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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Historia, Histórico

Tirano (29 page)

BOOK: Tirano
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Kineas felicitó mentalmente a Diodoro.

—¿De dónde proceden? —preguntó . Se estaban acercando al rey y a Marthax, que estaban riendo con Ajax y Eumenes. Niceas miró hacia otra parte.

—Oh… De aquí y de allí, supongo —dijo con evasivas.

Kineas tomó nota de averiguarlo y saludó al rey.

—Oh, Rey, me requieren en la ciudad.

Ajax se apartó y Kineas puso su caballo al lado del rey. Satrax asintió.

—Entonces vayamos más deprisa —dijo, y puso su caballo al galope. Todos los sakje de la comitiva le imitaron, y los griegos tuvieron que apurarse para no quedar rezagados.

Por primera vez, Kineas vio la grandeza de los sakje como jinetes. Iban al galope durante una hora, hacían un alto, todos los hombres cambiaban de caballo y salían disparados otra vez. Ese ritmo habría acabado con una tropa de caballería griega en dos horas, pero con su manada de refrescó y su inagotable energía, los sakje cabalgaron al galope durante tres horas, haciendo una única pausa para beber vino sin aguar y orinar en la nieve. Dejaron que los carros y la mitad del grupo los siguiera al ritmo de los bueyes. Antes de que el sol estuviera a tres puños del horizonte, la comitiva entera cruzó la zanja que marcaba los lindes de la ciudad y se adentró en los campos más remotos de los granjeros griegos y sindones.

—¿Ha sido lo bastante rápido para ti, Kineas? —preguntó el rey—. Preferiría llegar sin que todos mis caballos estuvieran agotados.

Kineas tenía las piernas como si le hubiesen derramado plomo fundido en los muslos. Todos sus chicos de Olbia seguían aún con ellos, pero en cuanto la cabalgada cesó, no hubo ninguno que no desmontara y se masajeara los muslos. Los caballos emanaban vapor.

Los sakje se limitaron a sacar sus odres y beber vino. Juntó al rey, Marthax abrió sus pantalones bárbaros y orinó en la nieve sin desmontar. Su caballo hizo lo mismo.

Kineas retrocedió hasta sus hombres.

—Diez estadios, amigos míos. Terminemos con el mismo espíritu que teníamos al partir. Espaldas derechas, bien sentados y una jabalina en el puño. ¿Niceas?

Hasta el hipereta se veía cansado después de las últimas tres horas.

—¿Señor?

—Revisa el equipó. Cascos, diría yo. ¡Os quiero bien despiertos!

Kineas fue a cambiar su poni por su caballo de batalla, que se alegró al verle. En realidad no se sentía muy despierto, pero una vez montado se puso el cascó helado y lo echó hacia atrás. Eumenes se acercó y le pasó una jabalina.

Marthax se situó a su lado.

—El rey dice, ¿temer qué?

Kineas había empezado a conocer a Marthax durante el viaje. Era pariente de Srayanka y hablaba un poco de griego. Daba la impresión de ser el escudero del rey, ó su oficial más próximo, pese a la diferencia de edad. Marthax era un guerrero que se hallaba en su mejor momento, aunque quizá ya lo había dejado atrás. Kineas sospechaba que era el caudillo del rey.

—Se lo explicaré al rey. Vamos.

Kineas apenas había aprendido a expresarse en la lengua sakje excepto por las afinidades con el persa que ya conocía, pero le había cogido el tranquillo a hablar en griego sencillo a los que entendían su idioma y al diablo con las sutilezas.

Ataelo estaba sentado en su caballo al lado del rey.

—Tengo para la puerta de la ciudad. Y vuelta —dijo. Levantó una flecha—. Tuve esto para saludo.

Kineas metió su caballo en el grupo del rey.

—Puedo explicarlo, oh, Rey. Hay cierta agitación en la ciudad. Llego con retraso y Niceas me ha dicho que corre el rumor de que…, de que nos han matado. En la llanura.

