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Authors: Ira Levin

Un día perfecto (26 page)

BOOK: Un día perfecto
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—Cristo y Wei —murmuró.

Se echó agua, se lavó la herida con jabón y la secó. Buscó el botiquín y no lo encontró.

—¿Cogiste el botiquín? —preguntó.

Ella siguió sin decir nada.

Manteniendo la mano alzada, halló la bolsa de viaje de ella en el suelo, la abrió y sacó el botiquín. Se sentó en una piedra, puso el botiquín sobre sus rodillas y la linterna en otra piedra a su lado.

—Animal —dijo ella.

—Yo no muerdo —dijo él—. Y tampoco intento matar. Cristo y Wei, creías que la pistola funcionaba. —Roció cicatrizante sobre su palma, una capa delgada, luego otra más gruesa.

—Cochon
—dijo ella.

—Oh, vamos —dijo él—, no empieces de nuevo.

Desenrolló un vendaje y la oyó levantarse, oyó el roce de su mono cuando acabó de quitárselo. Avanzó desnuda hasta la linterna y luego se dirigió a donde estaba su bolsa, para coger jabón, una toalla y la muda del mono. Después fue a la parte de atrás del refugio, donde Chip había amontonado piedras formando unos toscos escalones que conducían hacia el arroyo.

Se vendó la mano en la oscuridad y luego encontró la linterna de ella en el suelo, junto a su bicicleta. Puso la bicicleta donde estaba la suya, reunió las mantas y preparó las dos camas en los lugares habituales, depositó la bolsa de Lila junto a su cama y recogió la pistola y el desgarrado mono. Metió el arma en su bolsa.

La luna se deslizó por encima de uno de los salientes rocosos, detrás de unas hojas negras e inmóviles.

Lila tardaba y empezó a preocuparle que se hubiera marchado a pie. Sin embargo, finalmente regresó. Guardó el jabón y la toalla en su bolsa, apagó la linterna y se metió entre las mantas.

—Me excitó tenerte de esa forma debajo de mí —dijo él—. Siempre te he deseado, y estas últimas semanas han sido casi insoportables. Sabes que te quiero, ¿verdad?

—Me iré sola —dijo ella.

—Cuando lleguemos a Mallorca, si llegamos, podrás hacer lo que quieras; pero hasta entonces seguiremos juntos.

Ella no respondió.

Le despertaron unos extraños ruidos, pequeños gritos y gemidos sofocados. Se sentó y la enfocó con su linterna. Lila tenía una mano apretada contra su boca y las lágrimas resbalaban por su sien. Lloraba con los ojos cerrados.

Fue a arrodillarse rápidamente junto a ella y acarició su cabeza.

—Oh, Lila, no lo hagas —dijo—. No llores, Lila, por favor. —Lloraba, se dijo, porque le había hecho daño, quizá internamente.

Ella siguió llorando.

—¡Oh, Lila, lo siento! —dijo él—. ¡Lo siento, amor! ¡Oh Cristo y Wei, desearía que la pistola hubiera funcionado!

Ella movió la cabeza en un gesto de negación, sin dejar de apretar la mano contra su boca.

—¿No es por eso por lo que estás llorando? —murmuró él—. ¿Porque te hice daño? ¿Por qué entonces? Si no quieres venir conmigo, no tienes que hacerlo.

Negó de nuevo con la cabeza, sin dejar de llorar.

No sabía qué hacer. Permaneció junto a ella, sin dejar de acariciar su pelo, preguntándole por qué lloraba y diciéndole que no lo hiciera. Luego recogió sus mantas, las extendió junto a las de ella y se tendió a su lado. La volvió hacia él y la abrazó. Ella siguió llorando. Cuando despertó, Lila le estaba mirando, tendida de lado, con la cabeza apoyada en una mano.

—No tiene sentido que nos separemos —dijo ella—, así que seguiremos juntos.

Chip intentó recordar qué habían dicho antes de dormirse. Pero no podía recordar nada significativo; cuando él se durmió ella seguía llorando.

