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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

Un verano en Escocia (5 page)

BOOK: Un verano en Escocia
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Después de discutir con Mick qué altura era la mejor para el muro, a fin de que, en los entreactos del teatro, entre cantata y cantata de Bach, el público asistente pudiera disfrutar del encanto pastoral de ver auténticas ovejas pastando tranquilamente en la áspera hierba de las colinas, Giles fue a ver cómo le iba a Angus con la instalación de los nuevos lavabos para los discapacitados. Parte del perfeccionismo de Giles era que le gustaba supervisar personalmente incluso los trabajos más elementales, pero solía hacerlo con tanta habilidad que era raro que alguien se ofendiera.

—Un gran trabajo, Angus —dijo—. Incluso aquel inspector tan pejigueras estará satisfecho.

Luego entró en el propio teatro y se sentó al fondo, barajando ideas para el futuro y rememorando el pasado.

El teatro Old Steading, de Glendrochatt, era considerado una pequeña gema por cualquiera que hubiera actuado en él. Era lo bastante grande para dar cabida cómodamente a ciento cincuenta personas sentadas —algunas más en caso de apuro—, pero también lo bastante pequeño para proporcionar una sensación de intimidad y, como se podían retirar los asientos y reorganizar las filas, era perfectamente posible tener un público de solo cuarenta personas sin crear una embarazosa sensación de vacío. La acústica era soberbia.

No había muchas aspirantes a actriz que dispusieran de un esposo que pudiera proporcionarles su propio teatro, pero en opinión de Giles, era muy propio de su madre que se las hubiera arreglado para hacerse con uno. Todos los que la habían visto actuar decían que tenía un talento enorme, pero lo que también poseía, y en abundancia, era magnetismo. Giles lo recordaba muy bien. Ese magnetismo había embrujado a todos los que la rodeaban; seducía a todos los que entraban en contacto con ella, y eso incluía a su melancólico hijo pequeño, y en los primeros tiempos, consiguió ocultar con éxito los impulsos autodestructivos a los que era tan propensa.

Cuando Giles pensaba en ella, con nostalgia y terror, volvía a verse debajo de la mesa del cuarto de los niños, hecho un ovillo, como un lirón en hibernación, esforzándose por desconectar su tembloroso sistema e insensibilizar todo sentimiento, metiéndose los dedos con fuerza en las orejas, para impedir el paso a los estremecedores sonidos que, a veces, reverberaban por toda la casa; sonidos tan fuera de control como el fragor y el crepitar de un fuego en el bosque. Aquellos chillidos histéricos todavía volvían a él en sus pesadillas, haciendo que se despertara temblando, empapado en sudor, y el recuerdo de su impotencia infantil para comprender o influir en la incertidumbre que lo rodeaba seguía persiguiéndolo. Después de un sueño así, se volvía hacia Isobel y se abrazaba a ella con fuerza, dando gracias a Dios por su alegre sensatez y su afectuoso corazón.

Las voces escuchadas en el pasado resonaban en sus oídos:

«¡Por Dios Santo! Llevaos al niño de aquí. Ha vuelto a darle a la botella».

«Nunca sabremos cómo se ha hecho con las pastillas».

«Bueno, también esta vez han logrado salvarla, pero, mira bien lo que te digo, un día de estos se saldrá con la suya».

Una vez y otra y otra… las palabras eran un horrible martilleo en la cabeza de Giles.

Tenía once años cuando Atalanta, por fin, consiguió salirse con la suya.

Su padre, a quien Giles admiraba con devoción, le habló de su muerte, y trató, inútilmente, de encontrar las palabras adecuadas. Pero ¿cuáles son las palabras adecuadas para decirle a un niño que su madre se ha metido una pistola en la boca y ha apretado el gatillo? Hector Grant, llorando desesperado a la atormentada criatura que tanto había adorado, a su idolatrada ave de alas rotas, comprendió, impotente, que el niño con el que hacía mucho tiempo debería haber establecido una relación era ahora un extraño para él.

Al parecer, Atalanta dio señales de su inestabilidad muy pronto, pero sus padres las achacaron a su sensibilidad artística y siempre trataron de protegerla de cualquier cosa que pudiera disgustarla. Aprobaron sin reservas a Hector, rico, bien relacionado, bastante mayor que la delicada flor que era su hija, y desesperadamente enamorado. Todo parecía perfecto en 1960 cuando Atalanta recorrió, como flotando, del brazo de Hector Grant, el pasillo central de Santa Margarita en Westminster.

No fue hasta después de nacer Giles cuando Atalanta tuvo su primera crisis grave. Se recuperó —hasta el siguiente ataque—, pero nunca le perdonó a su hijo recién nacido el daño que le había infligido, sin saberlo, y ya nunca se planteó la posibilidad de repetir el experimento de la maternidad. Giles siguió siendo hijo único.

