Read Un milagro en equilibrio Online
Authors: Lucía Etxebarria
Y ninguno se lo hemos reprochado.
Una no sabe si las cartas adivinan lo que va a pasar o si la programan para ello. Por ejemplo, si unas cartas te aseguran, como a mí me dijeron en su día, que en septiembre vas a tener una bronca con tu novio y romperás con él, y llega septiembre y efectivamente tienes una bronca con tu novio porque con tu novio tienes broncas de media una vez al mes y tirando por lo bajo, y entonces te dices: «Ésta es la bronca, estaba escrito, tenemos que terminar», y le dejas, esa ruptura ¿estaba escrita en el destino o la has propiciado tú misma porque ya te habías convencido de que tu destino era ése? Y si te dicen más tarde que otras cartas aseguran que en un viaje vas a encontrar el amor con A mayúscula, y si también lo asegura el sueño que tuvo una amiga tuya, ¿no saldrás a la calle mucho más confiada que de ordinario, mejor vestida y peinada, más acicalada? ¿Y quizá no saldrás, como de costumbre, convencida de que no merece la pena que nadie repare en ti, sino muy al contrario, completamente segura de que van a hacerlo, pues al fin y al cabo eso te han dicho las cartas y nunca te han fallado? ¿Y no serás más amable con cualquier desconocido que te aborde en un bar, no le atenderás con el espíritu dispuesto y la sonrisa a flor de labios?
De forma que cuando sucedió lo excepcional, es decir, que yo saliese de marcha a los dos días de llegar a Nueva York y conociese al que tenía todas las papeletas para salir elegido como mi hombre en el sorteo de la vida, lo encontré como la cosa más natural, y no porque me lo hubiesen predicho las cartas, sino porque había salido a buscarlo.
Era viernes, primer viernes de mes y, como era de esperar, quedé con Sonia, que me había asegurado por teléfono que se moría de ganas de verme y que quería llevarme, me dijo, a un club de jazz nuevo en el que tocaba aquella noche su última conquista, «uno de los tíos más guapos que me he tirado nunca», según aseguró, aunque lo cierto es que solía decir lo mismo de cada hombre con el que se liaba, si bien tampoco es menos cierto el hecho de que Sonia siempre se ha liado con hombres guapísimos y cualquier varón bien plantado despierta en ella el instinto adquisitivo del coleccionista de trofeos. De hecho, una de las razones por las que sigue viviendo en Nueva York a pesar de que los alquileres puedan calificarse como mínimo de astronómicos, las relaciones personales casi no existan, los inviernos sean para tártaros y la comida un asco es, según me confesó una vez —recalcando con seriedad que me lo decía muy en serio y sin atisbo de ironía—
,
porque en Madrid nunca tendría la oportunidad de acostarse con los hombres que encuentra en esta ciudad, ya que en nuestra capital no hay tan alta densidad de actores y modelos por metro cuadrado, ni tampoco una segunda generación del
melting pot,
cuya mezcla de razas ha dado como resultado especímenes de museo, ni está tan extendida la costumbre, el ritual o la imposición de la hora diaria mínima de gimnasio, motivos por los cuales Sonia, que se asume como hombreriega, sigue viviendo en Nueva York a pesar de que jure a quien quiera escucharla que echa muchísimo de menos Madrid, a sus amigos y a su familia.
