Una familia feliz

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Una familia feliz
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Sinopsis:
Vuelve el Safier de Maldito karma, con un original argumento también en torno a la familia y protagonizado por una carismática librera. «Una novela que consigue hacerte más feliz» Buchwurm.

La familia Van Kieren está al borde del caos. La librería de la madre, Emma, está en la bancarrota; el padre trabaja demasiado; la hija adolescente no aprueba ni una asignatura, y al hijo pequeño la chica que le gusta le mete de cabeza en el váter. Para colmo de males, después de una fiesta, una bruja hechiza a los Van Kieren y los condena a convertirse en el personaje del que van disfrazados. Para romper el hechizo, este singular cuarteto saldrá a la búsqueda de la bruja por medio mundo. Pero por mucho que busquen, los Van Kieren no podrán dejarán de ser monstruos hasta que vuelvan a creer en la felicidad familiar.

David Safier, autor de Maldito karma, regresa con una novela hilarante sobre la familia, una historia que nos muestra como muchas veces no valoramos aquello que tenemos cerca hasta que algo nos obliga a verlo con nuevos ojos. Si crees que tu familia es un caos, es que aún no conoces a los Van Kieren.

David Safier

Una familia feliz

ePUB v1.0

fenol
11.12.12

Título original:
Happy Family

David Safier

© Rowohlt Verlag GmbH, Relnbek bel Hamburg

© de la traducción, Lidia Álvarez Grifoll, 2012

Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo

© Editorial Seix Barral, S. A., 2012

Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)

www.planetadelibros.com

Primera edición en libro electrónico (epub): septiembre 2012

ISBN: 978-84-322-1016-7 (epub)

Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L.

www.newcomlab.com

A Marion, Ben

y Daniel: ¡vosotros

me hacéis feliz!

(Por supuesto, tú también, Max.)

EMMA (1)

—Hay un refrán indio que dice que, cuanto más quieres a alguien, más ganas te dan de matarlo —dijo mi empleada.

Y yo pensé: «Pues sí que quiero a mi familia.»

El móvil sonó por enésima vez mientras estaba trabajando en mi pequeña librería. Primero había llamado Ada, mi hija adolescente, para prepararme anímicamente porque había suspendido (por desgracia, tenía el mismo talento para las mates que un perro labrador).

Después me llamó su hermano pequeño, Max, para decirme que no podía entrar en casa porque se había vuelto a olvidar las llaves (¿existirá algo parecido al Alzheimer infantil?).

Y, según la pantalla del móvil, esta vez era Frank, mi marido. Probablemente para comunicarme que, como cada día, llegaría tarde a casa de la oficina. (Lo cual no sólo significaba que tendría que discutir yo con Ada por su gandulitis escolar olímpica, sino también que tendría que luchar sin ningún tipo de ayuda contra el caos que reinaba en casa. Algunos días parecía que los hunos la hubieran arrasado. Acompañados por elefantes. Y ogros. Y Britney Spears.)

Decidí no coger el móvil y ahorrarme una conversación que sólo habría conseguido enfadarme y que, al acabar, habría hecho que me enfadara aún más por haberme enfadado tanto.

En vez de contestar, miré apáticamente por la ventana de mi librería, que se llamaba
Lemmi und die Schmöker
, como el programa de televisión sobre libros infantiles de los setenta. Y pensé con tristeza que hubo un tiempo en que yo quería a mi familia incondicionalmente. Eso fue antes de que nos visitaran los monstruos habituales: estrés profesional, crisis de los cuarenta y pubertad.

Sí, los Von Kieren habíamos sido una familia feliz. Pero habíamos perdido algo en los últimos años. Lamentablemente, no tenía ni idea de qué era y, por lo tanto, aún tenía menos idea de cómo podría volver a encontrar ese algo. Aunque lo deseaba con toda mi alma.

Mientras añoraba los viejos tiempos, por delante del escaparate de mi librería pasó un chico con un trasero formidable. Me puse bien las gafas y lo observé con más detalle.