Satrax le miró sin perder la cabeza.

—Pero todos tus hombres se están armando.

—Para lucimiento, señor. Sólo para lucimiento.

Marthax habló bastante deprisa en sakje, y se oyeron gruñidos de los demás guerreros. Ataelo se acercó a Kineas.

—Para ir a casa. Para no fiar la ciudad. Fiar de ti, dice, no fiar de la ciudad.

Kineas levantó la voz por encima del murmullo de los nobles sakje.

—Si ahora seguimos, Satrax, llegaremos a la ciudad antes de que se haga de noche y acabaremos con esos rumores. Si aguardamos un día…

Se encogió de hombros. Satrax asintió. Habló en sakje, y Dikarjes, un noble de la edad del rey, también habló; después habló Marthax, manifiestamente de acuerdo. El rey asintió y se volvió hacia Kineas.

—Aguardaremos a los carros aquí. Ruego tengas la bondad de enviar a uno de tus hombres a pedir permiso al granjero. Acamparemos junto al primer meandro del río, donde celebran el mercado de caballos.

Kineas echó un vistazo al sol, que se estaba poniendo.

—Había pensado llevarte a la ciudad.

—Es mejor que te adelantes. Dikarjes y Marthax están de acuerdo: una horda de bandidos como nosotros podría ser mal recibida. —Tendió la mano para estrechar la de Kineas—. Te veo preocupado, amigo mío. Ve a resolver esto y ven a buscarnos por la mañana. A decir verdad, vuestra ciudad nos pone nerviosos. Creo que estaremos más a gusto si acampamos en la nieve.

Kineas sacudió la cabeza.

—Me avergüenzas, oh, Rey. Y, no obstante, me temo que tu decisión es prudente. Nos veremos por la mañana. —Regresó junto a sus hombres—. Acercaos —dijo, y se arracimaron en torno a él—. El rey acampará aquí. La ciudad está nerviosa: alguien ha hecho correr el rumor de que todos hemos muerto. Iremos a la ciudad, pero el rey necesita que un hombre le garantice el buen comportamiento de los granjeros. Recordad que para ellos es un bandido peligroso.

Le bastó con echar un vistazo para constatar que lo habían entendido. Eran buenos chicos, y todos ellos habían madurado tras dos semanas en las llanuras. Prosiguió:

—Necesito que un voluntario pase otra noche en la nieve con ellos. —Ataelo levantó la mano de inmediato, pero Kineas agregó—: Preferiría que se quedara un ciudadano.

Todos se ofrecieron voluntarios. Se quedó impresionado.

—Eumenes. Y Clío. Os lo agradezco a los dos. Quiero que visitéis cuantas granjas haya en diez estadios a la redonda, contadles quién está acampado junto al meandro del río y por qué. Llevaos a vuestros esclavos, causad impresión y no permitáis que ningún granjero os salga con gilipolleces.

Eumenes pareció crecer un palmo.

—Sí, señor. El padre de Clío es propietario de esta granja y la siguiente. Dud o que vayamos a tener demasiados tropiezos.

Clío, que era el muchacho que más había madurado, saludó.

—Dalo por hecho, señor. Por favor, dile a mi padre que estoy en la granja de Gade.

Kineas señaló a Ataelo con la fusta.

—Quédate con ellos. Ayúdales a traducir. Asegúrate de que se paga cualquier cosa que se coja. Y mantente sobrio. Si no regreso por la mañana, no os mováis. Vendré tan pronto como pueda.—Les estrechó la mano a los tres. Finalmente, le dijo. Eumenes—: Estás al mando.

A Eumenes se le iluminó el semblante.

—Gracias, señor.

—Dámelas cuando volvamos a vernos.

