Read Una noche de perros Online
Authors: Hugh Laurie
Reflexionaba sobre estos y otros temas relacionados, y comenzaba a pensar en todos aquellos países cálidos que nunca había visitado, cuando comprendí que aquel ruido —aquel ruido suave, crujiente, arrastrado, rasposo— no lo hacía mi corazón. Tampoco provenía de mis pulmones, ni de ninguna otra parte de mi cuerpo quejoso. Aquel ruido era externo.
Alguien, o algo, estaba intentando, inútilmente, bajar la escalera silenciosamente.
Dejé el buda donde estaba, cogí un siniestro encendedor de alabastro y me acerqué a la puerta, que también era siniestra. Puedes preguntarte: ¿cómo puede hacer alguien una puerta siniestra? Bueno, tiene su mérito, desde luego, pero créeme, los grandes diseñadores de interiores lo consiguen con los ojos cerrados.
Intenté contener la respiración y no pude, así que esperé ruidosamente. Oí que se accionaba un interruptor de la luz en alguna parte; pausa, sonó de nuevo. Se abrió una puerta, pausa, allí tampoco había nada; se cerró. Inmóvil. Pensar. Mirar en la sala.
Se oyó el roce de unas prendas de ropa, una pisada suave, y entonces de pronto aflojé la presión en el encendedor de alabastro y me apoyé en la pared mucho más relajado. Porque, incluso herido y asustado, estaba dispuesto a jugarme la vida a que el Fleur de Fleurs de Nina Ricci no es un perfume de combate.
Ella se detuvo en el umbral y echó una ojeada a la habitación. Las luces estaban apagadas, pero las cortinas, abiertas de par en par, así que entraba mucha luz desde la calle.
Esperé a que su mirada se detuviese en el cuerpo de Rayner antes de taparle la boca con la mano.
Pasamos por todas las frases habituales dictadas por Hollywood y la sociedad cortés. Ella intentó gritar y morderme la palma de la mano, y yo le dije que se estuviese calladita porque no le haría daño a menos que gritase. Ella gritó y yo le hice daño. En realidad, todo la mar de corriente.
Al final, ella acabó sentada en el siniestro sofá con una copa de un cuarto de litro de lo que creía que era brandy pero resultó ser Calvados, y yo de pie junto a la puerta con mi mejor expresión de «Dice mi psiquiatra que estoy más que cuerdo».
Había puesto a Rayner de lado, la posición recomendada para evitar que alguien se ahogue en su propio vómito, o, ya puestos, en el de cualquier otro. Ella había querido levantarse para toquetearlo, para ver si estaba bien —cojines, paños húmedos, vendas, todas esas cosas que ayudan al curioso a sentirse mejor—, pero le dije que se quedase donde estaba porque ya había llamado a una ambulancia y que, mirándolo bien, era mejor dejarlo tranquilo.
Ella había comenzado a temblar. Empezó por las manos que sujetaban la copa, luego los codos, a continuación los hombros, y la cosa fue empeorando a medida que miraba a Rayner. Por supuesto, temblar es probablemente una reacción bastante común si te encuentras una combinación de persona muerta y vómito en tu alfombra en mitad de la noche, pero no quería que fuese a más. Mientras encendía un cigarrillo con el encendedor de alabastro —no te equivocas, incluso la llama era siniestra—, intenté sonsacarle toda la información que pudiese antes de que el Calvados la pusiese en forma y comenzase ella con las preguntas.
Veía su rostro por triplicado: uno en una foto con marco de plata en la repisa de la chimenea, con unas Ray Ban y en un telesilla; otro en un enorme y malísimo retrato al óleo, pintado por alguien que no podía quererla demasiado, colgado junto a la ventana; y final, y definitivamente el mejor de todos, en el sofá, a tres metros.
No podía tener más de diecinueve años, los hombros cuadrados y una larga cabellera de color castaño que se ondulaba mientras desaparecía detrás del cuello. Los pómulos altos y redondeados insinuaban un toque oriental que desaparecía inmediatamente cuando llegabas a los ojos, que también eran redondos, grandes y de un color gris brillante (si es que eso tiene sentido). Vestía una bata de seda roja, y una elegante chinela con tiras doradas. Miré en derredor, pero la compañera no se veía por ninguna parte. Quizá sólo podía permitirse una.
Se aclaró la garganta y luego preguntó:
—¿Quién es él?
Tenía muy claro antes de que abriese la boca que era norteamericana; demasiado saludable para ser cualquier otra cosa. Y yo me pregunto: ¿de dónde sacan esas dentaduras?
—Se llamaba Rayner —dije, y entonces me di cuenta de que sonaba un poco pobre como respuesta, así que pensé en añadir algo—: Era un tipo muy peligroso.
—¿Peligroso?
Pareció preocuparla, y con razón. Probablemente se le acababa de ocurrir, lo mismo que a mí, que si Rayner era peligroso, y yo lo había matado, entonces, en términos jerárquicos, eso me convertía a mí en alguien más peligroso.
—Peligroso —repetí, y la observé atentamente mientras ella desviaba la mirada. Parecía temblar menos, una buena señal, o quizá sencillamente es que temblaba a mi mismo ritmo y entonces lo notaba menos.
