Authors: Brian Lumley
Anne Lake, gruñendo como una fiera, levantó la horca y apuntó al corazón de Trask. Detrás de ella, Guy Roberts agarró el mango de madera de la horca, tiró de él e hizo perder el equilibrio a la mujer, que aulló enfurecida, cayó de nuevo de espaldas, agarró la saeta con ambas manos y trató de arrancársela del pecho. Roberts, con el estorbo del aparato que llevaba a cuestas, pasó tambaleante junto a ella, agarró a Trask de la chaqueta y, de alguna manera, consiguió arrastrarlo fuera del granero. Después volvió atrás, apuntó la manguera y apretó con firmeza el gatillo.
El granero se transformó al momento en un gigantesco horno; calor y fuego y humo lo llenaron desde el suelo hasta el tejado, y salieron por los extremos abiertos. Y en medio de todo aquello, algo chillaba y chillaba, en un creciente y sibilante alarido, que sólo cesó al derrumbarse la planta superior sobre aquel rugiente infierno. Pero Roberts siguió apretando el gatillo, hasta que estuvo seguro de que nada,
nada
, pudiera haber sobrevivido allí…
Detrás de la casa, Ken Layard encontró a Gower quemando a
Vlad
. Jordan acababa de entrar en aquélla por la ventana abierta y Newton estaba a punto de seguirlo.
—¡Alto! —le gritó Layard—. No puedes manejar dos ballestas al mismo tiempo. —Dio un paso al frente—. Yo iré por aquí con Jordan —dijo a Newton—. Tú quédate con Gower y pasad a la parte delantera. ¡Deprisa!
Mientras Layard entraba torpemente por la ventana, Newton arrastró a Gower lejos de aquella cosa carbonizada y humeante que había sido
Vlad
y señaló con el pulgar la esquina más lejana de la casa.
—¡Esa cosa está acabada! —le gritó—. Por consiguiente, ¡serénate! Vamos; los otros estarán ya dentro.
Cruzaron rápidamente el jardín envuelto en niebla, hacia el lado sur de la casa, y vieron cómo Roberts se apartaba del granero en llamas y arrastraba a Trask fuera de la zona de peligro. Roberts lo vio y gritó:
—¿Qué diablos pasa ahí?
—Gower ha quemado al perro —le respondió Newton, también a voz en grito—. Aunque no era… ¡ya no era un perro!
Roberts mostró los dientes en una medio mueca, medio sonrisa.
—Nosotros pillamos a Anne Lake —dijo, al acercarse Newton y Gower—. Y desde luego, ¡no era una mujer! ¿Dónde están Layard y Jordan?
—Dentro —dijo Gower. Estaba temblando, empapado en sudor—. Y esto no ha terminado aún, Guy. Todavía no. ¡Habrá más!
—He tratado de explorar la casa —dijo Roberts—. ¡Nada! Todo es nebuloso en ella. ¡Una maldita niebla mental! Aunque era inútil intentarlo. ¡Aquí pasan demasiadas cosas! —Agarró a Gower—. ¿Estás bien?
Gower asintió con la cabeza.
—Creo que sí.
—Bien. Ahora escuchad. Hay bombas de termita en el camión; también explosivos de plástico en mochilas. Desparramadlo todo por el sótano. Procurad llevarlo de una vez. Y nada de lanzallamas mientras llevéis aquel material. Mejor que los dejéis y toméis una ballesta como Newton. Aquello estalla por exceso de calor o al contacto de una llama. Dejadlo allí, salid y manteneos lejos. Tres de nosotros en la casa debería ser bastante. Y si no, lo será el fuego.
—¿Vas a entrar ahí?
Gower miró la casa y se lamió los labios.
—Sí —dijo Roberts—. Todavía nos quedan Bodescu, su madre y la chica. Y no os preocupéis por mí. Id con cuidado. El sótano puede ser mucho peor que la casa.
Se dirigió a la puerta abierta debajo del pórtico con columnas.