Detrás de él, Ajax estaba haciendo formar al resto de los griegos. Niceas formó como un simple soldado, dejando que Ajax ejerciera de hipereta, tal como el joven lo venía haciendo durante las dos últimas semanas. Los dos siracusanos, Antígono y Andrónico, que habían salido de patrulla con Niceas, formaron en la fila siguiente, igualmente dispuestos a ceder el mando a Ajax.

Kineas se detuvo al lado de Filocles mientras Ajax comprobaba el equipo y pasaba revista.

—Dejas a los dos chicos como rehenes —dijo Filocles.

—No soy tan cruel —dijo Kineas—. Lo pasarán bien, y el rey y sus hombres no tendrán la sensación de que los hemos abandonado en medio de una horda de aterrados granjeros sindones.

El espartano se encogió de hombros.

—Te preocupan las intenciones del arconte. —Kineas asintió. Filocles escupió a la nieve—. Ajax es un buen hipereta.

—Ha tenido buenos maestros. —A Kineas le preocupaba que con la armadura puesta asustaran a la guardia de la ciudad incitándolos a emprender alguna acción contra ellos, pero era demasiado tarde, y las cartas estaban echadas—. Ajax, ¿estamos listos para partir?

Ajax se llevó el puño al peto.

—A tus órdenes, señor.

Kineas se situó en cabeza e hizo una seña con la fusta.

—Adelante —dijo.

Rezó a Hermes y a Apolo mientras cabalgaba, pidiéndoles que mantuvieran la paz. Le preocupaba que el tirano hubiese hecho o dicho algo que provocara tanta angustia y temor como para que un soldado de la ciudad hubiese disparado una flecha contra Ataelo. Y le preocupaban las intenciones que el arconte tuviera a propósito de los sakje. Y de sus hombres.

Tenía mucho de que preocuparse.

El sol se ponía rojo sobre la ciudad, y su columna cabalgaba cuesta abajo desde las colinas del istmo. Labriegos, esclavos y granjeros salían al lindero de sus campos pese al frío, y la voz corrió como el rayo, de modo que cuando se aproximaron al suburbio que quedaba fuera de las fortificaciones de la ciudad, las calles estaban atestadas de curiosos envueltos en mantos.

Kineas temía causar daño, temía un accidente; contempló la posibilidad de un asesinato y maldijo su imaginación. No sabía por qué, pero tenía miedo. Se volvió hacia Niceas.

—Tú tienes los mejores pulmones. Adelántate y anúncianos: primero a la gente, luego en la puerta. El hiparco y los hippeis de la ciudad regresan de una embajada al rey de los asagatje. ¿Entendido?

Niceas asintió y con un movimiento de las rodillas puso a su caballo en marcha. Kineas se volvió hacia Ajax, que estaba a su lado.

—Llevemos a los caballos al paso, bien despacio, como en una procesión del templo. Y Ajax, di a tus hombres que vigilen a la gente y que vigilen los tejados. Antígono, tú vigila la retaguardia.

Lentamente, atravesaron el suburbio. A lo lejos se oía la voz de Niceas rugiendo ante la puerta.

—¿Sabéis el peán de Apolo? —preguntó Kineas. Los cinco chicos asintieron—. ¡Cantadlo! —ordenó.

Sólo eran doce en total, pero causaban impresión, y las voces de los jóvenes se hacían oír, de modo que antes de entrar en la última callejuela enfangada, la multitud ya entonaba el peán y se oyeron algunos vítores.

La puerta principal estaba abierta y Kineas dio gracias a Zeus. Dos filas de mercenarios de Menón flanqueaban el camino dentro de la puerta, y su segundo oficial, Licurgo, le saludó con la lanza. Los temores de Kineas comenzaron a mitigarse. Correspondió el saludo.

Niceas se puso a su lado.

—Menón quiere hablar contigo lo antes posible. En secreto. Kineas no quitaba ojo al gentío, que aún estaba más apiñado dentro de las murallas de la ciudad.