—Bueno... ¿qué hace él aquí? —acabó por preguntar—. ¿Qué quería?
—Es difícil de decir. —Al menos, era difícil para mí—. Quizá buscaba dinero, robar la plata...
—¿Quiere decir... que no se lo dijo? —Su voz subió bruscamente de tono—. ¿Le pegó a este tipo sin saber quién era? ¿Qué hacía aquí?
A pesar de la conmoción, su cerebro parecía funcionar perfectamente.
—Le pegué porque intentaba matarme. Yo soy así.
Probé con una sonrisa pícara, pero la vi en el espejo de encima de la chimenea y comprendí que no había funcionado.
—Usted es así... —repitió fríamente—. ¿Y se puede saber quién es usted?
Vaya, tendría que moverme con la delicadeza de una mariposa con las patas doloridas en esta coyuntura. Ése era el momento en que las cosas podrían ponerse súbitamente mucho peor de lo que ya estaban.
Intenté mostrarme sorprendido y quizá un tanto dolido.
—¿Quiere decir que no me reconoce?
—No.
—Oh, curioso. Fincham. James Fincham. —Le tendí la mano. Ella no la aceptó, así que convertí el movimiento en un despreocupado gesto de arreglarme el pelo.
—Eso es un nombre —repuso—. Pero sigo sin saber quién es usted.
—Soy un amigo de su padre.
Consideró la respuesta durante un momento.
—¿Amigo de negocios?
—Algo así.
—Algo así —asintió—. Es James Fincham, algo así como un amigo de negocios de mi padre, y acaba de matar a un hombre en nuestra casa.
Incliné la cabeza a un lado e intenté demostrar que sí, que algunas veces este mundo es así de granuja.
Ella hizo otra exhibición de dientes.
—¿Ya está? ¿Ése es todo su currículum?
Ensayé de nuevo la sonrisa pícara, sin obtener mejor resultado.
—Espere un segundo —dijo.
Miró a Rayner, después se sentó más erguida, como si se le hubiese ocurrido algo.
—No ha llamado a nadie, ¿verdad?
Pensándolo bien, debía de rondar los veinticuatro.
—Quiere decir... —Comencé a aturullarme.
—Quiero decir que no viene ninguna ambulancia. Santo Dios.
Dejó la copa en la alfombra junto a sus pies y se levantó para ir hacia el teléfono.
—Escuche, antes de que haga alguna tontería...
Hice el intento de moverme hacia ella, pero la manera en como se giró me hizo comprender que quedarme quieto era probablemente el mejor plan. No quería pasarme las próximas semanas quitándome de la cara trozos de un auricular de teléfono.
—Quédese donde está, señor James Fincham —me ordenó—. Esto no es ninguna tontería. Pediré una ambulancia y que llamen a la policía. Es el procedimiento aprobado internacionalmente. Vienen unos hombres con unas porras muy grandes y se lo llevan. No creo que sea ninguna tontería.
—Oiga, verá, no he sido del todo sincero con usted.
Se volvió hacia mí y estrechó los ojos. (Si entendéis lo que quiero decir con eso. Los estrechó horizontalmente, no verticalmente. Supongo que se debería decir que acortó los ojos, pero nadie nunca hace eso.)
Ella estrechó los ojos.
—¿Qué demonios significa «no del todo sincero»? Sólo me ha dicho dos cosas. ¿Quiere decir que una era mentira?
Estaba muy claro que me tenía contra las cuerdas. Tenía problemas. Pero ella sólo había marcado el primer número.
—Me llamo Fincham y conozco a su padre.
—Sí. ¿Qué marca de cigarrillos fuma?
—Dunhill.
—No ha fumado en toda su vida.
Probablemente rondaba los treinta, o acababa de cumplirlos. Respiré hondo cuando marcó el segundo número.
—Vale, no lo conozco. Pero intento ayudar.
—De acuerdo. Es el fontanero y ha venido a arreglar la ducha.
Tercer número. Juega el as de triunfo.
—Alguien intenta matarlo —declaré.
Sonó un leve chasquido y oí a alguien, en alguna parte, que preguntaba qué servicio queríamos. Ella se volvió hacia mí muy lentamente, con el teléfono apartado de la cara.
—¿Qué ha dicho?
—Alguien trata de matar a su padre —repetí—. No sé quién, y no sé por qué. Pero intento detenerlo. Eso es lo que soy, y por lo que estoy aquí.
Me dedicó una larga y escrutadora mirada. En algún lugar, un reloj marcaba el paso del tiempo siniestramente.
—Este hombre —señalé a Rayner— tiene algo que ver con el intento.
Vi que a ella le parecía injusto, dado que Rayner estaba en unas condiciones en las que difícilmente podía contradecirme; por tanto, suavicé un poco el tono y miré en derredor como si estuviese tan intrigado e inquieto como ella.
—No puedo decir que vino aquí con la intención de matar —añadí—, porque no tuvimos ocasión de hablar gran cosa. Pero no es imposible. —Ella seguía mirándome. La operadora no dejaba de repetir «¿Hola? ¿Hola?», y seguramente intentaba localizar la llamada.