—De acuerdo —contestó, confuso.

—Ha sido horrible lo de la pistola —dijo ella—. ¿Cómo pude hacer algo así? Estaba segura de que habías mentido a Rey.

—Ha sido horrible lo que te hecho —murmuró él.

—No —dijo ella—. No te culpo. Fue algo perfectamente natural. ¿Cómo está tu mano?

La sacó de debajo de la manta y la flexionó. Le dolía mucho.

—No demasiado mal —dijo.

Ella la tomó entre las suyas y estudió el vendaje.

—¿Te rociaste cicatrizante? —preguntó.

—Sí —dijo él.

Le miró, sujetando aún su mano. Sus ojos grandes y castaños estaban llenos de la luz de la mañana.

—¿Realmente emprendiste el viaje a una de esas islas y luego diste la vuelta? —preguntó.

Él asintió.

—Estás
très fou
—dijo sonriendo.

—No, no lo estoy.

—Lo estás —afirmó, y miró de nuevo su mano. La llevó a sus labios y besó las puntas de sus dedos, uno a uno.

4

No partieron hasta mediada la mañana, y entonces pedalearon rápidamente durante largo rato para quitarse de encima la laxitud. Era un día extraño, brumoso y pesado, con el cielo de un gris verdoso y el sol un disco blanco que podía contemplarse con los ojos completamente abiertos. Era un fallo de control de clima. Lila recordaba un día similar en Chi, cuando tenía doce o trece años.

—¿Es ahí donde naciste?

—No, nací en Mex.

—¿De veras? ¡Yo también!

No había sombras, y las bicicletas que se cruzaban con ellos parecían avanzar sin tocar el suelo, como los coches. Los miembros miraban aprensivamente el cielo y, cuando se cruzaban, saludaban sin sonreír.

Cuando hicieron un descanso para compartir un recipiente de
coca
sentados en la hierba, Chip dijo:

—Será mejor que vayamos más lentamente a partir de ahora. Es posible que haya escáners en el camino y tenemos que poder elegir el momento adecuado para pasarlos.

—¿Escáners a causa de nuestra huida? —preguntó Lila.

—No necesariamente —dijo Chip—. Sino porque es la ciudad más cercana a una de las islas. Si fueras Uni, ¿no instalarías salvaguardias extra en este lugar?

No estaba tan preocupado por los escáners como por el hecho de que pudiera haber un equipo médico aguardándoles.

—¿Y si hay miembros buscándonos? —preguntó ella—. Consejeros o doctores con fotos nuestras.

—No es muy probable, después de todo el tiempo que ha pasado —dijo él—. Pero debemos correr el riesgo. Tengo la pistola y el cuchillo. —Palmeó su bolsillo.

—¿Los emplearías? —dijo Lila después de un momento de silencio.

—Sí —dijo Chip—. Creo que sí.

—Espero que no tengamos que hacerlo —murmuró ella.

—Yo también lo espero.

—Será mejor que te pongas las gafas de sol —aconsejó ella.

—¿Hoy? —Chip miró al cielo.

—Por tu ojo.

—Claro. —Cogió las gafas y se las puso. Después miró a Lila y dijo sonriendo—: No hay mucho que puedas hacer tú, excepto contener la respiración.

—¿Qué quieres decir? —dijo ella, luego enrojeció y añadió—: No se notan tanto cuando estoy vestida.

—Es la primera cosa que vi de ti cuando nos conocimos —dijo él—. Las dos primeras cosas.

—No te creo —protestó ella—. Estás mintiendo. Seguro. ¿Verdad?

Chip se echó a reír y le dio un golpecito cariñoso en la barbilla.

Avanzaron lentamente. No había escáners en el camino. Ningún equipo médico les detuvo.

Todas las bicicletas de la zona eran del nuevo modelo, pero nadie reparó en sus bicicletas viejas.

A última hora de la tarde estaban en ’12082. Se dirigieron a la parte oeste de la ciudad, oliendo el mar, observando atentamente el camino que se abría entre ellos.

