Read Un milagro en equilibrio Online
Authors: Lucía Etxebarria
De pequeña hubo una temporada en la que odié a mi madre con toda mi alma porque no conseguía entenderla y porque me exasperaban sus suspiros, sus enfermedades, sus cansancios y sus lágrimas, y transformé mi amor en odio en un intento desesperado, supongo, de zafarme de mi parte de responsabilidad (responsabilidad que no existía, pero eso ¿cómo iba a saberlo yo?), y la aborrecí hasta tal punto que cada vez que me preguntaban en el colegio si quería más a mi papá o a mi mamá respondía orgullosamente que a mi mamá no la quería (y lo que me sorprende ahora que lo escribo es que nadie nunca intentara decirme que aquello estaba mal, nunca). De ahí que después me resultara dificilísimo acercarme de nuevo a ella. Por eso quizá me dolió más que a nadie que se muriera, porque al dolor de la pérdida se mezclaba el de la culpa y ahora estoy pagando el no haber tenido la decencia ni los arrestos de decir que mejor me iba por mi cuenta al funeral y lloraba a mi madre a mi modo y como a mí me diera la gana, y lloraba de paso la posibilidad de una comunicación irrecuperable y que nunca se dio, y lloraba la infancia que no tuve y habría querido tener y la cantidad de cosas no dichas que se han quedado para siempre a este lado de la vida.
En cuanto a mi padre, siempre sentí que asfixiaba como una planta parásita. Porque cuando él me quería yo me odiaba. Porque para que me quisiera yo tenía que fingir que no era yo, que no creía en lo que creía, que no recordaba lo que recordaba y que aprobaba unos comportamientos que no aprobaba. Yo creí que el verdadero amor no podía exigir del otro una renuncia, no quería creer a Wilde y pensar que el amor es, por definición, un asesino. Por eso creo que cuando él decía que me quería mucho decía la verdad, pero decía su verdad, no la mía, porque la verdad está en la cabeza de cada uno, y no es un axioma inmutable y es cierto que él me ha querido, pero me ha querido cuando era una niña y por tanto una extensión de su persona sin personalidad ni autonomía propias, y me ha querido más mayor pero sólo cuando mentía y me adaptaba a lo que él quería de mí, y no llevaba, por ejemplo, a mi novio a las comidas familiares de cada dos domingos por más que Vicente blasonease (mejor dicho, pendonease) a sus Mashenkas, Tatianas, Olgas o Natalias. Me quería cuando yo me presentaba sola y además vestida como nunca me vestiría en otra parte, con el pelo recogido y un traje de chaqueta, me quería cuando me portaba bien y procuraba no preguntar mucho sobre la vida de los demás ni tampoco contar demasiado sobre la mía, no hablar demasiado de nada en general y limitarme a poner buena cara y a dar cuenta de lo que hubiera en el plato. Me quería cuando no era yo.
Me he pasado la vida persiguiendo inútilmente la aprobación familiar como el burro que avanza por un camino marcado por su dueño a base de perseguir la zanahoria al final del palo, y sólo he conseguido avanzar por un camino que yo no había decidido y no conseguir sentirme mejor ni más querida por eso.
Se me hacía muy difícil aspirar a conseguir la aprobación de mi padre, un trofeo por otra parte que se hacía más valioso a mis ojos por lo disputado: todos, menos mi madre, babeábamos tras él como perritos. La Eva real no parecía gustarle y pretendía machacarla a base de llamarla mimada, loca, desagradecida y mentirosa (mimada si no se levantaba a su hora, loca si se ponía la famosa muñequera de pinchos, desagradecida desde el primer verano que decidió no pasarlo en Santa Pola, mentirosa si afirmaba que a su hermano le faltaba un tornillo). Yo siempre supe cómo era él, y le aceptaba. Es más, le quería. Le quería mucho, demasiado incluso, pero sabía que me había embarcado en una relación de amor imposible. Y cuando vi que se repetía el mismísimo patrón con el hombre cuyo nombre está escrito en un trozo de pergamino encerrado en una botella enterrada en un descampado cerca de Cuatro Vientos, que estaba persiguiendo desesperadamente a alguien que no podría nunca devolverme lo que yo le daba, me di cuenta de que aguantaba esa relación porque seguía un esquema aprendido, porque estaba jugando a ser mi madre sin serlo, poniéndome en el lugar de la misma mujer a la que mi padre tanto decía amar, cambiando el escenario pero reinterpretando el libreto palabra por palabra en un intento desesperado e inútil de cambiarle el final.
Te juro que una parte de mí se siente muy culpable por escribir lo que escribe, la misma parte que siempre se sintió culpable por todo, la misma que creía amar a músicos brillantes que no buscaban otra cosa que una rubita mona que les animara las salidas y otras cuantas cosas más. Pero otra, que creo que es mi yo esencial, tiene la impresión de que si no escribe lo que siente, que si no protesta y clama por sus derechos, no va a sobrevivir. De la misma forma que sabe que hablar con sinceridad significa romper lazos, aunque sólo sea para anudar otros nuevos menos apretados que no la ahoguen tanto. Los lazos antiguos había que romperlos antes o después porque se estaban convirtiendo poco a poco en la soga del ahorcado. Y la culpa es el precio que se paga por la libertad.