Jordan apretó con más fuerza la ballesta, hizo girar el tirador y abrió la puerta de una patada. ¡No era una trampa! Al menos, él no podía verla. En realidad, la escena absolutamente natural de detrás de la puerta del cuarto de baño lo dejó desconcertado. Toda su tensión desapareció al instante, y se sintió… como un grosero intruso.
La joven —sin duda Helen Lake— era hermosa y estaba desnuda por completo. El agua chorreaba sobre ella y hacía brillar su cuerpo adorable. Estaba en pie, de lado, y su silueta se recortaba sobre los azulejos de la pared de la ducha. Al abrirse de golpe la puerta, volvió la cabeza y miró a Jordan con ojos aterrorizados. Después lanzó una exclamación ahogada y se apoyó en la pared, como si fuese a desmayarse. Se llevó una mano al pecho, parpadeó y empezaron a doblarse sus rodillas.
Jordan bajó a medias la ballesta y se dijo: «Jesús! ¡Si no es más que una niña asustada!». Empezó a alargar la mano libre, para sostenerla…, pero entonces otros pensamientos, los pensamientos de ella, se grabaron bruscamente en su mente telepática.
Ven, querido. Ven a ayudarme. ¡Oh, tócame, abrázame! Un poco más cerca, amor mío… ¡así! Y ahora
…
Cuando ella se volvió más hacia él, Jordán se echó atrás. Sus ojos eran grandes, triangulares, ¡demoníacos! ¡Su cara se había transformado instantáneamente en la de una bestia! Y con la mano derecha, invisible hasta ahora, empuñaba un cuchillo de trinchar. Lo levantó mientras agarraba la chaqueta de Jordan con la otra mano, que parecía de hierro. Lo atrajo hacia sí sin el menor esfuerzo… y él disparó la ballesta a quemarropa contra su pecho.
Arrojada contra la pared de la ducha, clavada allí por la saeta, soltó el cuchillo y lanzó unos gritos desgarradores. La sangre manaba a raudales del sitio donde la había atravesado la saeta, de la que sólo sobresalían las plumas. Ella la agarró y, sin dejar de chillar, sacudió el cuerpo de un lado a otro. La saeta se desprendió de la pared, entre crujido de azulejos y de yeso, y la joven se tambaleó en la ducha tirando del asta y sin dejar de gritar.
—¡Dios, Dios,
Dios mío
! —exclamó Jordan, sin poder moverse.
Layard lo empujó a un lado con el hombro, apretó el gatillo del lanzallamas y convirtió toda la ducha en una abrasadora y humeante olla a presión. Se interrumpió a los pocos segundos, para observar con Jordán el resultado. Se aclararon el humo negro y el vapor y el agua continuó chorreando, brotaba ahora de media docena de sitios donde se habían fundido las tuberías de plástico.
Dentro de la casa, Layard y Jordan había registrado minuciosa y sistemáticamente la planta baja y se dirigían ahora a la escalera principal de las plantas superiores. A su paso encendían las pálidas luces para iluminar un poco la penumbra. Se detuvieron al pie de la escalera.
—¿Dónde diablos está Roberts? —murmuró Layard—. No nos vendrían mal sus instrucciones.
—¿Por qué? —Jordán lo miró de reojo—. Sabemos contra qué nos enfrentamos… sobre todo. Y sabemos lo que hay que hacer.
—Pero deberíamos ser cuatro aquí.
Jordán apretó los dientes.
—Hubo follón allá fuera. Alguna dificultad, sin duda. En todo caso, ya deben de estar colocando explosivos en el sótano. No podemos perder tiempo. Dejemos las preguntas para más tarde.
En un estrecho rellano, donde la escalera se torcía en ángulo recto, había un gran armario empotrado, con la puerta entreabierta. Jordan apuntó hacia ella la ballesta, pasó de lado y continuó subiendo la escalera. No escurría el bulto; sabía, simplemente, que si había algo malo allí dentro, Layard daría cuenta de ello con un chorro de ruego líquido.
