hacer y poco tiempo para hacerlo todo. Era muy fatigoso.
Recordando los sucesos de la última noche, se retrepó en su asiento y cerró los ojos. Él y Layard habían estado trabajando toda la noche, y había sido una noche extraña, muy extraña, para los dos. Por ejemplo, lo de Kyle en el
château
Bronnitsy. Al iluminarse el cielo con la aurora, Layard había encontrado cada vez más difícil localizar a Alec Kyle. Según sus propias palabras, había sido como «la diferencia entre encontrar un hombre vivo y un hombre muerto, con Kyle de algún modo entre los dos». Esto no fue de buen augurio para el número uno de INTPES.
También Roberts había sido incapaz de atravesar las defensas mentales del
château
. Hubiese debido poder «sondear» a Kyle, pero todo lo que había percibido, en las pocas ocasiones en que había podido irrumpir en aquellas defensas, había sido… bueno, un
eco
de Kyle. Una imagen que se desvanecía deprisa. Roberts no sabía de fijo lo que le estaba haciendo la Organización E a Kyle, y no tenía muchas ganas de adivinarlo.
Entonces, había estado Yulian Bodescu; mejor dicho, no había estado; pues, a pesar de todos sus esfuerzos, Layard y Roberts no habían sido capaces de localizar de nuevo al vampiro. Era como si se hubiese borrado de la faz de la tierra. No había «niebla mental» en o alrededor de Birmingham, ni en todo el país, que pudiesen descubrir los perceptores extrasensoriales británicos. Pero, después de pensar un rato en ello, la respuesta les había parecido evidente. Bodescu sabía que lo estaban persiguiendo, y también él tenía extraordinarias facultades. De alguna manera se estaba encubriendo, «desaparecía» en las pantallas mentales.
Pero a las seis y media de la mañana, Layard lo había captado otra vez. Muy brevemente, había establecido contacto con una niebla mental maloliente y serpenteante,
algo
maligno que lo había sentido al momento y lanzado un desafío mental antes de desaparecer una vez más. Y Layard lo había localizado en algún lugar cerca de York.
Esto había sido bastante para Roberts. Había pensado que, si podía existir alguna duda sobre el lugar al que se dirigía Bodescu, su destino había quedado ahora confirmado. Dejando una vez más la jefatura de INTPES en las manos capaces de John Grieve, oficial de guardia permanente, se dispuso para viajar hacia el norte.
Pero, en el momento en que salía de allí, llegaron las noticias sobre Harvey Newton: el descubrimiento de su coche en una cuneta herbosa de la autopista, cerca de Doncaster, y de su cuerpo mutilado en el portaequipaje con una saeta de ballesta traspasándole la cabeza. Esto resolvía la cuestión, no sólo para Roberts, sino para todos los que intervenían en el caso. Ni siquiera pensaron que podía haber alguna explicación diferente de Bodescu. De ahora en adelante, sería una guerra sin cuartel, hasta que el enemigo fuese atravesado con una estaca, decapitado, quemado y muerto definitivamente.
Mientras Roberts estaba pensando en todo eso, alguien «carraspeó» y pasó por encima de sus pies estirados. Abrió brevemente los ojos y vio a un hombre delgado, con sombrero y gabán que se disponía a sentarse a su lado. El desconocido se quitó el sombrero, se despojó del abrigo y se sentó. Sacó un libro en rústica y Roberts vio que era
Drácula
, de Bram Stoker. No pudo dejar de hacer una mueca.
El recién llegado vio su expresión y se encogió de hombros, casi a modo de disculpa.
—Un poco de fantasía no hace daño —dijo, con voz aflautada.
—No —asintió Roberts, antes de cerrar de nuevo los ojos—. La fantasía no hace daño a nadie.
Y añadió para sí: «¡Pero la realidad es muy distinta!».
Eran las cuatro de la tarde en la vertiente rusa de los Cárpatos, y Theo Dolgikh estaba terriblemente fatigado, pero sacaba fuerzas de la convicción de que pronto terminaría su trabajo. Después de esto, dormiría una semana y, luego, se divertiría todo lo que pudiese antes de buscar una nueva misión. Es decir, suponiendo que ya no le hubiesen atribuido alguna. Pero el placer podía tener muchas formas, dependiendo del hombre que lo experimentase, y el trabajo de Dolgikh tenía momentos estupendos. Sus misiones eran a menudo muy… ¿satisfactorias? Por cierto, iba a disfrutar cuando acabase ésta.