Y no sabes lo que me duele escribir esto porque toda la vida he soñado con tener una familia idílica que me quisiera incondicionalmente, de esas de teleserie yanqui, un refugio al que acogerme en caso de necesidad. Y duele dar por terminada esa ilusión. Esa ilusión que todos acariciamos, pero que no se puede materializar en la vida real. Porque ningún ser humano es perfecto y por lo tanto no existe la familia perfecta. Y si las series de televisión nos advirtieran de que todas las familias, todas, se basan en lazos de afecto y complicidad, pero que están anudados, en enmarañada red, con otros de celos, traiciones, desilusiones y envidias, no nos decepcionarían tanto nuestros padres y hermanos y aprenderíamos a valorar a cada familia como lo que es: ni mejor ni peor; distinta. O igual, según se quiera ver. Duele admitir esto, es cierto. Duele crecer. Pero ya lo dijo el cantautor italiano: lo siento mucho, la vida es así y no la he inventado yo.
Lo que quiero que entiendas, Amanda, si algún día lees esto, es que cuando aquel Mercedes por fin se detuvo en Madrid y yo llegué a casa con los ojos rojos y la cabeza enredada, me di cuenta de que uno no se puede pasar la vida ni intentando ser como sus padres quieren que sea ni culpándolos a ellos de la persona en la que uno se ha convertido. Porque si se estanca en la infancia no crece, y si no crece nunca será una persona completa, sino un simple apéndice de su mamá, dependiente de su aprobación y temeroso de su desprecio. Yo no estoy contenta de cómo me trataron, pero al fin y al cabo ¿quién lo está?, ¿existe alguna persona que no tenga algo que reprochar a su educación y su crianza?, ¿soy tan ingenua como para pensar que, en el futuro, tú no tendrás algo que reprocharme? Y también pienso a veces que quizá no pudieron o no supieron hacerlo de otra manera. Peor aún, que es más que probable, por no decir irremediable, que yo también me equivoque contigo. Quién sabe si las cosas hubieran ido a mejor si mi madre se hubiera casado con el tío Miguel o si mi padre no hubiera tenido que ver al cuñado que fue rival día sí y día también. Quién sabe si todo habría sido mejor de no haber estado los bandos divididos por una guerra cainita, quién sabe si las cosas pueden ir mejor o si en realidad la vida está sujeta a leyes fatales contra las que nada se puede oponer porque es la divina fatalidad la que mueve todo con hilos invisibles. Yo, desde luego, no lo sé, Amanda, pero sí sabía entonces que quería protegerte de todo aquello, y por eso, cuando una semana después llamó mi padre para saber si todo iba bien y me dijo que no hacía falta que llorase tanto, que no había que sacar las cosas de quicio, que lo único que había pasado era que mi hermano perdió los nervios, esperando que yo aceptase, una vez más, la normalidad de Vicente y la exageración de mis propias reacciones, le colgué el teléfono y no le he vuelto a llamar desde entonces a sabiendas de que ese amor de padre me estaba asfixiando y que en cierto modo su vida se había alimentado siempre de la nuestra, con dos hermanas enfrentadas jugando a la buena y a la mala y un tercer hijo siempre machacando a la cuarta para disimular su complejo de inferioridad. Sé que cuando tú seas mayor podrás juzgarme igual que yo un día juzgué a mi padre, y eso me aterra, porque pienso que si mis padres no supieron hacer las cosas de otra manera es más que probable que yo tampoco sepa transmitirte nada válido, que cometa los mismos errores y vuelque en ti mis frustraciones y mis miedos, que no sepa contener mis accesos de mal genio, esconder mis inseguridades y mis neuras, ser refugio ni consuelo cuando me necesites. Es más que probable que algún día me desprecies cuando leas que te concebí como asidero a la vida, que te utilicé incluso antes de que nacieras.
