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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Thriller

Utopía (22 page)

BOOK: Utopía
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—¿Alguna vez se revisaron más temprano?

—Sí era algo de alta prioridad, los revisábamos primero.

—¿Eso sería?

—Alrededor de las nueve y media. Inmediatamente después de la descarga.

—Inmediatamente después de la descarga —repitió Warne—. Ahí lo tienes. Por eso solo viste el código alterado en la atracción de Notting Hill. No en las demás.

—Creo que no lo entiendo.

—Estoy seguro de que, si revisáramos las instrucciones internas de Currante, también lo veríamos. ¿Cielos, no lo ves? Todo el resto tuvo que haber sido…

En aquel momento llamaron a la puerta.

—¡Pase! —gritó Terri.

Se abrió la puerta, y un hombre alto y delgado vestido con una bata de laboratorio entró con una carretilla. En la carretilla había una caja metálica del tamaño de una caja de zapatos, con un manojo de cables multicolores en un extremo: la unidad procesadora central de Currante. A su lado había un robot. Warne vio que era el último modelo de los robots dotados con un sistema autónomo que se utilizaban en las tareas de mantenimiento sencillas. La tapa estaba partida y quemada, como si alguien la hubiese cortado con un soplete.

Tuercas movió la cabeza hacia los recién llegados. Emitió un sonido ronco y comenzó a moverse hacia la carretilla.

—Tuercas, no perseguir —dijo Warne con voz bien clara; El robot se detuvo.

—¿Qué hace esto aquí? —preguntó Terri.

—La señorita Boatwright me dijo que los trajera para un tal doctor Warne. Dijo que lo encontraría aquí. —El hombre delgado miró a Warne. Estaba pálido y procuraba no llamar la atención de Tuercas—. ¿Es usted?

—La caja es el cerebro de Currante —dijo Warne—. Ya te expliqué cómo me atacó. Tuve que apagarlo manualmente. No sé qué es el otro.

—Es del espectáculo de la Torre del Grifo —contestó Terri. Miró al técnico—. ¿Qué hace aquí? —insistió.

El hombre se humedeció los labios.

—El láser se volvió loco durante la función de la una y veinte.

—¿Qué?

—Una sobrecarga. El rayo le atravesó la cara a un tipo.

Terri se sacudió como si la hubiesen abofeteado. Se acercó a la carretilla y después se detuvo, como si fuese incapaz de tocar al robot.

—Oh, Dios mío. Yo lo programe. Yo… —Miró a Warne con una expresión de horror.

Pero Warne no se dio cuenta. Su mente estaba muy lejos.

13:47 h.

Sarah Boatwright esperó. En el teléfono no se oía nada, ni siquiera el ruido de la estática.

Cuando la espera se le hacía ya eterna, se oyó de nuevo la grave voz de Chuck Emory.

—¿Explosivos de gran potencia?

—Así es, señor Emory.

—¿Está segura?

—Ahora mismo tengo una carga en mi mesa.

—¿Cómo dice?

—Bob Allocco la encontró. Sin detonador. La dejaron para enviarnos un mensaje.

—Menudo mensaje. ¿Está segura de que no es una broma?

—Allocco dice que esta vez es un explosivo de verdad, y, desde luego, tampoco fueron bromas el fallo con el robot que disparó el láser y el accidente en la atracción de Notting Hill.

Hubo otro silencio. Mientras esperaba, Sarah dudaba sobre la conveniencia de haber metido a Emory en todo esto.

Pero se recordó a sí misma que no podía hacer nada, en ningún sentido, sin hablar primero con Emory.

Si Eric Nightingale había sido el genio creador de Utopía, Charles Emory III era el hombre que había tomado la idea de Nightingale y le había dado vida. Tras la muerte del mago, Emory había pasado de ser el director financiero a presidente ejecutivo de la Utopía Holding Company. Gracias a él, los inversionistas habían seguido adelante con el proyecto.

Eran muchos quienes le otorgaban a Emory el mérito de haber salvado el parque, de haber continuado con su desarrollo a pesar de la tragedia. Otros —los puristas de Utopía, o personas que, como Andrew Warne, se habían sentido atraídas por la visión original de Nightingale— opinaban de otra manera. Creían que Emory se habían vendido, que había cogido el sueño de Nightingale para mancillarlo con el más descarado mercantilismo.

Emory había añadido las montañas rusas, las franquicias y lo más grave de todo: los casinos. Nightingale había planeado una única y pequeña sala de juegos en Paseo, donde los visitantes podrían jugar en las tragaperras de principios de siglo
XX
con monedas de cinco centavos. Emory había reemplazado el pintoresco Salón de Juegos por cuatro grandes casinos donde se apostaba con dinero de verdad.