—Un buen culo, ¿eh? —comentó Cheyenne, mi vieja empleada, que en realidad se llamaba Renate, pero que no respondía a ese nombre y que, con sus flores en el pelo y sus vestidos holgados, seguramente era la hippie más vieja de todo el universo conocido.

—Ejem, yo no he visto ningún culo —mentí de manera no muy convincente. Cheyenne sonrió con picardía. Y yo me apresuré a añadir—: Además, le faltaba chicha.

—O sea que lo has visto, Emma —dijo sonriendo burlona. Y mientras yo ponía cara de «me han pillado», ella señaló—: Ese chico podría ser tu hijo.

Dios mío, Cheyenne tenía razón. Yo estaba a finales de los treinta y él, como mucho, a principios de los veinte. Y me quedaba encandilada mirando a un chico tan joven. Qué vergüenza.

—¿Cuándo hiciste el amor por última vez, Emma? —preguntó Cheyenne, y bebió un sorbito de su té-yogui, que olía como si un yogui viejo hubiera tomado un baño de pies dentro.

—Ejem... —Dudé en la respuesta porque me costaba recordarlo.

—Lo imaginaba —dijo sonriendo con guasa.

De hecho, con todo el estrés que Frank y yo teníamos en el trabajo y con los niños, practicar el sexo regularmente era ciencia ficción para nosotros.

—Yo lo hice ayer —me informó contenta.

Antes de que pudiera pedirle a Cheyenne que no entrara en detalles, continuó hablando:

—Ya te digo, Werner es un poco canijo, pero tiene una cosita enorme...

—Un momento —la interrumpí algo confusa—, ¿llamas «cosita» a...?

—Cosita o pilila.

—Prefiero «cosita» —decidí.

—Eso mismo dice Werner.

Bebió otro sorbo de té y prosiguió gozosa:

—Werner es casi tan buen amante como Carlos en otra época, durante el otoño caliente de Italia.

A Cheyenne le encantaba hablarme de sus ex amantes, de los hombres que se había cepillado a lo largo de décadas, de Yusuf, de Mumbato o de Mao... Y a mí me gustaba escuchar sus historias de países lejanos. Países que probablemente yo nunca vería, aunque de joven siempre había soñado con viajar por todo el mundo.

—Tengo que ir a casa para que mi hijo pueda entrar... —expliqué suspirando, y cogí de la percha mi chaqueta de cuero gastada.

—Ve tranquila, Emma, casi no tenemos clientes —dijo sonriendo la vieja novia hippie.

—¡Tenemos muchos clientes! —protesté.

Pero no era cierto. Esa tarde también habían entrado muy pocos: la médico que una vez a la semana me pedía consejo durante horas para luego encargar los libros en Amazon. Una familia que había comprado a sus hijos un volumen de
La casa mágica del árbol
, pero que me habían destrozado doce libros caros de tapa dura al hojearlos con sus manos pringadas de helado. Y Werner, el amante de Cheyenne, que, sólo por ver a su amor, había comprado el cuento
Conny duerme en el jardín de infancia
.

—Tendríamos que vender literatura erótica —propuso Cheyenne.

—¡Es una librería infantil!

—Pero hay títulos muy interesantes de literatura erótica —insistió—. Por ejemplo,
La esclava de los cosacos...

Torcí el gesto.

—O
Intercambio de camas en Dinamarca...

Torcí más el gesto.

—O
Tres nueces para Cenicienta.

—Eso es un cuento infantil —repliqué.

—No en esa versión —dijo Cheyenne sonriendo con picardía.

—¡No quiero vender ese tipo de libros! —protesté, y añadí a toda prisa—: Y tampoco quiero saber de qué van las tres nueces.

—¡Pero la tienda se irá a pique! —insistió Cheyenne—. El sofá de lectura está hecho una pena, el rincón de los juegos es casi tan viejo como yo y el otro día, al sacar el polvo de las estanterías del almacén, vi una cucaracha.