Ella esperó. Sinceramente, no sé qué.
—Una ambulancia —dijo finalmente, mientras me miraba. Luego se volvió un poco y dio la dirección. Asintió, y después, lentamente, muy lentamente, colgó el teléfono y se giró hacia mí. Era una de esas pausas que sabes que será larga en cuanto comienza, así que saqué un cigarrillo y le ofrecí el paquete.
Vino hacia mí y se detuvo. Era más baja de lo que me había parecido desde el otro lado de la habitación. Sonreí de nuevo y ella cogió un cigarrillo del paquete, pero no lo encendió. Sólo jugó con él lentamente, y luego me apuntó con un par de ojos grises.
Un par. Me refiero a su par. No sacó un par de ojos de alguna otra persona de un cajón y me apuntó. Me apuntó con su propio par de ojos enormes, pálidos, grises, pálidos, enormes. La clase de ojos que pueden hacer que un hombre adulto diga estupideces. Contrólate, por el amor de Dios.
—Es un mentiroso —afirmó. Sin furia. Sin miedo. Una pura constatación. «Es un mentiroso.»
—Bueno, sí, lo soy, si hablamos en términos generales —admití—. Pero, en este momento en particular, resulta ser que digo la verdad.
Continuó mirándome a la cara, de la misma manera en que a veces me miro a mí mismo al espejo cuando acabo de afeitarme, pero no pareció conseguir más respuestas que yo, si es que yo he conseguido alguna vez alguna. Luego parpadeó una vez, y el parpadeo pareció cambiar las cosas de alguna manera. Algo se había soltado, apagado, o al menos reducido un poco. Comencé a relajarme.
—¿Por qué alguien iba a querer matar a mi padre? —Su voz sonó más amable.
—Sinceramente, no lo sé. Sólo acabo de enterarme de que no fuma.
Ella siguió, como si no me hubiese escuchado.
—Dígame, señor Fincham, ¿cómo se ha enterado?
Ésa era la parte difícil. La verdaderamente difícil. Difícil al cubo.
—Porque me ofrecieron el trabajo.
Dejó de respirar. Me refiero a que literalmente dejó de respirar, y no parecía que tuviese planes de empezar de nuevo en un futuro próximo.
Continué, con toda la calma de que fui capaz:
—Alguien me ofreció una pasta gansa por matar a su padre. —Ella frunció el entrecejo, la muy incrédula—. La rechacé.
No tendría que haber añadido eso. De ninguna manera.
La tercera ley de la conversación de Newton, si existiese, afirmaría que cualquier afirmación implica una afirmación igual y contraria. Decir que había rechazado la oferta planteaba la posibilidad de que no lo hubiese hecho, y eso era algo que no quería ver flotando por la habitación en ese momento. Pero ella comenzó a respirar de nuevo, así que quizá no se había dado cuenta.
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
Su ojo izquierdo tenía una pequeña veta verde que salía de la pupila en dirección nordeste. Allí estaba yo, mirando sus ojos e intentando no hacerlo, porque ahora mismo estaba metido en un buen lío. En muchos sentidos.
—¿Por qué la rechazó?
—Porque... —comencé, y me detuve, porque tenía que dejarlo bien claro—. Porque no mato gente.
Siguió una pausa mientras cogía mi frase y la hacía girar en la boca unas cuantas veces. Después miró el cuerpo de Rayner.
—Ya se lo dije. Él empezó.
Me miró durante otros trescientos años y, a continuación, sin dejar de darle vueltas al cigarrillo lentamente entre los dedos, se apartó hacia el sofá, al parecer, sumida en sus pensamientos.
—Créame —insistí, con el deseo de recuperar el dominio de mí mismo y de la situación—, soy un buen chico. Hago donaciones a Intermón Oxfam, reciclo los periódicos, todo eso.
Llegó junto al cuerpo de Rayner y se detuvo.
—¿Cuándo ocurrió todo esto?
—Bueno... ahora mismo —tartamudeé, como un idiota.
Cerró los ojos por un instante.
—Quiero decir cuándo se lo pidieron.
—Oh, claro. Hace diez días.
—¿Dónde?
—En Amsterdam.
—Eso está en Holanda, ¿no?
Aquello me supuso un respiro. Me hizo sentir mucho mejor. Es agradable que los jóvenes te miren con respeto de vez en cuando. Tampoco quieres que sea siempre, sólo de vez en cuando.
—Así es.
—¿Quién le ofreció el trabajo?
—Nunca lo había visto antes ni después de aquello.
Se agachó para recoger la copa, bebió un sorbo de Calvados y torció el gesto.
—¿Se supone que debo creérmelo?
—Pues...
—A ver si me echa una mano —dijo, y volvió a sonar segura de sí misma. Señaló a Rayner—. Aquí tenemos a un tipo, que yo diría que no va a respaldar su historia. Y espera que yo la crea, ¿por qué? ¿Por su cara bonita?
No pude evitarlo. Tendría que haberlo evitado, lo sé, pero sencillamente no pude.