Layard comprobó que estuviese abierta la válvula del lanzallamas, apoyó el dedo en el gatillo y abrió la puerta con la punta del pie. Dentro… todo estaba oscuro.
Esperó a que sus ojos se acomodasen a la oscuridad y entonces vio un interruptor en la pared, junto a la puerta. Alargó una mano, pero la retiró. Avanzó un paso y empleó la boca de la manguera para accionar el interruptor. Se encendió una luz y el interior del armario adquirió un vivo relieve. En el fondo… ¡una figura alta! Layard respiró hondo, abrió a medias la boca y dilató los labios en un rictus de pavor. A punto estaba de apretar el gatillo, cuando enfocó la mirada y vio que no era más que un viejo impermeable que colgaba de una percha. Tragó saliva, llenó de aire los pulmones y cerró la puerta sin ruido.
Jordan estaba en el descansillo del primer piso. En el centro y bajo sendos arcos, vio dos puertas cerradas; también pudo ver un pasillo con otras dos puertas antes de doblar una esquina. La más próxima debía estar a ocho pasos, y la otra, a unos doce. Volvió al rellano y se acercó a la primera puerta, hizo girar el pomo y la abrió de una patada. Era un lavabo, con una ventana alta que dejaba entrar una luz gris.
Jordan se volvió a la segunda puerta y la abrió de igual manera. Había allí una gran biblioteca, que pudo abarcar de una mirada. Entonces, al oír que Layard subía la escalera, echó a andar por el pasillo; pero se detuvo de pronto para aguzar el oído. Oyó… ¿agua? ¿El silbido y el borboteo de un grifo?
¡Una ducha! Aquel ruido venía de la segunda habitación del pasillo. ¿Un cuarto de baño? Miró hacia atrás. Layard estaba en lo alto de la escalera. Se miraron. Jordan señaló hacia la primera puerta y, después, a Layard, para indicarle que se encargase de aquella habitación. Luego se golpeó el pecho con el dedo pulgar y señaló la segunda puerta.
Avanzó, cauteloso, con la ballesta levantada a la altura del pecho y apuntando al frente. El ruido de agua se hizo más fuerte, y… ¿una voz? Una voz de muchacha…, ¿cantando? Al menos tarareaba. Una monótona melodía…
En
esa
casa, a
esa
hora, ¿una joven tarareando sola en una ducha? ¿O era una trampa?
En el suelo de la ducha yacía el cuerpo de Helen Lake, con las facciones destrozadas, los restos de sus cabellos humeantes, mientras la piel se desprendía en largos jirones.
—¡Que Dios nos valga! —jadeó Jordan, y se volvió para vomitar.
—¿Dios? —gruñó aquella cosa en la ducha, con una voz que parecía surgir de un abismo—. ¿Qué dios?
¡Sanguinarios y negros bastardos!
Aunque parezca imposible, se levantó y dio un paso a ciegas hacia adelante.
Layard la abrasó de nuevo, pero más por compasión que por temor. Dejó que rugiese su lanzallamas hasta que el fuego rebotó desde la ducha y amenazó con quemarlo también a él. Entonces apagó el arma y retrocedió en el pasillo hasta llegar junto a Jordan, que estaba vomitando por encima de la baranda de la escalera.
Desde abajo, llegó hasta ellos la voz inquieta de Roberts.
—¿Ken? ¿Trevor? ¿Qué sucede ahí?
Layard se enjugó la frente.
—Hemos… matado a la chica —murmuró, y después lo gritó—: ¡Hemos matado a la chica!
—Nosotros hemos matado a su madre —repuso Roberts— y al perro de Bodescu. Ahora sólo quedan Bodescu y su madre.
—Aquí arriba hay una puerta cerrada con llave —gritó Layard—. Me pareció oír a alguien dentro.
—¿No puedes derribarla?
—No; es de roble, y muy gruesa. Podría quemarla…
—No hay tiempo para eso. Y si hay alguien dentro, está perdido. El sótano ha sido minado. Ahora bajad, ¡y daos prisa! Tenemos que salir de aquí.