El club al que me llevó, The Lenox Lounge, era un sitio bastante grande y oscuro, frecuentado mayoritariamente por negros, en el que destacábamos como dos polillas en una carbonera. El objeto de los deseos de Sonia era el bajista del grupo, que se encontraba en aquel momento interpretando una especie
de free jazz
de fraseos libres, flexibles, táctiles, que buscaban su lugar fuera y lejos de la dirección de su arranque y luego se perdían en una digresión armónica para volver de pronto, sin previo aviso y a la carrera, al punto de partida; y, desde luego, aquel músico era tan imponente como Sonia lo había descrito —metro noventa más o menos, rapado y con una cara plana, sin facciones especialmente marcadas, bella pero anodina, que sugería una afable satisfacción para consigo mismo— y también era buen músico, aunque sospecho que esta última virtud era la que menos podía llamarle a Sonia la atención y desde luego no le iba a distraer de otras más evidentes pues, que yo sepa, a Sonia nunca le ha gustado el jazz. Pero a mí sí, y estaba encantada y agradecida a Sonia por mucho que supiera que la razón por la que me había llevado a aquel garito nada tenía que ver con mis gustos musicales o con hacerme a mí un favor. En aquel momento, el bajista reparó en nuestra presencia y, si no fuera porque era un hombre más oscuro que el betún, habría dicho que se le iluminó la cara. Desde luego nos dedicó (bueno, más bien le dedicó a Sonia) una amplísima sonrisa y señaló con la cabeza una mesa vacía situada casi bajo el escenario que estaba reservada para nosotras. Y hacia allí nos dirigimos, presintiendo, al menos yo, que todo el local nos estaba mirando, porque al ser ambas rubias y llevar puestas, para colmo, sendas camisetas blancas (no, no lo habíamos hecho adrede), casi parecíamos luciérnagas en una noche cerrada y negra.
Para entonces el grupo había empezado a atacar algo fácilmente reconocible,
Take Five,
la emoción musical había alcanzado su cúlmen y casi ninguno de los allí presentes hablaba ya, todos con la mirada fija en el escenario y llevando el compás con la cabeza como si de un ejército de metrónomos se tratase. Yo sonreía de placer y buscaba con la mirada a Sonia a fin de atestiguarle con los ojos la gratitud debida por haberme llevado a un sitio que me gustaba tanto. Sin embargo, con lo que tropezó mi mirada de repente no fue con Sonia sino con... Él. Joshua Redman en persona. Aunque un examen más exhaustivo me hizo darme cuenta de que no se trataba exactamente de Joshua Redman. Era otro músico muy parecido a él y tan famoso o más que el propio Joshua
{1}
. Me quedé tan sorprendida y absorta en su persona que no pude apartar la vista y en seguida cayó en la cuenta de que estaba siendo observado por la boquiabierta rubia de la mesa de al lado, a la cual correspondió con una sonrisa profunda, casi fluorescente de puro blanca y cálida como el aplauso de una multitud, consiguiendo que la sangre feliz enrojeciera a la rubia —a mí— inmediatamente, hasta la coronilla. Lo primero que me llamó la atención fue el color de sus ojos, tan parecidos a los de la Nancy de mi infancia y a los de las lentillas que se ponen las
starlettes
: ojos de azul juguete. Y lo segundo que pensé fue que si alguna vez planeaba tener hijos, quisiera que fueran de un hombre tan guapo como aquél.
Convencida de que si las cartas habían dispuesto un hombre para mí con un océano que nos separaba, había de ser ése y ningún otro, apuré la copa que tenía delante de un solo trago decidida a dar el primer paso. En ese momento el grupo había empezado con So
what?
esto me pareció una señal divina. Me dije, voy a hablar con él, si me hace caso es él, y si no... Y si no, So
what?
Alguien ha avisado a la tía Reme y me la he encontrado hoy en la sala de espera. Sí, la misma tía Reme que se emborrachaba en las Nochebuenas y la responsable de que cada dos por tres me venga a la cabeza una letra de tango (inusual gardeliana y no porteña, ella se pasa el día desafinándolos). Como se quedó viuda relativamente joven y no tuvo hijos, el día que se enteró de que su cuñada estaba embarazada de mí y que el médico le había recetado reposo absoluto, se vino a Madrid para ayudar en la casa, porque mi madre no podía levantarse de la cama, y allí se quedó hasta que yo cumplí los seis meses, cuando regresó a Alicante. Desde entonces siempre pasaba las Navidades —y también gran parte del año— en nuestra casa. Y los veranos y las Semanas Santas también se iba con nosotros a Santa Pola.