Que te utilicé para llenar mi vida vacía, que deseaba concebirte porque necesitaba alguien que habitara mi soledad, porque cada cual busca e incluso planea sus amores (amantes, amigos, hijos) en función de sus carestías. Y en ese sentido, todo monógamo sucesivo debería anotar en el carácter de cada nuevo enamoramiento un índice de variación que se acusa a medida que se va avanzando a nuevas regiones de la vida. Detalles que años antes pasaban por insignificantes llegan a convertirse en la razón exacta por la que, tiempo después, nos sentimos atraídos por una persona. Sin ir más lejos, a mí me gustaban los músicos por lo que representaban: energía, movimiento, exaltación, y pensaba que todas mis posibilidades futuras de felicidad estaban contenidas en aquellas cualidades —virtudes a mis ojos— que implicaban una promesa de cambio. Y en aquel tiempo no me hubiera fijado en alguien como Anton, que personificaba todo lo contrario: tranquilidad, sosiego, paz... inmovilidad. Pero después de haber tenido mi dosis de movimiento resultó que la agitación había sido excesiva, que me había dejado mareada, atontada y por lo tanto en situación de interpretar como virtudes lo que tiempo atrás hubiera considerado defectos, y viceversa, de forma que llegó a parecerme encantadora, por ejemplo, una predecibilidad que antaño no hubiera dudado en calificar de aburrida. Sí, el rumano era predecible por puntual. Exacto como un reloj suizo, aparecía por casa siempre entre las seis y las seis y media con su bolsa de la compra bajo el brazo. El único día que se retrasó, cuando apareció por casa a las ocho y tantas, advertí de repente cómo los extraños pensamientos que llevaban dos semanas dándome vueltas dispersos en la cabeza se reunían en conciliábulo, descendían por el pecho y acababan por concentrarse en un punto concreto de mi anatomía, traducidos en una punzada en el corazón: una necesidad nueva, ávida y absurda de él.
También me podía haber aburrido, en otro tiempo, su carácter tranquilo y reservado que, sin embargo, acabó siendo, de entre sus rasgos, uno de los que más me gustaban. Todo lo que decía lo expresaba claramente y con naturalidad, sin prisas ni dudas, sin aderezar la historia con chistes ni bromas ni circunloquios. Parecía de una absoluta inocencia y simplicidad, pero una se daba cuenta en seguida que había algo misterioso en él que se notaba, precisamente, en sus silencios. Y tiempo atrás habría encontrado ridículas, seguramente, algunas de sus manías, como la obstinación en no usar jamás el microondas o la enconada resistencia a comprarse un móvil (debió de ser, probablemente, la única persona que yo conociera en Nueva York que no tenía uno), aparatos que, según él, no eran necesarios y podían causar cáncer (afirmación que hasta entonces yo había considerado una superchería pero que, salida de los labios de un científico, cobraba un siniestro valor admonitorio). Y si bien años antes lo habría calificado de soso, es más que probable que en aquel verano me atrajera el hecho de que, a diferencia de la mayoría de los hombres que yo había conocido hasta entonces, en ningún momento intentara rebasar una distancia de seguridad invisible que tácitamente establecimos entre nuestros cuerpos. Normalmente, cuando acabábamos de cenar, me proponía dar un paseo, o más bien me obligaba, porque él opinaba, y con razón, que la debilidad que sentía no sólo no mejoraría con el reposo estricto sino que probablemente se incrementaría. Yo, aprovechando que para andar no me quedaba otro remedio que colgarme de su brazo, pues todavía me mareaba demasiado como para atreverme a avanzar sola, intentaba acortar aquella invisible distancia y apretarme contra él, pero parecía no advertir mis evidentes señales, porque se comportaba tan respetablemente como si yo fuera una anciana de ochenta años y él mi enfermera de enlace.
Hubiéramos podido mantenernos mucho tiempo en aquella situación imprecisa, como de quien sueña despierto, lo cual, en cierto modo, tenía mucho que ver con mi realidad pues no en vano me pasaba la mayor parte del día moviéndome de forma confusa entre el sueño y la vigilia: de pronto me quedaba dormida y se me caía de las manos el libro que leía, y cuando despertaba no tenía muy claro si lo que recordaba del sueño lo había soñado, lo había leído o quizá incluso lo había vivido.
El libro que leía, por cierto, resultó ser
Madame Bovary,
un nombre que al FMN le sonaba a título de ópera y del que yo había encontrado nada menos que cuatro, cuatro ejemplares, en la estantería del salón: uno en inglés, otro en francés, otro en caracteres cirílicos (deduje el nombre del título a partir de la ilustración de portada, de las similitudes del alfabeto cirílico con el griego que había estudiado en la universidad y de mi propia imaginación, que sirvió de argamasa a la hora de construir una deducción), y un cuarto en lo que supuse que debía de ser rumano. Mi presunción la confirmó aquella noche el propietario de los libros, quien de paso me aclaró que, efectivamente, podía leer en los cuatro idiomas, y que si tenía las cuatro traducciones era porque el francés era el idioma original en que la obra había sido escrita, el rumano su lengua natal, el inglés la lengua que había tenido que aprender y que por tanto quería perfeccionar leyendo una obra que ya conocía y el ruso la lengua que había aprendido en el colegio.
—Como me sé la novela prácticamente de memoria no hace falta que entienda todas las palabras del idioma en que esté escrita, el significado lo imagino a través del sentido de la frase y lo que recuerde de la primera lectura del libro. Así que primero la leí en rumano, la segunda vez en francés, la versión inglesa la compré aquí para practicar y la rusa me la encontré en una librería de viejo y pensé que me vendría bien leer trozos del libro de cuando en cuando para no olvidarme del poco ruso que sé, porque aquí no lo practico nunca.
—¿Me estás diciendo que habías leído
Madame Bovary
en rumano y en francés antes de los dieciséis años?