La sólida mesa con su tapete de terciopelo, adornado con borlas, debajo de la que se refugiaba el pequeño Giles, seguía estando en el cuarto de los niños y, con frecuencia, Amy y Edward construían allí su guarida. La tela, que en un tiempo fue de un verde intenso, se había descolorido hasta alcanzar un tono caqui poco atractivo. Amy había descubierto que todavía se podía ver el color original si descosías un trocito de dobladillo, allí donde la tela quedaba protegida de la luz. Giles nunca quiso ni considerar las propuestas para desecharlo, cambiándolo por otra cobertura más alegre o más higiénica. El sofocante aislamiento que proporcionaba su reconfortante oscuridad era para Giles el único reducto de calma de su caótica infancia.

Cuando Hector murió, la idea de convertir Glendrochatt en un Centro de las Artes les pareció una evolución lógica a partir del festival de verano, de dos semanas de duración, que había empezado como vehículo de las ambiciones teatrales de Atalanta, pero que, con los años, fue creciendo hasta incluir conciertos y exposiciones de arte. En teoría, un comité dirigía el festival bajo la presidencia, poco democrática, de Hector, quien saboteaba las propuestas de cualquiera y se entrometía enloquecedoramente en todos los planes. A la muerte de su padre, Giles comprendió que el potencial de la propiedad que había heredado, y que incluía una extensión considerable de terreno, podía unirse a sus propios intereses teatrales y a su considerable talento para la organización. A diferencia de Hector, a Giles le encantaban los comités, aunque Isobel decía que, en realidad, su actitud era casi tan arrogante como la de su autocrático padre, solo que la disimulaba mejor. No había duda de que disfrutaba ejerciendo su influencia tanto como su padre, pero de una manera más sutil, manipulando los hilos de sus marionetas con la delicadeza de un experto titiritero, de forma que bailaban obedientemente al son que él tocaba, mientras parecía que actuaban por su propia voluntad.

No obstante, Isobel nunca había estado dispuesta a actuar como una marioneta. Para Giles era parte de su encanto, aunque eso no le impedía intentar organizaría también a ella. En aquel momento, estaba molesto con su esposa. Habían discutido a causa de Amy, justo antes de que Isobel se fuera al aeropuerto. Isobel insistía en que la obsesiva supervisión que Giles ejercía en la música de Amy se estaba volviendo agobiante y en que tenía que permitir que su hija se desarrollara más por sí sola. Giles no había conseguido convencer a su esposa para que aceptara su propio punto de vista… pero tampoco él tenía intención de cambiar de actitud.

Miró alrededor con una sensación de entusiasmo. El trabajo había durado tantos meses que empezaban a preguntarse si alguna vez se verían libres de cables y tuberías, de agujeros abiertos en las paredes y los suelos y de aquel polvo de yeso que parecía llegar a todas partes. Ahora, por fin, los cambios estructurales estaban casi acabados y en septiembre podrían dedicarse al auténtico trabajo al que estaba destinado el Centro de las Artes. Imaginaba qué sensación le produciría entonces, cuando, en lugar de obreros, el Old Steading se llenara de jóvenes artistas e intérpretes, participando en los diversos cursos y talleres con todo vibrando de creatividad. Aunque deseaba, especialmente, proporcionar unas instalaciones para Escocia, esperaba que, con el tiempo, llegaran también personas de otros países. Se dejó llevar por sus sueños y planes unos minutos más, luego miró la hora, se obligó a despertar y trasladó su mente al presente.

Temía tanto como deseaba la llegada de Lorna. Reconocía el potencial de problemas que presentaba la situación, pero a esa parte suya que disfrutaba jugando a amagar con las emociones de las personas, le estimulaba la idea de hacer malabarismos con la posible rivalidad entre su esposa y su ex amante. Además, dentro de poco llegaría también otro invitado; el joven pintor a quien los Grant habían encargado un telón de fondo para el teatro y que era un factor desconocido, un comodín interesante en la baraja.

Giles había visto el trabajo de Daniel Hoffman durante uno de los viajes que hacía en busca de jóvenes talentos musicales que tocaran en Glendrochatt. Fue en un festival de música que se celebraba anualmente en Nant Dafydd, una escuela privada del norte de Gales, que abría sus puertas durante las vacaciones de verano para uso del festival. El teatro era soberbio y Giles asistió a la representación de
El conde Ory
, de Rossini. Aunque la soprano a la que había ido a escuchar resultó decepcionante y la producción le pareció pedestre, lo que le entusiasmó muy especialmente fue la escenografía. Poco más tarde, organizó un encuentro con el escenógrafo, en Londres, algo que resultó muy difícil, porque Daniel Hoffman era extremadamente esquivo. Al parecer, no tenía una dirección permanente y dependía del teléfono móvil para los contactos, pero no contestaba nunca los mensajes que le dejaban. Mientras que esto hubiera hecho que muchos empresarios se rindieran, a Giles, que odiaba no salirse con la suya, le hizo interesarse más todavía. Cuando por fin consiguió dar con Daniel y reunirse con él, le cayó fabulosamente bien y se quedó boquiabierto ante su trabajo.