Reme ha cogido el primer avión en cuanto le han dado la noticia y se va a quedar en casa de Asun. La he visto tan abatida que para intentar quitarle hierro a la situación he sacado en la conversación el tema de moda: la boda del Príncipe. Y antes de que me diera tiempo a hacer bromas, se me ha echado a llorar.
—Qué Príncipe ni qué niño muerto... —ha dicho entre hipidos y llevándose el pañuelo a los ojos—. ¿Te crees que a mí me importa algo que se case o se deje de casar? Y a tu madre menos aún... La pobre... ¡si tu abuelo, de puro republicano, le cambió hasta la fecha de nacimiento!
Y así me entero, justamente hoy, de que mi madre en realidad había nacido un 13 de abril, no un 14, como yo siempre había creído, y de que mi abuelo mintió intencionadamente cuando la inscribió en el Registro Civil para que la fecha coincidiera con la de la instauración de la Segunda República.
—¿Y por qué nunca me lo habías dicho?
—Hija, porque era un secreto —inspira profundamente, como para calmarse. Más relajada, prosigue—: Como comprenderás, en tiempos de Franco mejor no decirlo. Bastantes problemas tuvo ya la familia como para sacar esa bromita a la luz. Creo que tu propia madre no supo durante mucho tiempo lo del cambio de fecha, que su padre tampoco quería meter en líos a nadie y se estuvo callado porque de sus ideas no hablaba, porque él no fue a la guerra ni se significó nunca, y además tenía un primo hermano, o segundo, no lo sé bien, al que habían fusilado los rojos, y el padre de ese señor, del fusilado, digo, que le tenía ley a tu abuelo vete a saber por qué, porque la sangre es más espesa que el agua, supongo, y porque el cariño puede más que la política, fue quien le dio trabajo en una tienda de textiles que tenían y respondió por él. Parece ser que aquellos primos tenían un instinto familiar fortísimo o que se habían hecho favores de chicos, y lo uno por lo otro. Así que a tus abuelos no los represaliaron, gracias a Dios, porque no sé si te contaron que sin embargo a la pobre Sabina, tu tía abuela, la raparon y la purgaron con aceite de ricino, hasta en la cárcel estuvo, y aún no había cumplido los dieciséis, en Benalúa, en la prisión de mujeres que se habilitó en la Casa de Ejercicios Espirituales que tenían allí los jesuitas, o eso se decía, porque de esas cosas por entonces no se hablaba, y yo tampoco sé tanto...
—¿Cárcel? ¿Que Sabina estuvo en la cárcel? Pero yo de eso no he oído hablar en la vida...
—Claro que no, de eso no se hablaba nunca, cómo se iba a hablar, tapado y bien tapado lo tenían, por si acaso. Por eso, como comprenderás, lo del cambio de fecha tampoco nadie lo mentó nunca. Yo misma me enteré muy tarde, y no por tu madre, sino por mi marido, y a él se lo había dicho la suya. Y al principio pensé que mi suegra se lo había inventado porque ella a tu madre no la podía ver, no la tenía cuenta ninguna...
—¿Y eso por qué?
—Porque no, porque la señora era muy suya... Muy rara... Con decirte que mandó construir su féretro cuando aún estaba viva, y también la mortaja, hecha con hábito de Nuestra Señora del Remedio, y que los guardaba debajo de la cama, y que de vez en cuando le sugería el capricho de ponerse la mortaja y acostarse dentro del féretro y llamaba a las criadas para que le dijeran lo guapa y elegante que iba a estar en el velatorio...
—Me estás tomando el pelo, no puede ser verdad.