Sarah respetaba la visión empresarial de Emory. Sabía que las entradas solo cubrían la mitad de los gastos del parque. El resto se conseguía a través de la comida, la bebida, los artículos de recuerdo, las franquicias y, sobre todo, los casinos, una realidad que Nightingale nunca había sido capaz de aceptar. Así y todo, a Emory había que reconocerle el mérito de haber visto las nuevas tendencias —como la tecnología holográfica— y haberse apresurado a aprovecharlas para obtener beneficios. Sabía cómo dirigirlo todo a distancia, y permitía que los diseñadores creativos y los administradores se ocuparan de las operaciones del parque. En cambio, no tenía la misma eficiencia a la hora de enfrentarse a una crisis. Hasta el momento solo de había producido una —un aparente brote de salmonela en Camelot que había resultado ser infundado pero su indecisión cuando era imperativo emprender una acción seguía muy presente en la memoria de Sarah.

No estaban en condiciones de permitirse vacilaciones, cuanto más lo pensaba, más se convencía de que era necesaria una acción inmediata.

—¿Sabe cuántas personas están involucradas? —preguntó Emory.

—No. A juzgar por las apariencias, es una operación muy bien planeada, y no habrían podido hacerla sin la ayuda de alguien que pertenece al parque.

—¡Dios bendito! ¿Se sabe quién?

—Todavía no. Pero todo indica que la persona trabaja en Seguridad o en Sistemas.

—¿Quiénes son estas personas? ¿Fanáticos? ¿Gente de alguna secta?

—No lo creo. Acabo de hablar por radio con su portavoz. Me dijo qué quieren.

—¿Qué es?

—El Crisol, señor Emory.

De nuevo reinó el silencio en la línea. Luego Sarah oyó, o le pareció oír, cómo su interlocutor soltaba el aliento.

—El Crisol —repitió la voz.

—Sí. Todo el código fuente, las imágenes, todo.

Más silencio.

—Podemos copiarle todo en un CD —añadió Sarah—. Claro que, primero, para descodificar las instrucciones necesitaremos las tres claves digitales, la suya, la de Fred Barksdale y la mía.

—¿Le dijeron que pasaría si no aceptamos?

—Fue muy explícito al respecto. Afirmó que volaría las atracciones y los restaurantes, que atentaría contra las colas, que mataría a centenares de personas.

—¿Es posible localizar los artefactos explosivos, desconectar los robots, evacuar a los visitantes?

—Nos han advertido que hacer cualquiera de esas cosas provocaría una represalia inmediata. Dijo que están vigilando los trenes, e insinuó que han colocado cargas explosivas en ellos. Además, tenemos que entregarles el código dentro de media hora. No hay tiempo para llevar adelante una acción a gran escala.

—Me hago cargo. ¿Quién más está enterado de todo esto?

—Los jefes de los equipos de seguridad están en alerta. Pero solo Bob Allocco y Fred Barksdale conocen todos los detalles.

—Intentaremos que continúe así el máximo de tiempo posible. —Sarah escuchó el crujir de una silla—. Sarah, hay algo que no acabo de entender. El Crisol es una tecnología muy fácil de descubrir. Nadie se atrevería a utilizarla. Si vemos que aparecen hologramas como los nuestros en otro parque, o en algún espectáculo de Las Vegas, sabremos inmediatamente quien es el culpable.

—Fred Barksdale tiene una teoría al respecto. No cree que estos tipos vayan a utilizar el Crisol en un espectáculo.

—¿A qué se refiere?

—Según Fred, la tecnología del Crisol se puede modificar para otros usos. Se podrían reproducir los hologramas utilizados como sellos antipiratería en los programas informáticos y los DVD. Incluso cree que van detrás de algo todavía más grande. Quizá un nuevo superbillete.

—¿Un superbillete?

—Así llaman al billete falso de cien dólares que entró en circulación hace un par de años atrás. ¿Lo recuerda? Eran casi perfectos. Nadie descubrió nunca quién los hizo. A la vista de la calidad de la falsificación, dedujeron que solo podía haberlos impreso una potencia intermedia, 0 un estado terrorista. La gente del Tesoro se llevó tal susto que cambiaron los billetes. Incluyeron marcas de agua holográficas, tintas especiales, hilos de seguridad.

Cosas que… —Se interrumpió.

—Cosas que el Crisol podría reproducir si se lo programa para ello.

—Es una teoría. Fred opina que también pueden querer el Crisol para aplicaciones militares: crear falsos rastros de calor o imágenes de radar capaces de despistar a los misiles inteligentes, esa clase de cosas. Ya sabe el interés del gobierno por hacerse con nuestras patentes.

—¿Fred le explicó lo difícil que sería hacerlo?

—No es tanto el código sino la potencia necesaria para el procesamiento. Reproducir hologramas pequeños es algo relativamente sencillo. Para hacer las cosas que cita Fred, se necesita tener acceso a los superordenadores. Muchos. Se necesitan los recursos de una potencia intermedia.

—O de un estado terrorista.

Emory guardó silencio, y a Sarah le pareció oír como su mente analizaba las opciones. Era el hombre del dinero; estaría transformándolo todo a términos económicos. Tal monto por la pérdida de la tecnología, tal otro por los daños colaterales que dicha pérdida podía causar, tanto por la muerte de diez o veinte visitantes. Si se pensaba de esa manera, la ecuación resultaba bastante sencilla.