Isobel todavía no conocía al pintor, pero había visto fotografías de su portafolio y estaba igualmente entusiasmada. No obstante, desde el momento en que aceptó su encargo y fijaron una fecha para empezar a trabajar en Glendrochatt, los Grant no habían conseguido volver a ponerse en contacto con él y era toda una apuesta saber si se presentaría según lo previsto.

Giles se preguntó qué pensaría la conformista y muy organizada Lorna del poco convencional Daniel Hoffman, y él de ella. Sería interesante verlo.

El verano se anunciaba lleno de promesas.

5

Giles doblaba la esquina de la casa, con los dos perros pegados a los talones, justo en el momento en que Isobel y Lorna salían del coche. Se sintió satisfecho de sí mismo por haber calculado su aparición tan perfectamente; sabía que Isobel estaría nerviosa por aquel encuentro y pensaba que era sensato acabar con el contacto inicial lo antes posible. También tenía mucho interés en satisfacer su propia curiosidad.

Se quitó el sombrero de explorador, azul, de ala ancha, dotado de una maltrecha elegancia que, según pensaba con razón, encajaba bien con su aspecto atractivo y un tanto pícaro. Hizo una reverencia teatral, pero ligeramente burlona, sujetando el sombrero contra el pecho y dando un taconazo.

«¡Sombreros! —pensó Isobel mirando primero a su esposo y luego a su hermana—. ¡Qué útiles son como ayuda escénica, qué mensajes transmiten, con cuánta sutileza pueden añadir significado a un guión no escrito!» Igual que le había pasado a Isobel, la primera impresión de Giles al ver a su cuñada fue de sorpresa. Lorna siempre había sido bonita y había vestido bien, pero se quedó desconcertado por su glamour. Era como si hasta entonces la hubiera visto siempre a través de una lente desenfocada. Tenía algo que la hacía, a la vez, curiosamente amenazadora y mucho más interesante.

—Lorna, es un verdadero placer verte. Bienvenida a Glendrochatt —dijo, besándola y luego apartándola para mirarla—. ¡Dios Santo! Eres una publicidad fabulosa a favor del divorcio. Tienes un aspecto absolutamente maravilloso.

—Gracias —dijo Lorna, dueña de sí misma, tranquila, aceptando el cumplido como algo natural, sin ningún rastro de la ansiedad, parecida a la de un perro de aguas, por conseguir la aprobación que tanto había llegado a irritarla en el pasado—. Me alegro de verte, Giles. Tú también pareces conservarte bastante bien.

—¿Solo bastante? —dijo Isobel, riendo—. Eso no le va a gustar, ¿verdad, cariño? Pobrecito hombre casado. Ven Lorna, entremos. Tomaremos el té, verás a los niños y luego llevaremos tus cosas al apartamento. —Mientras empezaban a subir la escalera hacia la puerta abierta, las dos hermanas eran muy conscientes de su papel particular como anfitriona e invitada y de cómo, si las cosas hubieran ido de otra manera, quizá estos papeles hubieran estado invertidos.

Isobel pensaba que Lorna estaría atenta ante cualquier pequeño cambio hecho en Glendrochatt y que, por principio, no le gustaría ninguno, debido a una fingida lealtad al padre de Giles. Hector Grant, que adoraba a Isobel y le permitía lo que, en opinión de Giles, era una libertad extraordinaria para gastarle bromas y tomarse libertades con él, disfrutaba fingiendo ante ella que admiraba en secreto a Lorna, porque era la hermana más guapa —lo cual era cierto—; aun así, nunca había conseguido engañar a Isobel: ella sabía que su hermana no le caía bien a Hector Grant. Le irritó darse cuenta de que el misterio de la relación de su esposo con su hermana la inquietaba de nuevo. A lo largo de los años, después de la sorpresa inicial al descubrir que había habido algo entre Giles y Lorna, Isobel había ido recibiendo impresiones variadas de cómo habían sido realmente sus relaciones. Su intuición le decía que hubo más de lo que Giles reconocía y menos de lo que Lorna insinuaba.

Los niños estaban merendando en la enorme cocina, delante de la televisión, supervisados por los dos neozelandeses. Amy estaba sentada en un puf y Edward tumbado boca abajo, chupándose el pulgar, con un plato vacío a su lado, en el suelo, mientras Joss y Mick estaban cómodamente sentados a la mesa con sus tazas de té. Se levantaron, con una sonrisa de bienvenida, igual que Amy, que se quedó de pie con una tostada caliente con mantequilla en la mano.

Edward no dio señales de haberse enterado de que había llegado alguien.

—Estos son Mick y Joss —dijo Isobel—. Ya son parte de la familia. Si no fuera por ellos, los engranajes de Glendrochatt chirriarían hasta quedar parados. Esta es mi hermana Lorna.

—¿Qué tal, Lorna?

Le tendieron unas manos enormes como jamones para que Lorna las estrechara, y ella, sonriendo gentilmente, recuperó su suave y cuidada mano del apretón con alivio, sorprendida de haber salido ilesa.

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