Cheyenne pronunciaba en voz alta verdades detestables sobre mi librería. Verdades que yo no quería oír porque eran culpa mía. Si tuviera más energía y más tiempo para la tienda, todo tendría mejor aspecto y también habría más ventas. Pero ¿a quién le queda energía y tiempo cuando se tiene una familia que te deja sin fuerzas?

Cheyenne pronunció otra verdad, mucho más amarga:

—Sólo hay una posibilidad para aumentar los beneficios: tienes que despedirme.

—Eso, ni soñarlo —repliqué.

—Pero si no me necesitas —dijo Cheyenne suspirando con tristeza, y de repente pareció realmente vieja—, tú sola te bastas para vender cuatro libros.

«Eso es cierto», pensé.

—Y siempre me equivoco en las cuentas —se lamentó en voz baja.

—Eso es cierto —dije entonces en voz alta.

—Y la semana pasada atasqué el váter.

—¿Fuiste tú? —grité indignada, porque el váter atascado me había acarreado una factura de fontanería muy elevada—. ¿Cómo lo hiciste?

—Se me cayó dentro el parche para las hemorroides —confesó tímidamente.

Cheyenne tenía razón en todo: despedirla le iría bien a mi cuenta corriente y seguramente también a mi librería. Pero, sin el sueldo, la pobre tendría que dormir en su vieja furgoneta Volkswagen, ya que apenas cobraba pensión porque, en vez de trabajar, se había pasado la vida recorriendo mundo. Ella, como yo siempre pensaba con nostalgia, había visto muchas más cosas y había vivido más de lo que yo jamás haría en mi aburrida y pequeña vida.

—No te despediré nunca —declaré con determinación.

Cheyenne me sonrió profundamente agradecida y dijo:

—Eres una buena persona.

Le devolví la sonrisa. Pero estaba claro que tenía que ocurrírseme algo si quería que la librería sobreviviera. Porque, sin ese negocio, sólo sería ama de casa y madre. Y eso me parecía muy poco. Sobre todo en el estado en que se encontraba ahora mi familia.

Mandé al universo el deseo de que existiera una salvación para mi tienda, sólo para constatar de inmediato que el universo tenía un curioso sentido del humor.

Cuando me disponía a salir por la puerta, entró Lena en la librería. ¡Precisamente Lena! No la había visto desde hacía quince años, y estaba casi igual que entonces: delgada y despampanante. Sólo que ahora también llevaba ropa cara y elegante, que yo nunca había visto fuera de las revistas de famosos.

En tiempos remotos, Lena y yo habíamos trabajado juntas de editoras júnior supermotivadas en la filial alemana de la editorial Penguin. Lena era ambiciosa y tendía a dar codazos. Aun así, yo siempre le sacaba algo de ventaja. Al final, incluso me ofrecieron un puesto en Londres. Se trataba de un empleo de ensueño, con el que habría podido conquistar el mundo como había soñado desde que era niña. Cuando Lena se enteró de la oferta, se puso verde de envidia.

Sin embargo, había conocido a Frank unas pocas semanas antes en un club de recreo a orillas del Spree. Yo jugaba a voleibol con unos amigos, él llegó, explicó que era nuevo en la ciudad, que había venido a estudiar Derecho, y preguntó si podía jugar con nosotros. Lo miré a los ojos, de un azul profundo, y mi cerebro dijo adiós, adiós. Entregó a mis hormonas las llaves de mi cuerpo y se fue de vacaciones a tomarse unas caipiriñas en alguna playa del Caribe y a disfrutar bailando limbo.

Paralelamente, el cerebro de Frank también se despidió. Y cuando dos cerebros se despiden de ese modo, al cabo de nada se llega a situaciones en las que uno se echa encima del otro en un arrebato de amor y, arrastrado por la pasión, no le da mucha importancia a que el condón se salga. Con la consecuencia de que al cabo de unas semanas te sorprenden unas náuseas matutinas.

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