Espalda
: La vida misma es mi apoyo. Confío en el Universo. Libremente brindo amor y confianza. Parte inferior de la espalda: confío en el Universo. Soy valeroso e independiente.
Cerebro
: La vida es, en su totalidad, cambio. Mis pautas de crecimiento se renuevan siempre.
Cabeza
: Paz, amor, júbilo, calma. Me relajo abandonándome al fluir de la vida y dejo que ella fluya fácilmente a través mío.
Oídos
: Estoy atento a Dios. Oigo los gozos mismo en que estoy de la vida, porque formo parte de ella. Escucho con amor.
Boca
: Soy una persona decidida y persistente. Con buena disposición acojo las ideas y los conceptos nuevos.
Cuello
: Soy flexible y acepto de buen grado otros puntos de vista.
Hombros
:
Bursitis
: Descargo mi cólera de manera inofensiva. El amor libera y relaja. La vida es jubilosa y libre, y todo lo que acepto es bueno.
Manos
: Manejo todas las ideas con amor y suavidad.
Dedos de las manos
: Descanso en el conocimiento de que la sabiduría de la vida se encarga de todo.
Estómago
: Asimilo fácilmente las ideas nuevas. La vida coincide conmigo; nada puede irritarme, estoy en paz.
Riñones
: En todas partes busco solamente el bien. Las cosas son como deben ser. Estoy realizado.
Vejiga
: Me libero de lo viejo y doy la bienvenida a lo nuevo.
Pelvis
:
Vaginitis
: Las formas y los canales pueden cambiar, pero el amor jamás se extravía.
Menstruación
: Con equilibrio sobrellevo todos los cambios cíclicos. Bendigo con amor mi cuerpo. Todas sus partes son hermosas.
Cadera
: Avanzo jubilosamente con la ayuda del poder de la vida, acercándome a lo mejor para mí. Me siento seguro.
Artritis
: Amor. Capacidad de perdonar. Dejo que los demás sean ellos mismos, y yo soy libre.
Glándulas
: Estoy en un equilibrio total. Mi organismo está en orden. Amo la vida y me muevo libremente.
Pies
: Me afirmo en la verdad y avanzo con alegría. Tengo comprensión espiritual.
Este diagrama fue hecho por Meganne Forbes, valiéndose de
Heal Your Body
(Curar el cuerpo), libro de Louise L. Hay, publicado por ella misma en Nueva York, en 1979.
Los nuevos modelos mentales (afirmaciones positivas) pueden curar y relajar su cuerpo.
MI HISTORIA
«Todos somos uno.»
«¿Quiere contarme brevemente algo de su infancia?» He aquí una pregunta que he formulado a muchísimos clientes, y no porque necesite saber todos los detalles, sino porque quiero tener una visión general de su origen. Si ahora tienen problemas, los modelos mentales que los crearon se iniciaron hace largo tiempo.
Cuando yo tenía un año y medio, mis padres decidieron divorciarse. No recuerdo que aquello fuese tan malo, pero lo que sí recuerdo con horror es el hecho de que mi madre empezara a trabajar en una casa, haciendo trabajos domésticos, y me dejara a cargo de una familia amiga. Según cuentan, me pasé tres semanas llorando sin parar, y como las personas que me cuidaban no sabían qué hacer, mi madre tuvo que venir a buscarme y disponer las cosas de otra manera. Hoy admiro de cómo consiguió salir adelante sin respaldo alguno, pero entonces lo único que sabía, y que me importaba, era que no me prestaba la afectuosa atención a que yo estaba acostumbrada.
Jamás he podido saber si mi madre amaba a mi padrastro, o si simplemente se casó con él para que ella y yo pudiéramos tener un hogar. Pero la decisión no fue acertada. Aquel hombre se había criado en Europa, en un hogar muy germánico y con mucha brutalidad, y nunca llegó a entender que hubiera otra manera de llevar adelante una familia. Mi madre volvió a quedar embarazada y después, cuando yo tenía cinco años, sobrevino la depresión de 1930 y las dos, junto con mi hermana, nos encontramos confinadas en una casa donde reinaba la violencia.
Para completar el cuadro, fue también por aquella época cuando un vecino, un viejo borracho, me violó. Todavía recuerdo con total nitidez el examen médico y el proceso, del que yo, como testigo principal, fui la estrella. Al hombre lo sentenciaron a quince años de prisión, y como a mí me repitieron insistentemente que «la culpa era mía», me pasé muchos años temiendo que cuando lo dejaran en libertad vendría a vengarse de mí por haber tenido la maldad de enviarlo a la cárcel.
La mayor parte de mi niñez la pasé aguantando malos tratos físicos y sexuales, y haciendo además los trabajos más duros. Mi imagen de mí misma se deterioró cada vez más, y no parecía que hubiera muchas cosas que me fueran bien. Por cierto, empecé a expresar esa misma pauta en el mundo exterior.
