Utopía (57 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

BOOK: Utopía
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—¿Esos son los contenedores donde los guardan? —preguntó Warne señalándolos.

—Efectivamente. Como puede ver, están separados por la distancia señalada por las normas de Seguridad federales. En realidad, todo aquí cumple las normas en vigor o incluso las supera. Excepto por una cosa. —Caminó hasta una puerta en el lado opuesto del depósito y giró el pomo—. ¿Lo ve? —dijo con el entrecejo fruncido—. Cerrada.

¿Qué importancia tiene?

—Tiene una cerradura electrónica. Una medida de seguridad mientras cargan el camión blindado. Es una flagrante violación de las normas de salidas múltiples. Me he quejado en repetidas ocasiones, pero siempre me contestan que es solo durante diez minutos, una vez a la semana. Cuando cierran la cámara acorazada y el camión se pone en marcha, se abre la cerradura. Así y todo, es una violación. —De pronto, Smythe miró a Warne como si se le acabase de ocurrir una idea—. Quizá usted pueda pedir a las personas indicadas que respeten la norma.

«Así que el camión todavía está aquí», pensó Warne. Se dirigió a Smythe y le rogó con un tono apremiante:

—Por favor, dígame cuáles son los depósitos donde guardan…

—Las bengalas más potentes —dijo el experto, que acabó la frase por él.

Warne asintió. Smythe frunció los labios en un gesto de reproche, pero llevó a los dos hombres hacia la hilera de contenedores. Tuercas los siguió, a una velocidad menor de la habitual, mientras movía las cámaras para trazar un plano del lugar.

Smythe se detuvo delante del cuarto contenedor y sacó las llaves del bolsillo. Había un felpudo en el suelo, un interruptor blindado en la puerta y un cartel naranja que decía «Explosivo 1.3 g».

Smythe quitó el candado, encendió la luz y, tras abrir la pesada puerta metálica, entró en el contenedor. Warne lo siguió. Había un higrómetro en el suelo y varias tiras de mechas colgadas del techo. Unas estanterías de madera ocupaban los dos costados. En los estantes descansaban docenas de cajas de cartón marcadas con etiquetas idénticas: «Bengalas UN-0771. Manipular con cuidado. Mantener apartado del fuego». En el lateral de cada caja habían escrito con rotulador negro una larga serie de números. Al fondo del contenedor, Warne vio una gran cantidad de tubos que parecían estar hechos de cartón pintado de negro. La boca de los tubos estaba cerrada con una tapa de color, según un código cromático que indicaba la longitud de los tubos.

Smythe se acercó a una de las estanterías y fue leyendo los números de serie escritos en las cajas hasta dar con la que buscaba. La sacó de la estantería, la depositó en el suelo y la abrió con mucho cuidado. En el interior, sellados en bolsas de plástico individuales, había varios paquetes esféricos.

—Estas son las bengalas para exteriores —explicó el experto—. Para los espectáculos que se ofrecen cuando cierra el parque, por encima de la cúpula. —Cogió uno de los paquetes y con mucha precaución lo sacó de la bolsa. Sosteniéndolo a la luz, lo hizo girar en sus manos, como si buscara alguna rotura en el envoltorio de papel. Luego se lo entregó a Warne.

Era muy pesado. Mientras lo sopesaba, Warne vio que tenía una mecha de papel retorcido sujeta con un cordel blanco. Había varias etiquetas pegadas en el envoltorio. Una de ellas decía: «Atención: muy peligroso. Solo para uso profesional».

—Es un sauce dorado —dijo Smythe—. No es muy brillante, pero sí que alcanza una gran altura antes del estallido, aproximadamente unos trescientos metros, y es muy espectacular. Lleva una gran carga impulsora de pólvora negra y se dispara con un mortero de veinticinco centímetros.

Warne se apresuró a devolverlo. Smythe lo dejó en el suelo junto a la caja y después se adentró en el contenedor.

—Aquí tenemos los dobles crisantemos, unas bengalas muy grandes que se utilizan combinadas con otras en el gran final. —Se volvió hacia las estanterías opuestas y señaló las cajas—. Estos son los dragones de plata, que tienen una carga de aluminio o magnesio. El magnesio en particular es muy brillante y arde con una temperatura muy alta. Es el acompañamiento perfecto para las tracas.

—Tracas —repitió Warne—. Las mencionó antes.

Smythe se quitó las gafas y las limpió. Después les indicó con un gesto que lo siguieran.

Salió del contenedor y caminó a lo largo de la hilera. Se detuvo delante de otro de los contenedores, quitó el candado, y entraron. Tuercas se quedó junto a la puerta, y comenzó a moverse atrás y adelante mientras emitía un zumbido electrónico.

Las paredes del contenedor estaban forradas con paneles de madera. Aquí no había estanterías, sino hileras de cajas metálicas, idénticas a las de munición, apiladas en el suelo de dos en fondo.

—Tracas —dijo Smythe, al tiempo que abría una de las cajas—. Solo contienen pólvora. Nada de luces ni estrellas: solo un terrible estruendo. Muy brutal y potente. Son las favoritas de los pirotécnicos españoles.