Miró hacia abajo desde su observatorio en un pinar de la cara norte de la falda de la montaña, donde ésta descendía hacia una garganta, y enfocó los prismáticos en los cuatro hombres que subían con cautela a lo largo de los últimos cien metros de una cornisa llena de guijarros en la empinada vertiente que formaba la cara sur de aquél. Estaban a menos de trescientos metros de distancia, pero Dolgikh empleaba de todos modos los gemelos.
Disfrutaba acercando sus caras fatigadas y sudorosas, se imaginaba que podía sentir sus doloridos músculos, trataba de adivinar sus pensamientos mientras se dirigían por primera y última vez a las ruinas cubiertas de hiedra donde se estrechaba el barranco y el agua fluía y borboteaba invisible en el fondo de la garganta. Sin duda se estaban felicitando de que su búsqueda, su misión, hubiese casi concluido; pero difícilmente podían imaginarse que ellos mismos estaban tocando a su fin.
Esto era lo que más complacería a Dolgikh: conducirlos a su fin y hacerles saber que él era su verdugo.
Los cuatro caminaban casi siempre bajo la clara luz del sol, libres de sombras: Krakovitch y su hombre, el agente británico y el capataz. Pero, en el saliente del acantilado, se confundieron con sombras grises y verdes y con una negra oscuridad. Dolgikh miró al cielo, bizqueando. El sol estaba mucho más allá de su cénit, se hundía lentamente sobre la masa imponente de los Cárpatos. Dos horas más y llegaría el crepúsculo, un crepúsculo en que el sol se hundiría de pronto detrás de los picachos y los riscos. Y entonces ocurriría el «accidente».
Los enfocó de nuevo con los prismáticos. El corpulento capataz ruso llevaba una mochila colgada de un hombro. Una manija metálica en forma de T sobresalía de aquélla: el detonador para hacer estallar las cargas. Dolgikh sonrió para sí. Aquel mismo día, más temprano, había observado cómo depositaban los explosivos en y alrededor de las viejas ruinas; ahora se disponían a volar el edificio y todo lo que contenía: un arma fabulosa, según el tortuoso enano Ivan Gerenko. Esto era lo que se proponían; pero Dolgikh estaba allí para evitarlo.
Guardó los gemelos y esperó con impaciencia a que aquellos hombres saliesen de la cornisa y entrasen en el bosque de la vertiente cubierta de hierba; después emprendió deprisa la persecución… por última vez. Había terminado el juego del gato y el ratón y llegado la hora de la matanza. Ahora se habían perdido de vista entre los árboles y debían de estar a un kilómetro y medio de las ruinas; por consiguiente, Dolgikh debía darse prisa.
Comprobó su pesada pistola Malatukov, de color azul de acero; puso en su sitio el cargador lleno de proyectiles achatados, y volvió a meter aquélla en la funda sujeta debajo del brazo. Después salió de su escondrijo. Directamente delante de él, al otro lado de la estrecha garganta, se acababa de pronto la nueva carretera. Era un sitio en que alguien había decidido que no sería rentable prolongarla. Escombros de las rocas voladas llenaban la depresión y formaban un dique para el arroyo de montaña. Un pequeño lago relucía como un espejo detrás de aquél. Debajo de la presa, el agua había forzado una salida, vertiéndose en un torrente donde el reducido riachuelo continuaba su camino hacia el llano.
Dolgikh bajó a gatas hacia los escombros amontonados que había formado el puente de la presa, y continuó ágilmente su marcha hacia la carretera. Al cabo de un minuto, dejó atrás el asfalto y caminó por la estrecha y peligrosa cornisa llena de guijarros. Y sin detenerse, siguió la pista de sus víctimas. Mientras andaba, recordó los sucesos del día…
Por la mañana los había seguido al llegar ellos allí por vez primera. Al ver su coche aparcado en la carretera, había escondido su Fiat en una espesura y los había seguido a pie hasta esa cornisa. Entonces, en lo alto de la garganta, donde casi se juntaban los dos lados, ellos habían entrado en las viejas ruinas y las habían registrado. Dolgikh había observado, desde lejos. Tal vez habían pasado dos horas cavando allí. Cuando se dispusieron a marcharse, todos ellos parecían muy abatidos. Dolgikh no sabía lo que habían encontrado o no habían logrado encontrar, pero, en todo caso, podía ser peligroso y lo mejor era largarse de allí.
Viendo que iban a marcharse, volvió rápidamente hacia su coche y esperó a que apareciesen. De pasada, y para estar más seguro, colocó un micro en el vehículo de ellos. Entonces habían regresado a Kolomiia, con Dolgikh siguiéndolos de cerca pero sin dejarse ver. Casi los alcanzó cuando se detuvieron a medio trayecto de la nueva carretera, para hablar con un grupo de gitanos en su campamento. Pero, a los pocos minutos, prosiguieron su camino, sin que aún lo hubiesen visto.
