Read Un milagro en equilibrio Online
Authors: Lucía Etxebarria
—Sonia, ¿después de haber parido, cuánto se tarda en recuperar el cuerpo que una tenía?
—Ya te lo dije, pesada: nunca.
—Pero tú sí que lo has recuperado —miento piadosamente, porque lo cierto es que Sonia es una Sonia menos juncal de lo que era, pero también es cierto que la diferencia no le resta atractivo.
—Pues entonces échale un año.
—¿Un añooooo? ¡Pero yo no me puedo tirar así un año! Me da algo...
—Bueno, nena, si haces mucho ejercicio y una dieta equilibrada, puedes reducirlo a... once meses.
Nos sentaron a una mesa al lado de un actor que me solía gustar muchísimo por la época en la que aún suspiraba por José Merlo. Yo daba por hecho que él nada podía interesarme, en primer lugar porque su juventud, como la mía, ya se ha esfumado, pues si tenemos en cuenta que su juventud era menos juventud que la mía —o sea, que me saca unos años—, el señor ya está a punto de dejar de ser un apetecible cuarentón para pasar a ser un cincuentón venerable, y a mí nunca me han gustado los hombres maduros, y en segundo lugar porque no me gustan los actores por mucho que pueda llegar a admirarlos: demasiado egocéntricos y neuróticos para mi gusto. (Y para muestra un botón: David Muñoz.) Pero resultó que este señor no era de los que empiezan todas sus frases con el inevitable
yo
y, para colmo, se hallaba sorprendentemente bien conservado para su edad, por lo que me estaba poniendo tan nerviosa tenerle cerca que me metí tres copas de champán entre pecho y espalda. Craso error, porque después de casi diez meses sin beber me sentaron como un tiro y ya se sabe que el alcohol agudiza los sentimientos, así que al rato ya estaba yo hundiéndome otra vez en la fosa de la depresión y pensando que años atrás hubiera podido al menos intentar seducir a este señor y a cualquier otro (conste que escribo
intentarlo,
no
conseguirlo),
mientras que ahora cualquier intento estaría condenado al ridículo más espantoso porque ¿qué galán maduro iba a fijar sus ojos en la réplica femenina del muñeco Michelin?
Bajé de un taxi frente al portal a las tres de la mañana, no borracha perdida pero sí un poco tambaleante, saludé a Supernegro y me dispuse a intentar que encajase la llave en la cerradura, tarea harto difícil dado mi cansancio y mi ligera intoxicación etílica. En ese momento escuché la voz de Supernegro.
—¿Sabes lo que dicen en mi tierra en estos casos?
—No, ¿qué dicen? —respondo, pensando que va a hacer algún tipo de chiste sexual sobre llaves grandes que no encajan en cerraduras estrechas.
—Pues dicen: «Mujer parida, en casa y tendida.»
Cuando llego a nuestro cuarto te encuentro dormida de lo más plácidamente al lado de tu padre, que ni se entera de que he vuelto. No así tú, que te pones a gimotear en cuanto percibes mi presencia. Descubro entonces que tu indiferente o agotado progenitor no ha advertido que te has hecho una caca enorme y que te molesta el pañal, así que me dispongo a cambiarte. Pero entonces se me viene a la cabeza una escena del libro
Corre, conejo,
de Updike, cuando Janice, borracha perdida, intenta bañar al bebé y acaba por ahogarlo, y me acosan horribles imágenes de una madre beoda intentando cambiar un pañal y un bebé que se le resbala entre los brazos como una pastilla de jabón. Aun así, de alguna manera consigo cambiarte sin que tu integridad física peligre en momento alguno y me meto en la cama con tu padre y contigo. No consigo dormir y el tiempo se me pasa dando vueltas en la cama e intentando no aplastarte, porque me agobio al pensar que no sirvo para esto, que no sirvo para nada, que ni voy a recuperar mi antigua vida ni me voy a saber adaptar a la nueva, e imagino que la luz de la luna, apoyada en los postigos entreabiertos, arroja al pie de la cama una escala encantada ofreciendo una salida mágica hacia una vida celestial y distinta. Entonces me llaman la atención unos gemiditos casi inaudibles de satisfacción, vuelvo la cabeza para mirarte y me doy cuenta de que te has quedado dormida otra vez con uno de mis rizos enganchado al minúsculo puño que parece de juguete, pero que se aferra como una tenaza.
Paz llamó a declarar a Consuelo, que estuvo allí aquella noche, y que podría explicar todo el malentendido. Cuando, antes de tomar su declaración, la jueza le preguntó si mantenía alguna amistad o enemistad manifiesta con alguna de las partes, Consuelo se quedó mirando a la letrada con los ojos muy abiertos como si no supiera qué responder.
—Ehmm, yo es que soy amiga de Eva, por eso lo puedo contar todo, porque estaba allí...
El abogado de
Cita
tachó a Consuelo como testigo, y la jueza lo aceptó.