—Te lo juro, te lo juro por la gloria de mi madre, ya sé que parece mentira, pero es verdad pura. Tenía unas cosas la buena señora... Es que ella era muy religiosa, de Acción Católica y del Ropero Eclesiástico. En el 41 o 42, creo que fue, Acción Católica impuso en Alicante la Semana del Sacrificio, una semana entera de ayunos, oración y penitencia, y siempre dijo que la idea se le había ocurrido a ella, que fue quien se la sugirió a su marido, imagínate si sería beata mi suegra... Y el Homenaje de Alicante a la Virgen del Remedio, ése debió de ser en el 50, también idea suya, o eso decía ella, claro, que mi suegra era muy imaginativa, por llamarla de alguna manera... Pero de eso no me hagas seguir, que la señora ya está criando malvas y no es cosa de hablar mal de los que ya no están para defenderse... A lo que iba, que yo, al principio, te digo, no me lo creí, lo del 14 por el 13, digo, pensé que la señora se lo inventaba a mala fe. Pero hace años, en uno de los cumpleaños de tu madre, que tú aún no habías ni nacido, creo, alguno de los que estaban allí, que no sé si fue tu tío Gabriel, que tú no le conociste, hizo la broma de que la celebración se retrasaba un día. Y por los ojos que le puso tu madre, una mirada de esas que echan fuego, como diciéndole que se callara, me di cuenta de que mi suegra tenía razón.
Una historia familiar que te va a hacer gracia: el que fuera mi tío Miguel, marido de la Reme, fue —antes de casarse con ella— novio de mi madre durante muchos años. Por entonces salían varios amigos juntos en pandilla y no sé cómo Miguel acabó por casarse con Reme y Eva con Vicente, diez años mayor que su hermana. No sé ni dónde ni cuándo escuché lo que te voy a escribir, pero alguna vez, de pequeña, oí a las viejas comadrear. Probablemente pensarían que yo era demasiado chica para enterarme de lo que decían, que si mi madre se casó con Vicente fue en realidad para poder estar cerca de Miguel. La verdad es que de ser cierta la historia quedaría muy romántica y muy novelesca, pero entonces no se explicaría el afecto profundísimo que le profesaba y le profesa la tía Reme a mi madre, a no ser que se encariñara con ella llevada por la pena o por la curiosidad morbosa e, incluso, puestos a rizar el rizo, por una oculta bisexualidad, porque decía Freud que los celosos lo son porque al imaginar posibles aventuras de sus amantes utilizan un truco del subconsciente para visualizar sin culpa a personas de su propio sexo en situaciones eróticas. En todo caso, esta tercera explicación ya se pasaría de rocambolesca y, de cualquier forma, el tío Miguel murió antes de que yo naciera, así que si hubo alguna historia de amor digna de culebrón venezolano que se hubiera podido entrever en las reuniones familiares —miradas de soslayo seguidas de mejillas ruborosas, un temblor sospechoso a la hora de servir la sopa o sostener la cuchara, ya sabes, algo tipo
Como agua para chocolate
— me la perdí, aunque dudo que la hubiera y me temo que lo que escuché no fuera más que el cotilleo malintencionado de una vieja frustrada y con mucha mala follá.
Por cierto: ¡ha llegado el Kit Bag! Y es mucho mejor de lo que imaginaba, tiene hasta un cambiador de hule con su propio compartimento. A partir de hoy soy una madre organizada.
He encontrado unas fotos de la boda de mis padres en la basílica de Santa María de Elche, capricho de mi madre, por aquello de su devoción a la Virgen de la Asunción (ay, si su pobre abuelo hubiese levantado la cabeza...). Por lo visto le costó muchísimo casarse allí porque ya en aquellos tiempos había una lista de espera interminable, pero como el Mestre de Capella del Misteri era pariente (mi madre vivió toda su vida en Alicante, pero había nacido en Elche, y de allí era toda su familia), la cosa se solucionó, y además los del Coro del Misteri le cantaron en la boda. Se casó tarde para la época, casi a los treinta años. Yo nací cuando ella tenía más de cuarenta, muy mayor para parir según los cánones de entonces. Mi llegada fue un milagro, como la tuya.