—Pólvora. —Warne miró los paquetes cilíndricos guardados en la caja—. Solo pólvora.

—Así es.

En aquel momento, se escuchó un pitido.

—Es el aviso de la cámara —les explicó Smythe—. Eso significa que se ha cerrado la cámara acorazada y que la salida de emergencia esta abierta. Si no me equivoco, dentro de un par de minutos oiremos el aviso de todo despejado. En cuanto el camión blindado haya salido del subterráneo.

—¿Salido? —exclamó Warne. Señaló la caja—. Vamos a tener que pedirle prestadas unas cuantas de estas.

El experto lo miró, desconcertado.

—¿Cómo ha dicho?

—También algunos de los proyectiles del otro contenedor. Los sauces dorados, los morteros.

—¿Prestadas? —repitió Smythe.

—¡Vamos, hombre! ¡Muévase!

Smythe cogió unas cuantas tracas, salió del contenedor y se dirigió al primero.

—¿Cuánto tiempo nos queda antes de que se marche el camión blindado? —le preguntó Warne a Peccam.

—La verdad es que no lo sé. No mucho. Si ya han cerrado la cámara acorazada, eso significa que el camión ya está en el camino de salida.

—¡Mierda! —Por un momento, Warne se dejó llevar por la desesperación—. Escuche, usted sabe lo que pretendo hacer, ¿no?

—Eso creo —respondió Peccam.

—¿Está de acuerdo en que no tenemos otra alternativa?

Peccam asintió lentamente.

—Tengo que ir con Smythe, conseguir que me dé lo que necesito. Quizá todavía tengamos tiempo, esperemos que así sea. Mientras tanto, hay algo que necesito que haga. —Se desabrochó el ecolocalizador de la muñeca—. Este es el emisor de la señal que sigue Tuercas. —Se lo dio a Peccam—. Si se lo ordenó, lo seguirá dondequiera que esté.

El técnico cogió el ecolocalizador con cautela, casi como si Warne le hubiese dado uno de los explosivos. Tuercas, que esperaba junto al contenedor, observaba la transferencia con gran interés.

—¿Sabe que hacer con él?

Peccam asintió de nuevo.

—Entonces adelante. Corra. No se arriesgue más de lo necesario. Haré que Smythe me diga dónde colocarme. Si es que todavía hay tiempo, si no es demasiado tarde, nos veremos allí.

El técnico asintió en silencio. La expresión en su rostro pálido era grave pero decidida. Se volvió y, sin decir palabra, corrió hacia la puerta de emergencia. Warne salió del contenedor.

—Vamos, chico —le dijo a Tuercas con un tono cariñoso.

Consultó su reloj. Eran las cuatro y veinte.

16:24 h.

La última bolsa cargada con los fajos de billetes ya estaba guardada en los cofres del camión blindado; habían acabado la lista de verificaciones y comprobado el monto transferido. Con una gran sonrisa, Earl Crowe agitó una mano para despedirse de los hombres de la sala de control. Verne le devolvió el saludo. Crowe subió al camión por el lado del pasajero y cerró la puerta. Verne tecleó las órdenes, y la enorme puerta de acero se movió para volver a la posición original. Quedaba así abierto el pasillo mientras que la cámara de transferencia y la cámara acorazada, ya vacía, se cerraban. El pitido que avisaba del final de la operación quedó ahogado por el ruido del motor.

Con un último gesto de despedida, el conductor puso el camión en marcha y avanzó lentamente por el pasillo de acceso. Unos cincuenta metros más adelante, más allá de la suave curva del pasillo, había un cruce, y a otros cincuenta, el último puesto de vigilancia.

Después llegarían al aparcamiento, a la carretera de servicio que llevaba desde la meseta hasta la autopista 95, y a un número infinito de posibilidades.

Pero el camión no continuó su viaje por el pasillo. No había recorrido más que unos pocos metros cuando aminoró la marcha y avanzó muy despacio hasta situarse en un punto donde tapaba el campo visual de dos cámaras de seguridad, y entonces se detuvo.

Casi en el acto, se abrió una puerta en la pared. Golpeó suavemente contra la caja del camión, y se abrió la puerta lateral del vehículo.

John Doe fue el primero en aparecer. Miró a ambos lados, se arregló la chaqueta, subió los escalones y entró en el camión. De inmediato lo siguió otra figura. Era Béisbol, vestido con la misma cazadora de cuero que había llevado por la mañana en su encuentro con Tom Tibbald en la furgoneta. También él miró en ambas direcciones con sus ojos almendrados antes de desaparecer en el interior del camión. El último en aparecer fue el joven pirata informático, Cascanueces. Tenía el rostro amoratado y cortes que sangraban en los nudillos de una mano, como si se los hubiese cortado con un objeto filoso o unos dientes. Cargaba con una bolsa que arrojó al interior del camión antes de cerrar la puerta y reunirse con los demás.