Kolomiia era cabeza de línea y lugar de empalme de cuatro vías, procedentes de Just, Ivano-Frankovsk, Chernovtsi y Gorodenka; todos los edificios próximos a la estación parecían ser almacenes o cocheras. No era difícil orientarse allí; el barrio industrial y el comercial estaban claramente delimitados. Los cuatro hombres a quienes seguía Dolgikh se habían dirigido a la central telefónica y habían aparcado el coche en el exterior.
Dolgikh estacionó el Fiat, detuvo a un transeúnte y le preguntó dónde había alguna cabina telefónica.
—¡Hay tres! —dijo el hombre, visiblemente disgustado—. ¡Sólo tres teléfonos públicos en una población tan importante como ésta! Y todos están siempre ocupados. Si tiene usted prisa, lo mejor será que llame desde ahí, que es la central. Le darán su conferencia en un santiamén.
Al cabo de unos diez minutos, Krakovitch y sus acompañantes salieron de la central de teléfonos, subieron a su coche y arrancaron. Su perseguidor se encontró ante un dilema: seguirlos o averiguar con quién habían hablado y por qué. Como, gracias al micro, siempre podría encontrarlos, eligió la segunda alternativa. Dentro de la pequeña pero bulliciosa central, no perdió tiempo y preguntó directamente por el director. Su carnet de la KGB le valió una colaboración inmediata. Resultó que Krakovitch había llamado a Moscú, pero no a un número que conociese Dolgikh. Parecía que el jefe de la Organización E había pedido autorización a la superioridad para hacer alguna cosa; habían hablado de volar algo y el hombretón del mono había tenido mucho que ver con esto. Krakovitch le había permitido utilizar el teléfono. Esto era todo lo que se sabía en la central sobre el asunto. Entonces Dolgikh pidió que le pusiesen con Gerenko, en el
château
Bronnitsy, y le contó todo lo que había podido averiguar.
De momento, Gerenko había parecido confuso, pero después le había dicho: «Están actuando directamente a través de un contacto de Brezhnev. No a través de mí. Lo cual sólo puede querer decir que sospechan algo. Asegúrate de que los liquidas a todos, Theo. Sí, también al capataz. Y cuando lo hayas hecho, comunícamelo enseguida».
Siguiendo la pista del micro, Dolgikh había llegado al almacén de una empresa de construcciones de la ciudad, precisamente a tiempo de ver cómo Gulhárov y Volkonsky cargaban una caja de explosivos en el portaequipajes de su coche, bajo la mirada atenta de Krakovitch y Quint. Saltaba a la vista que el corpulento capataz ruso era ahora miembro del equipo. Y también que su contacto en Moscú había autorizado el uso de materiales explosivos. Aunque no sabía
qué
pretendían destruir, se imaginaba
dónde
querían hacerlo. Y en fin, aquel lugar era tan bueno como otro cualquiera para que muriesen…
Mientras Theo Dolgikh recordaba los sucesos del día, la mente de Carl Quint también estaba en actividad, y ahora que los colmillos rotos del castillo de Faethor Ferenczy aparecían una vez más entre los oscuros e inmóviles pinos, su memoria volvía instintivamente a lo que Félix Krakovitch y él habían encontrado en su primera visita, esa mañana. Los cuatro habían estado presentes, pero sólo Krakovitch y él habían sabido dónde tenían que mirar.
El lugar había sido casi magnético para sus mentes psíquicamente exaltadas: el
sitio exacto
los había atraído como atrae un imán las limaduras de hierro. Pero ellos no eran limaduras, ni tenían intención de quedarse clavados allí. Quint recordaba ahora lo que había pasado…
—El castillo de Faethor —había murmurado, al detenerse todos cerca de las ruinas—. ¡La fortaleza de un vampiro en la montaña!
Y, con los ojos de la mente, lo vio como tenía que haber sido hacía mil años.
Volkonsky habría seguido subiendo y se habría metido entre los bloques de piedra caídos, pero Krakovitch lo había detenido. El capataz no sabía lo que estaba enterrado allí, y Krakovitch no pensaba decírselo. Volkonsky era un hombre práctico como el que más. Se había comprometido a ayudarlos, pero esto podía cambiar si le decían lo que habían venido a hacer aquí. Por tanto, Krakovitch simplemente le había advenido:
—¡Tenga cuidado! No toque nada…
Y el corpulento ruso se había encogido de hombros y había bajado de aquel montón de viejos cascotes.