—¿Qué garantías le dio el contacto si les entregamos el código fuente?

—Ninguna. Solo dijo que, si hacemos lo que nos pide, no habrá muertos. Se marcharan.

Volveremos a tener el control del parque.

De nuevo se oyó la respiración, otro crujido de la silla.

—Me gustaría escuchar su opinión, Sarah. Usted está en el lugar, habló con el portavoz.

Así que Emory le estaba pidiendo su opinión. Sarah no sabía si era una buena señal o no.

—El tipo es osado, arrogante. Se sentó en mi despacho con una gran sonrisa, como di fuese el mandamás. —Al recordarlo, se reavivó su furia—. No le faltan recursos; al menos hasta donde hemos visto, y ese es precisamente el problema que Bob Allocco y yo hemos discutido. —Hizo una pausa.

—Adelante.

—Nuestra reacción inicial fue visceral: es un tipo peligro, más vale darle lo que quiere.

Pero entonces comenzamos a pensar ¿Qué hemos visto? Un arma, un paquete de explosivos, un par de radios. Quizá sean reales, quizá podrían ser imitaciones caras. En cambio no hemos visto a nadie más. Sabemos que debe de tener a alguien dentro; de otra manera no podría haber manipulado los robots y las cámaras de vigilancia. Pero, aun así, podrían ser solo dos personas. Quizá ya hemos visto todo lo que tiene, y el resto es un farol.

—Si no lo es, entonces estaremos en un grave aprieto.

—Es verdad. No obstante, el Crisol es el bien más preciado del parque. ¿Qué pasa si solo son dos hombres, con un timo muy bien montado? No podemos entregarlo sin pelear.

—Si hay una pelea, los visitantes serán las bajas.

—Eso es algo que no podemos permitir que ocurra. Pero incluso Roger Rabbit acabó por enfrentarse a la trampa de alquitrán. Allocco tiene un plan para interceptar a John Doe en el punto de entrega.

—Es un juego muy peligroso, Sarah. Si las cosas salen mal…

—Bob lo hará con todas las precauciones. Hará que sigan a John Doe, lo mantendrá vigilado hasta que salga del parque.

Recuperará el disco con el Crisol. Si resulta que John Doe tiene un equipo y que están fuertemente armados, nos retiraremos inmediatamente y avisaremos a la policía para que intervenga.

Todo esto solo cuando hayan salido, lejos del parque.

Emory no hizo ningún comentario.

—Solo hay otras dos alternativas —continuó Sarah, tras esperar unos segundos—.

Consideramos que es un farol y nos negamos a darle el disco, o se lo entregamos y dejamos que se marche tranquilamente, con nuestro tesoro en el bolsillo.

Se oyó un suspiro.

—¿Confía usted en Allocco para que lo haga? Ya sabe a lo que me refiero.

Sarah lo sabía. Entre todo el personal de Utopía, solo ella y Emory sabían que Bob Allocco había dejado la policía de Boston diez años atrás debido a los problemas que había tenido por ser un jugador compulsivo.

—Esta operación es decisión mía y asumo toda la responsabilidad. Sí, confío en Allocco. Lo que pasó fue hace mucho tiempo. Además, a estas alturas, creo que no tenemos otra alternativa.

Esta vez el silencio se prolongó tanto que Sarah se preguntó si no se habría cortado la comunicación.

—Solo nos quedan veintiséis minutos —añadió—. Necesito su clave digital si vamos a copiar el disco.

Continuó el silencio.

—Señor Emory, necesito una respuesta.

El presidente ejecutivo de Utopía respondió finalmente.

—Déselo. Que Allocco coloque su trampa de alquitrán, y, por amor de Dios, tenga mucho cuidado.

13:50 h.

En el mostrador de la heladería del restaurante Osa Mayor, un empleado vestido con un mono color cobre preparaba un batido de chocolate, plátano y leche malteada. Era primera hora de la tarde, y los numerosos clientes miraban perplejos al empleado, mientras se preguntaban qué podría haberle pasado al robot que habían ido a ver. En las alturas, Júpiter llenaba el espacio, una gran mancha roja que giraba sobre su eje, brillante como un grano inflamado. Los altavoces de Calisto, disimulados entre las salidas del aire acondicionado y los falsos tabiques, transmitían una música ambiental electrónica que se mezclaba con las voces de los adultos y los gritos de deleite de los niños.

Delante de un gran portal circular, a unos cien metros de la heladería, se oían gritos más estridentes. Esta era la entrada al Viaje Galáctico, el «puerto de acceso», como lo llamaban los acomodadores. Se trataba de una atracción nueva, creada por el equipo de diseñadores después del fallecimiento de Nightingale. La mayoría de las atracciones de Calisto resultaban demasiado fuertes para los más pequeños, así que habían creado el Viaje Galáctico. Consistía en el típico paseo por un túnel a oscuras, donde las pequeñas vagonetas se movían por unos raíles al tiempo que a su paso aparecían imágenes en movimiento de asteroides, cometas y estrellas.

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