Dejaron sus bicicletas en un parque y retrocedieron hacia una cantina desde donde unos escalones bajaban hasta la playa. El mar estaba debajo de ellos y se extendía liso y azul, hasta desaparecer en una bruma gris verdosa.

—Esos miembros no han tocado —dijo una niña.

Lila apretó la mano de Chip.

—Sigue andando —dijo él. Empezaron a descender los escalones de cemento que seguían la áspera cara del risco.

—¡Eh, vosotros! —gritó un miembro, un hombre—. ¡Vosotros dos, miembros!

Chip apretó la mano de Lila y se volvieron. El miembro estaba de pie detrás del escáner en la parte superior de los escalones, sujetando la mano de una niña desnuda de cinco o seis años. La niña les miraba y se rascaba la cabeza con una palita roja.

—¿Habéis tocado? —preguntó el miembro.

Se miraron el uno al otro, luego al miembro.

—Claro que lo hicimos —dijo Chip.

—Sí, por supuesto —dijo Lila.

—No dijo sí —señaló la niña.

—Claro que lo dijo, hermana —respondió gravemente Chip—. Si no lo hubiera dicho no hubiéramos seguido adelante, ¿no? —Miró al miembro y dejó aflorar una sonrisa. El miembro se inclinó y le dijo algo a la niña.

—No, no lo hice —dijo la niña.

—Vamos —dijo Chip a Lila. Se volvieron y siguieron bajando.

—Pequeña odiosa —murmuró Lila.

—Limítate a seguir bajando —dijo Chip.

Cuando llegaron abajo, se detuvieron para quitarse las sandalias. Chip aprovechó el movimiento de inclinarse para mirar disimuladamente hacia arriba: el miembro y la niña habían desaparecido, pero otros miembros bajaban por el mismo camino que habían seguido él y Lila.

La playa estaba medio vacía bajo el extraño y brumoso cielo. Había miembros sentados y tendidos sobre mantas, muchos de ellos con los monos puestos. Guardaban silencio o hablaban en voz baja, y la música de los altavoces
—Domingo, alegre día
— sonaba excesivamente alta y poco natural. Un grupo de niños saltaba a la cuerda junto a la orilla del agua: «Cristo, Marx, Wood y Wei, conducidnos a este día perfecto; Marx, Wood, Wei y Cristo...»

Caminaron hacia el oeste, cogidos de la mano, sujetando las sandalias con la que les quedaba libre. La playa se hacía más estrecha y aparecía más vacía a medida que avanzaban. Delante había un escáner, flanqueado por el risco y el mar.

—Nunca había visto antes uno en la playa —dijo Chip.

—Yo tampoco.

Se miraron.

—Ésta es la dirección que tomaremos —dijo Chip—. Luego.

Ella asintió. Se acercaron al escáner.

—Siento un impulso
fou
de tocarlo —dijo él—. Pelea a ti, Uni. Aquí estoy.

—No te atrevas —exclamó ella.

—No te preocupes —dijo Chip sonriendo—. No lo haré.

Se volvieron y caminaron de vuelta al centro de la playa. Se quitaron los monos, fueron al agua y nadaron hasta muy lejos. Se volvieron de espaldas al mar abierto y estudiaron la playa más allá del escáner, los grises riscos que se perdían a lo lejos en la neblina gris verdosa. Un pájaro salió volando de los peñascos, planeó en círculo, volvió a adentrarse en las rocas, desapareciendo en una hendidura que no parecía más ancha que un cabello.

—Probablemente haya cuevas donde podamos ocultarnos —dijo Chip.

Un salvavidas hizo sonar un silbato y les hizo señas de que se alejaban demasiado. Nadaron de vuelta a la playa.

—Son las cinco menos cinco, miembros —dijeron los altavoces—. Desechos y toallas en los cestos, por favor. Cuidado con los miembros que tengáis alrededor cuando sacudáis vuestras mantas.