John Doe pasó junto a Earl Crowe para entrar en la caja. Crowe lo miró mientras John Doe abría uno de los cofres, observaba el contenido y luego pasaba las manos por los fajos de billetes que llenaban los estantes.

—Como dijo George Bernard Shaw. —Comentó John Doe, mientras cerraba el cofre—, la falta de dinero es la fuente de todos los males. Creo que esto nos ayudará a que seamos unos chicos muy buenos durante mucho, mucho tiempo.

—¿Tienes los discos? —preguntó Crowe.

John Doe asintió, al tiempo que daba una palmada en el bolsillo de la chaqueta con una expresión distraída.

—Búfalo de Agua no se presentó en el punto de reunión. ¿Se ha comunicado?

El conductor, Heladero, sacudió la cabeza. Escuchó una llamada en los auriculares y apretó la tecla del micrófono.

—AAS Nueve Eco Bravo, adelante.

—Nueve Eco Bravo, aquí Utopía Central. Vemos que se ha detenido en el pasillo. Ha sonado el aviso de la cámara acorazada, y estamos esperando para dar la señal de todo despejado.

Informe el motivo de la demora. Cambio.

—Utopía Central, nada importante. Se ha calado el motor. Creo que se ha tapado la toma de aire. Estamos intentando destaparla. Cambio.

—Nueve Eco Bravo, comprendido. Si persiste el problema, tendrá que intentar repararlo en el exterior. Repito, en el exterior.

—Utopía Central, no es nada importante. Nos pondremos en marcha dentro de unos segundos.

Heladero apagó la radio y miró por el espejo retrovisor.

—He controlado las comunicaciones internas de seguridad —dijo—. La noticia de lo sucedido en la Estación Omega ha llegado al nivel C. Los nativos comienzan a inquietarse.

—No tiene importancia —afirmó John Doe—. Le daremos a Búfalo de Agua un par de minutos más. Después nos iremos.

—¿Quieres que baje y abra el capó? —preguntó Crowe.

John Doe sacudió la cabeza.

—No es necesario. Las cámaras están neutralizadas, ¿no?

El conductor miró a través del cristal blindado del parabrisas, después por el espejo retrovisor y por último por el espejo colocado en el guardabarros.

—Afirmativo —respondió. Después se dedicó de nuevo a escuchar las conversaciones de los guardias de Utopía.

Así fue como no vio al hombre —en realidad, poco más que un muchacho, pecoso, asustado, con los ojos llorosos y la nariz casi tan roja como sus cabellos— que salió sigilosamente por una puerta de emergencia situada detrás del vehículo y sujetó algo que parecía un reloj de pulsera muy grande en la parte interior del parachoques trasero, antes de marcharse con el mismo sigilo por donde había venido.

16:24 h.

Warne avanzó por el pasillo a la mayor velocidad que le permitía la prudencia. Debajo de un brazo llevaba media docena de morteros, unos tubos negros con números en los extremos que indicaban la capacidad de carga. Debajo del otro cargaba una variedad de proyectiles envueltos en bolsas de plástico. Los tenía bien sujetos. Smythe le había advertido, con muchos detalles a cuál más desagradable, lo que podía suceder si alguno de los paquetes se le caía y golpeaba violentamente contra el suelo.

Detrás lo seguía el experto, con una brazada de las voluminosas tracas y varias cosas más que Warne no sabía qué eran. Tuercas cerraba la marcha. No avanzaba con la rapidez habitual, porque se lo impedían las cuatro pesadas cargas sujetas a su aparato locomotor, y arrastraba cuatro largas mechas de papel retorcido como la cola de un vestido.

El pasillo se hallaba desierto. Warne se fijó vagamente en que las puertas que daban al pasillo —correspondientes a almacenes donde se guardaban equipos y material de trabajo, y a una subestación de filtrado de agua— eran lugares poco visitados y, por lo tanto, el cierre del pasillo durante la recogida de la recaudación semanal no los afectaba. Como ya había sonado el aviso de que la cámara acorazada estaba cerrada, habían accedido a la zona restringida gracias el pase de Smythe.

Pero el personal no podría utilizar el pasillo hasta que sonase la señal de todo despejado.

—¿Está seguro de que es por aquí? —preguntó Warne por encima del hombro.

Smythe, que jadeaba a más no poder y tenía problemas para sujetar la carga, no le respondió. Warne volvió la cabeza para mirarlo. En el rostro del experto se reflejaban varias emociones, entre las que destacaba la preocupación. Se preguntó que habría hecho el hombre de haberle explicado el plan en detalle. ¿Habría aceptado que era la única alternativa o se habría negado en redondo?

Mientras corrían, el olor comenzó a notarse en el aire frío e inodoro del subterráneo; el hedor de los humos de un motor Diesel. «¿Hemos llegado tarde?», se preguntó Warne con un súbito espasmo de ansiedad. Ya hacía rato que debería haber sonado el aviso de todo despejado. Sin duda, John Doe y sus muchachos tendrían prisa por marcharse. Si ya se habían hecho con el dinero, ¿qué sentido tenía que siguieran allí?

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