Después llamó a declarar a un tipo al que yo no había visto en la vida y que afirmó trabajar de camarero en Pachá. El abogado le preguntó si me reconocía. El chico me miró y afirmó tranquilamente que sí, aunque a mí ni siquiera me sonaba su cara. Después dijo que estaba en Pachá la noche del día tal y que recordaba perfectamente cómo yo había desaparecido abrazada al «señor Muñoz» (al que había reconocido perfectamente, aseguró, no sólo porque salía en la tele sino por ser un habitual del local) por la puerta de acceso a los cuartos de baño.
Cuando le tocó el turno a Paz ella le preguntó: primero, si aquella noche había mucha gente en el local; segundo, si él había estado todo el tiempo en la barra atendiendo a clientes; y tercero, y una vez hubo contestado afirmativamente a las dos primeras preguntas, cómo, al estar trabajando en la barra y entre el trajín que supone estar yendo y viniendo para buscar botellas, coger hielo, servir vasos, dar el cambio, etc., había podido apreciar tan claramente las evoluciones del señor Muñoz y su representada. Aquí, el camarero se quedó blanco, apretó los labios, como si le hubieran pegado una bofetada, y cuando recuperó el color y el habla, afirmó con rotundidad que los (nos) había visto, y punto.
Después, el abogado de la parte contraria (esto es, uno de los abogados de
Cita)
solicitó a la jueza que le permitiera aportar cierta documentación. La jueza le preguntó de qué se trataba. El abogado, extrayendo con gesto muy teatral una carpeta de su cartera, le informó que tenía un informe del hospital La Paz, lugar en la que la demandante (yo) había sido internada con evidentes síntomas de intoxicación por consumo de drogas.
Paz me dirigió una mirada en la que creí leer un «¿De qué están hablando?», a lo que respondí con un encogimiento de hombros que quería decir: «Ni idea.»
—Señoría —interpeló Paz con un aplomo digno de Perry Mason—, solicito que se me permita ver dicho informe.
Ajaeza jueza asintió con un leve movimiento de cabeza.
Copio literalmente una de las preguntas del test «¿Qué tipo de madre eres?» publicado en
Padres.
«Estás sentada completamente exhausta en la cocina tomándote un pequeño descanso y un café. ¿Qué se te pasa por la cabeza en un momento así?
»a) Me compensa, porque así mi familia es feliz.
»b) Y ahora me tocará planchar y también debería limpiar los cristales. Están fatal.
»c) ¡Sería fenomenal estar sentada ahora en una terraza en Roma!
»d) Sólo cinco minutos de tregua y luego seguiré.»
Me entran ganas de enviar una carta a la redacción de Padres.
«Estimado equipo de
Padres:
»Respecto a la pregunta número 11 de su test "¿Qué tipo de madre eres?", publicado en su número de octubre del 2003, me complace informarles de que si mi familia se sintiera feliz de tener una extenuada esclava a su disposición para plancharles la ropa y limpiar los cristales, mi vida no me compensaría lo más mínimo, amén de que pronto ellos dejarían de ser tan felices, cuando me convirtiera en una neurótica amargada y victimista enganchada a los tranquilizantes y entrometiéndome todo el día en la vida de mi hija para compensar de alguna manera los sinsabores y las carencias de la mía. Es por ello por lo que me alegro de no poder contestar a su pregunta número 11, ya que tengo la suerte de trabajar fuera de casa y contar con un compañero y una asistenta que hacen que nunca me halle en situación de encontrarme sola y exhausta en la mesa de la cocina por culpa de las tareas domésticas. De paso, les sugiero que dejen de fomentar estereotipos sexistas en su publicación.
»Saludos de una madre trabajadora, de las que hay tantas en España, aunque parece que para su publicación no existamos.»
De hecho, ya la he enviado, aunque mucho me temo que no la publicarán.
El informe se refería a una ocasión, dos años atrás, en la cual el hombre cuyo nombre está escrito en un papel de pergamino y encerrado en una botella enterrada en un descampado cerca de Cuatro Vientos y la presunta deshonrada (yo) habíamos tenido un accidente. Serían las tantas de la mañana, volvíamos de no recuerdo qué garito, conducía él, borracho como siempre, y se saltó un semáforo en rojo. Nos estampamos contra otro coche. Afortunadamente todos llevábamos el cinturón de seguridad (incluyendo al conductor del otro vehículo) y la cosa se quedó en un abollón en la carrocería. En la carrocería del coche y en la mía, pues me di de frente con la luna delantera y me hice una brecha que en principio parecía cosa seria, por la abundante sangre que manaba, pero que se reveló como un simple rasguño en cuanto me limpié con un pañuelo. En cualquier caso fuimos al hospital por aquello de que es lo que se debe hacer cuando te das un golpe en la cabeza. Como llegué desorientada, la enfermera me preguntó si había bebido. Yo contesté que sí, y debí de añadir, aunque la verdad es que no lo recuerdo con seguridad, que había tomado una o dos rayas. Y por lo visto aquello constaba.
Después de echar un vistazo al informe, Paz volvió a dirigirse a la jueza.