Layard arrastró a Jordán escalera abajo, mientras gritaba:
—¿Dónde diablos has estado tú, Guy?
—Trabajando por mi cuenta. Trask está sin conocimiento, pero se pondrá bien. ¿Que dónde he estado yo? Comprobando toda la planta baja.
—Una pérdida de tiempo —gruñó Jordan, por lo bajo.
—¿Qué? —dijo Roberts, levantando más la voz.
—¡He dicho que aquí hemos terminado! —chilló Jordan, innecesariamente, pues habían llegado al pie de la escalera y Roberts los empujaba hacia el vestíbulo y la puerta abierta de la casa…
Simon Gower y Harvey Newton habían bajado al sótano por la dependencia exterior, con sus estrechos peldaños y la rampa central. Cargados con casi cien kilos de explosivos entre los dos, había encontrado averiadas las luces, por lo que había tenido que emplear sus linternas de bolsillo. El sótano estaba oscuro y silencioso como un sepulcro y parecía extenderse como una catacumba. Los dos hombres caminaban juntos, depositando paquetes de termita y de plástico explosivo dondequiera que encontraban paredes de soporte o arcos reforzados, y aunque lo hacían con precaución, pronto dejaron bien repartida su carga en el lugar. Newton llevaba un pequeño bidón de gasolina, que fue vertiendo de una carga a otra, hasta que todo el sótano olió a aquel carburante volátil.
Cuando estuvieron convencidos de que habían explorado y minado todo el lugar (y satisfechos por no haber encontrado nada peligroso), volvieron sobre sus pasos, en dirección a la salida. En un sitio que calcularon estaría tal vez debajo del centro de la casa, depositaron su última carga. Entonces Newton derramó el resto de la gasolina hasta el pie de la escalera del edificio exterior, mientras Gower comprobaba de nuevo las cargas que habían colocado, para asegurarse de que estaban debidamente cebadas.
Ya en la escalera, Newton tiró su bidón vacío, se volvió y miró hacia la oscuridad. Pudo oír la ronca respiración de Gower detrás de una esquina y comprendió que éste se hallaba entregado por entero a su tarea. La linterna de Gower proyectaba rayos de luz aquí y allá, mientras él trabajaba.
Roberts se plantó en lo alto de la escalera y gritó:
—¿Newton? ¿Gower? Podéis subir cuando queráis. Nosotros estamos listos. Los otros se han apostado alrededor de la casa y están esperando. Se ha levantado la niebla. Así, si algo trata de escapar, podremos…
—¿Harvey? —La voz trémula de Gower brotó de la oscuridad, en un tono mucho más alto de lo que habría sido normal—. Harvey, ¿has sido tú?
Newton le respondió, también a gritos:
—No; ha sido Roberts. Date prisa, ¿quieres?
—No, no Roberts. —Gower jadeaba ahora, casi murmuraba—. Es otra cosa…
Roberts y Newton se miraron, abriendo mucho los ojos. El suelo tembló. Gower gritó, dentro del sótano.
Roberts bajó hasta la mitad de la escalera y chilló:
—Simon, ¡sal de ahí! ¡Deprisa, vamos!
Gower gritó de nuevo; un chillido de animal atrapado.
—¡Está aquí, Guy! ¡Oh, Dios mío, está aquí!
¡Debajo del suelo!
Newton hizo ademán de ir en su busca, pero Roberts alargó una mano y lo agarró del cuello de la chaqueta. El suelo temblaba ahora con fuerza y salían nubes de polvo de la boca del viejo sótano. Se oían sonidos extrañísimos y otros ruidos quizá producidos por Gower en su agonía. Empezaron a desprenderse ladrillos del mortero de las paredes que caían sobre los lados de la rampa.
Newton empezó a retroceder en los peldaños inestables, con Roberts tirando de él desde arriba. Cuando estuvieron en lo alto de aquéllos, vieron una nube de polvo y cascotes que salía de la entrada del sótano, y entonces se desprendió la puerta de sus herrumbrosos goznes y cayó al pie de la rampa, en un montón de tablas destrozadas.