Cuando estaba en cuarto grado hubo un incidente típico de lo que era mi vida. Un día teníamos una fiesta en la escuela, y se sirvieron varios pasteles. La mayoría de los niños, salvo yo, eran de familias de clase media, de posición desahogada. Yo andaba mal vestida, con el pelo mal cortado y unos viejos zapatos negros, y olía a ajo: todos los días tenía que comer ajo crudo, «por las lombrices». En casa, jamás comíamos pasteles, porque no podíamos permitírnoslo. Había una anciana vecina que todas las semanas me daba diez centavos, y un dólar el día de mi cumpleaños y en Navidad. Los diez centavos iban a engrosar el presupuesto familiar, y con el dólar me compraban ropa interior para todo el año, en las rebajas.
Pues bien, aquel día de la fiesta en la escuela había tantos pasteles que algunos chicos de los que podían comer pastel casi todos los días se sirvieron dos o tres porciones. Cuando la maestra llegó finalmente a donde yo estaba (y naturalmente fui la última), ya no quedaba nada, ni una sola porción.
Ahora veo claramente que era mi «creencia confirmada» en que yo no servía para nada y no me
merecía
nada lo que aquel día me puso al final de la cola y me dejó sin pastel. Ése era mi
modelo mental
, y
ellos
no hacían más que reflejar mis creencias.
A los quince años ya no pude seguir soportando los abusos sexuales y me escapé de casa y de la escuela. Encontré un trabajo como camarera que me pareció mucho más llevadero que todo lo que había tenido que aguantar en casa.
Como estaba ávida de amor y afecto, y mi autoestima no podía ser más baja, de buena gana pagaba con mi cuerpo cualquier bondad que alguien pudiera demostrarme, y apenas cumplidos los dieciséis años di a luz una niña. Sentí que era imposible quedarme con ella, pero pude encontrarle un hogar bueno y afectuoso, un matrimonio sin hijos que estaba ansioso por tener un bebé. Durante los últimos cuatro meses viví en su casa, y al ingresar en el hospital anoté a la niña a nombre de ellos.
En semejantes circunstancias, jamás disfruté de las alegrías de la maternidad; de ella sólo conocí la pérdida, la vergüenza y la culpa. Aquello fue sólo una época de humillación que había que pasar lo más pronto posible. Lo único que recuerdo de la niña son los dedos de los pies, grandes, exactamente iguales a los míos, y estoy segura de que si alguna vez nos encontrásemos, la reconocería si pudiera vérselos. La cedí cuando tenía cinco días.
Inmediatamente regresé a casa a decirle a mi madre, que seguía siendo una víctima:
—Vamos, no tienes por qué continuar soportando esto. Yo voy a sacarte de aquí.
Y se vino conmigo, dejando con su padre a mi hermanita de diez años, que siempre había sido la mimada de él.
Después de haberle ayudado a conseguir trabajo como mujer de la limpieza en un hotel pequeño, y de dejarla instalada en un apartamento donde estaba segura y cómoda, sentí que ya había cumplido con mis obligaciones y me fui con una amiga a Chicago, con la intención de estar un mes... pero no volví hasta pasados treinta años.
En aquellos primeros tiempos, la violencia de que había sido objeto en mi niñez, unida a la sensación de inutilidad e insignificancia que me había creado, atraían a mi vida hombres que me maltrataban e incluso me golpeaban. Podría haberme pasado el resto de mi vida execrándolos, y probablemente hoy seguiría teniendo las mismas experiencias. Sin embargo, poco a poco, gracias a mis actividades laborales positivas, mi autoestima fue en aumento y ese tipo de hombres fue desapareciendo de mi vida. Estaba abandonando mi viejo modelo mental, mi convicción inconsciente de que yo me merecía esos abusos. No se trata de que justifique su comportamiento, pero si mi modelo mental no hubiera sido aquél, ellos no se habrían sentido atraídos hacia mí. Ahora, los hombres que abusan de las mujeres ni siquiera se enteran de que yo existo; nuestros modelos mentales respectivos ya no se atraen.
Después de algunos años en Chicago, haciendo labores domésticas, me fui a Nueva York y tuve la suerte de llegar a ser modelo de alta costura. Sin embargo, ni siquiera trabajar para los grandes diseñadores me ayudó a aumentar en mucho mi autoestima; sólo me dio recursos adicionales para encontrarme defectos. Me negaba a reconocer mi propia belleza.
Durante muchos años seguí en la industria de la moda. Conocí a un caballero inglés, encantador y educado, y me casé con él. Viajamos por todo el mundo, conocimos personajes importantes, incluso de la realeza, y hasta llegamos a cenar en la Casa Blanca. Yo era modelo y estaba casada con un hombre maravilloso, pero mi autoestima siguió siendo baja hasta años después, cuando inicié el trabajo interior.