—Señoría, impugno estos datos solicitando no se tengan presentados por extemporáneos por cuanto se debían haber presentado en el momento de la contestación de la demanda. Pero, además, dese parte al Ministerio Fiscal, ya que la obtención de este informe ha sido irregular por cuanto se trata de documentos privados cuya presentación en este tribunal supone una intromisión en el derecho a la intimidad de mi representada. Se trata de datos personalísimos que deben permanecer en su esfera personal, según Ley Orgánica 15/1999, de 13 de diciembre, de Protección de Datos de Carácter Personal.
Una vez acabados los interrogatorios (en realidad, un solo interrogatorio, el del camarero, puesto que a Consuelo no se le permitió declarar), las partes debieron hacer su alegato final, bastante previsible, por supuesto.
Paz sostuvo que la redacción y presentación del artículo afirmaba claramente que su representada (yo) había mantenido relaciones con un hombre casado con el que además había consumido drogas, y que por mucho que el reportaje nunca afirmase tajantemente ambas cosas, las daba a entender con tanta claridad como para no dar lugar a ninguna otra interpretación, y resultaba evidente que cualquier lector así lo entendería, pues si no no se explicaba por qué todos los medios que habían recogido la noticia de
Cita
afirmaban que el semanario había sorprendido a David Muñoz consumiendo drogas y siendo infiel a su mujer.
El abogado de la parte contraria volvió a repetir lo que decían en la contestación: que en el artículo nunca se afirmaba claramente nada, que simplemente la periodista había interpretado lo que las fotos sugerían, y que lo que las fotos mostraban era a una pareja abrazada y en evidente estado de estupor o desorientación.
Finalmente, un hombre vestido de gris que había permanecido sentado al lado del abogado de la parte contraria y en quien yo no había reparado en todo el tiempo que duró la vista se levantó y, en tono monocorde, vino a repetir uno por uno los argumentos que ya había expresado el representante de la revista. En otras palabras, que los lectores eran tontos y que qué culpa tenía
Cita
de que lo fueran.
Pues bien, ese señor era el fiscal. Y en España, le corresponde al Ministerio Fiscal
promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, de oficio o a petición de los interesados, así como velar por la independencia de los tribunales, y procurar ante éstos la satisfacción del interés social.
Esto es, que lo que aquel señor acababa de hacer era expresar su opinión, teóricamente independiente, sobre lo que había visto en el juicio, opinión que la señora jueza estaba obligada a tener en cuenta.
Tu tía Sonia (Sonia la guionista, también conocida como
«Suicide
Sonia» debido a su conducción temeraria y a su manifiesta inclinación a manejar el vehículo en estado leve — y a veces no tan leve— de intoxicación etílica; nada que ver con mi antigua compañera de clase, Sonia la fotógrafa, también conocida como
«Slender
Sonia» por lo delgadísima que está, ni con Sonia la actriz, o
«Sweet
Sonia», llamada así por lo cariñosa que es, ni con Sonia la DJ, también conocida por
«Senseless
Sonia» por su afición a los éxtasis...) subió a casa a hacerte una visita vestida de espía francesa de la Resistencia, con una falda de tubo, unas medias de rejilla, una gabardina cruzada y una boina que quedaría muy garrula sobre la cabeza de Marianico
el Corto,
pero que sobre sus rizos rubios resultaba un prodigio de
glamour.
—¿Sabes lo que me ha dicho el negro de abajo? —obvia decir que Supernegro la conoce, la ha visto entrar y salir de casa, conmigo y sin mí, infinidad de veces—. Me ha dicho: «Qué bien te sienta el
bonnet.»
No ha dicho boina, sino
bonnet.
Es cultísimo, ese señor...
La sentencia del juicio llegó dos meses después, y venía a decir lo que ya nos esperábamos, que —siempre según su texto—
Cita
no era culpable de nada, pues la jueza estimaba que
«su actuación no había supuesto una intromisión en el derecho fundamental al honor, a la intimidad personal y a la pro
pia imagen de la demandante»
(cito textualmente) ya que había sido
«lo suficientemente diligente en la recapitulación de datos como para ser amparada por la libertad de información».
La propia Paz cogió un avión y se presentó en Madrid para comunicarme personalmente la noticia.
—En cristiano, lo que viene a decir esta sentencia es que la supuesta diligencia a la hora de contrastar la noticia ampara su publicación, incluso aunque la noticia resulte ser falsa. Alucinante. Y tal diligencia consiste en que tienen a un fotógrafo sacando fotos y a una periodista que luego escribe un texto malintencionado, pero que, eso sí, es tan lista como para que no se olvidara nunca de añadir «probable» o «aparente» en las frases en las que sabía que estaba mintiendo. Así se curaba en salud, porque no se la puede acusar ya que ellos pueden decir que nunca han afirmado nada categóricamente. Sin embargo, lo único que su redacción me prueba a mí es que llevan tantos años jugando a hacer esta basura que ya han aprendido a bordear peligrosamente el límite de lo legal sin cruzarlo nunca del todo. —Suspiró aparatosamente y hundió la cabeza entre las manos—. No, si es que yo cuelgo la toga...