Se vistieron, subieron de nuevo los escalones y caminaron hacia el bosquecillo donde habían dejado las bicicletas. Las llevaron lejos de donde estaban y se sentaron a esperar. Chip limpió la brújula, las linternas y el cuchillo, mientras Lila metió todas las demás cosas en una manta y la ató formando un hatillo.

Más o menos una hora después de oscurecer fueron a la cantina, de donde cogieron una caja de galletas y bebida, y bajaron de nuevo a la playa. Caminaron hasta el escáner y lo pasaron. No había luna ni estrellas; la bruma del día se extendía aún en el cielo. En el chapoteante borde del agua brillaban a veces chispas fosforescentes; todo lo demás era oscuridad. Chip llevaba la caja de cartón bajo el brazo e iluminaba el camino con la linterna. Lila llevaba el hatillo hecho con la manta.

—Los traficantes no acudirán a la orilla en una noche como ésta —dijo ella.

—Tampoco habrá nadie en la playa —contestó Chip—. Ningún chico de doce años loco por el sexo. Es una suerte.

Pero no lo era, pensó. Era un contratiempo. ¿Y si la bruma seguía durante días y noches, bloqueándoles al borde mismo de la libertad? ¿Era posible que Uni la hubiera creado intencionadamente con esa finalidad? Sonrió. Estaba
très fou,
exactamente como Lila había dicho.

Caminaron hasta que calcularon que estaban a medio camino entre ’082 y la ciudad más próxima al oeste. Entonces dejaron la caja de cartón y el hatillo y examinaron la cara del risco en busca de alguna cueva que les sirviera de refugio. Encontraron una a los pocos minutos. Era una abertura profunda, de techo bajo y suelo cubierto de arena donde se veían envoltorios de galletas totales y, curiosamente, dos trozos arrancados de un mapa pre-U, uno de Egipto, verde, y otro de Etiopía, rosa. Trajeron la caja y el hatillo a la cueva, extendieron las mantas, comieron y después se acostaron juntos.

—¿Puedes? —preguntó Lila—. Después de esta mañana y la otra noche...

—Sin tratamientos —dijo Chip—, cualquier cosa es posible.

—Es fantástico.

Después, estando tendidos uno al lado del otro, Chip dijo:

—Aunque no lleguemos más lejos, aunque seamos atrapados y tratados dentro de cinco minutos, habrá valido la pena. Al menos hemos sido nosotros mismos, hemos estado vivos, durante unas cuantas horas.

—Quiero toda mi vida, no sólo un poco de ella —dijo Lila.

—La tendrás. Te lo prometo. —La besó en los labios, acarició su mejilla en la oscuridad—. ¿Te quedarás conmigo? ¿En Mallorca?

—Desde luego —dijo ella—. ¿Por qué no iba a hacerlo?

—No pensabas ir —señaló él—. ¿Recuerdas? Ni siquiera querías llegar hasta aquí conmigo.

—Cristo y Wei, eso fue la otra noche —dijo ella, y le besó—. Claro que voy a quedarme contigo. Tú me despertaste, y ahora no te librarás de mí.

Siguieron tendidos, abrazándose y besándose.

—¡Chip! —exclamó Lila... No era un sueño, le estaba llamando de verdad.

No estaba a su lado. Se sentó y se dio un golpe en la cabeza contra una piedra, tanteó en busca del cuchillo que había dejado clavado en la arena.

—¡Chip! ¡Mira! —Lo encontró de rodillas, apoyada en el suelo con una mano. Lila apareció como una forma oscura acuclillada en la cegadora abertura azul de la cueva. Alzó el cuchillo dispuesto a arremeter contra cualquier atacante que se acercara.

—No, no —dijo ella sonriendo—. ¡Ven a ver! ¡Ven! ¡No lo creerás!

Se arrastró hasta ella, con los ojos entrecerrados ante el resplandor del cielo y el mar.

—Mira —dijo ella alegremente, y señaló hacia la playa.

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