Un día, después de catorce años de matrimonio, él me dijo que deseaba casarse con otra, precisamente cuando yo estaba empezando a creer que las cosas buenas podían ser duraderas. Sí, fue un golpe aplastante. Pero el tiempo pasa, y sobreviví. Podía sentir cómo cambiaba mi vida, y una primavera me lo confirmó un numerólogo, diciéndome que un suceso muy pequeño cambiaría mi vida en otoño.
Tan pequeño fue que no lo conocí hasta varios
meses
después. En forma totalmente casual había ido a una reunión celebrada en la Iglesia de la Ciencia Religiosa, una secta protestante, en Nueva York. Su mensaje era nuevo para mí, y una voz interior me dijo que le prestara atención. Así lo hice, y no sólo concurrí a los servicios dominicales, sino que empecé a ir a unas clases semanales que daban. El mundo de la belleza y de la moda estaba perdiendo interés para mí, y me preguntaba durante cuánto tiempo más podía seguir pendiente de mis medidas "corporales o de la forma de mis cejas. Tras haber abandonado la escuela secundaria sin haber estudiado jamás nada, me convertí en una estudiante ávida que devoraba todo lo que me cayera en las manos referente a metafísica y sanación.
Aquella iglesia neoyorquina se convirtió en mi nuevo hogar. Aunque en términos generales mi vida no cambió, mis nuevos estudios empezaron a ocuparme cada vez más tiempo. Tres años más tarde, casi sin haberme dado cuenta, estaba en condiciones de examinarme para ser uno de los sanadores autorizados por mi iglesia. Pasé las pruebas y así fue como empecé, hace muchos años, mi actividad actual.
Fueron comienzos pequeños. Durante aquella época me inicié en la Meditación Trascendental. Como en mi iglesia no iban a darse aquel año los cursos de formación que me interesaban, me decidí a hacer algo más por mí misma y me anoté para estudiar seis meses en la MIU (Maharishi's International University), en Fairfield, lowa.
En aquel momento, era el lugar perfecto para mí. Todos los lunes por la mañana empezábamos con un tema nuevo: cosas de las que yo apenas había oído hablar, como biología, química, incluso la teoría de la relatividad. Todos los sábados por la mañana se nos hacía una prueba, el domingo era el día de descanso, y el lunes por la mañana volvíamos a empezar.
Allí no había ninguna de las distracciones tan típicas de mi vida en Nueva York. Después de la cena, todos nos íbamos a nuestras habitaciones a estudiar. Yo era la mayor de todos, y aquello me encantaba. No se permitía fumar, beber ni consumir ninguna droga, y meditábamos cuatro veces al día. Cuando me fui, en el aeropuerto, creí que iba a desmayarme por el humo de los cigarrillos.
De regreso en Nueva York, reinicié mi vida de siempre. Pronto empecé los cursos de formación de sanadores en mi iglesia, y también participé activamente en sus actividades sociales. Empecé a hablar en las reuniones de mediodía y a tener clientes, de modo que no tardé en verme embarcada en una
carrera
de dedicación exclusiva. A partir del trabajo que estaba haciendo se me ocurrió la idea de escribir un pequeño volumen,
Heal Your Body
(Sane su cuerpo), que empezó siendo una simple lista de causas metafísicas de enfermedades físicas. Comencé a viajar y a dar conferencias y clases.
Entonces, un día, me diagnosticaron un cáncer.
Con mis antecedentes de haber sido violada a los cinco años, y con los malos tratos que había sufrido, no era raro que el cáncer se manifestara en la zona vaginal.
Como cualquiera a quien acaban de decirle que tiene cáncer fui presa de un pánico total. Sin embargo, después de todo mi trabajo con los clientes, yo sabía que la curación mental funcionaba, y ahí se me ofreció la ocasión de demostrármelo a mí misma. Después de todo, yo había escrito un libro sobre los modelos mentales, y sabía que el cáncer es una enfermedad originada por un profundo resentimiento, contenido durante tanto tiempo que, literalmente, va devorando el cuerpo. Y yo me había negado a disolver la cólera y el resentimiento que, desde mi niñez albergaba contra «ellos». No había tiempo que perder, tenía muchísimo trabajo por delante.
La palabra
incurable
, tan aterradora para tantas personas, para mí significa que esa dolencia, la que fuere, no se puede curar por medios externos, y que para encontrarle curación debemos ir hacia adentro. Si yo me hacía operar para librarme del cáncer, pero no me liberaba del modelo mental que lo había creado, los médicos no harían otra cosa que seguir cortándole pedazos a Louise hasta que ya no les quedara más Louise para cortar. Y esa idea no me gustaba.
Si me hacía operar para quitarme la formación cancerosa, y además me liberaba del modelo mental que la provocaba, el cáncer no volvería. Si el cáncer (o cualquier otra enfermedad) vuelve, no creo que sea porque «no lo extirparon del todo», sino más bien porque el paciente no ha cambiado de mentalidad, y se limita a recrear la misma enfermedad, quizás en una parte diferente del cuerpo.