—No será para nada bueno.

—He gastado unos cuantos óbolos para enviar recaderos a los domicilios de nuestros chavales. Para informar a sus padres —dijo Niceas.

—Gracias —dijo Kineas.

Las calles estaban abarrotadas y había poco espacio para pasar. La pequeña columna tuvo que montar en fila de a uno y poner mucha atención en evitar que los cascos de los caballos arrollaran a los niños. Era la mayor multitud que Kineas había visto desde el festival de Apolo, y resultaba ominosa por la penumbra de la noche y la estrechez de las calles.

Kineas volvió a escrutar los tejados. En los más planos había gente asomada, pero daban la impresión de haber subido tan sólo para ver el espectáculo.

—¿Por qué nos dispensan este recibimiento digno de héroes? —preguntó Kineas.

Niceas soltó un gruñido y encogió los hombros.

—En la calle corre el rumor de que vas a derrocar al arconte —dijo. Cuando Kineas se volvió bruscamente hacia él, Niceas encogió los hombros otra vez—. No culpes al mensajero, pero lo he oído un montón de veces. Te has vuelto muy popular.

—Atenea me asista —dijo Kineas entre dientes.

Procuraban vigilar al gentío y los tejados mientras avanzaban por las calles. Estaban recelosos. No tropezaron con ninguna adversidad. Entraron montados por las verjas del hipódromo donde se encontraron con una reunión más pequeña: los caballeros de la ciudad, muchos montados y con armadura. Y el resto de los hombres de Kineas, también montados y armados, con Cleito y Diodoro al frente.

Diodoro mostró tanto alivio como el que sentía Kineas. Se estrecharon las manos y Diodoro indicó a su reducida tropa que desmontara. Cleito sonrió avergonzado.

—Supongo que somos un atajo de gallinas asustadas —dijo. Se quitó el casco y se lo dio a su hijo Leuconte.

Los padres abrazaban a sus hijos. El joven Kyros desmontó para obsequiar a su círculo de criados con sus aventuras. Sófocles abrazaba a su padre, y la palabra «amazona» se oía claramente y hacía eco en las gradas de piedra.

Nicomedes estaba presente, montado en un caballo magnífico y luciendo un peto más valioso que todas las pertenencias de Kineas. Dedicó a Kineas una sonrisa sardónica.

Kineas percibía que algo estaba a punto de explotar. Todos aquellos hombres, montados y armados, con la noche cerrada casi encima…

—Por el Hades, ¿qué está ocurriendo aquí? —preguntó Kineas a Diodoro.

Diodoro se desabrochó el barbuquejo.

—El Hades ni mentarlo, Kineas. El arconte no consiguió sus impuestos; al menos, por el momento. La asamblea hizo algo sin su consentimiento.

—¿El qué? —preguntó Kineas. Estaba observando a los soldados de caballería. Aquella reunión probablemente era ilegal, y esas cosas podían tener graves repercusiones. Depronto recordó que la asamblea que había convocado era al día siguiente. Prácticamente no oyó la respuesta de Diodoro—. ¿Puedes repetirlo?

—La asamblea te nombró hiparco —dijo Diodoro—. Cleito presentó la moción. Suscitó bastante debate, pero al final fue aprobada. Tengo que hablar contigo.

—Luego —dijo Kineas. Sonrió. Estaba bastante contento de ser el hiparco nombrado legalmente—. Debo legalizar esta asamblea de hombres armados antes de que el arconte se forme una idea equivocada.

Ochenta años antes, en Atenas, la clase de la caballería tomó el poder de la ciudad. El levantamiento comenzó con una reunión de los caballeros montados. Las cicatrices de la revuelta aristocrática aún eran visibles en cada asamblea ateniense.

—O acertada —repuso Diodoro. Conocía la historia de Atenas tan bien o mejor que Kineas. Su abuelo había sido uno de los cabecillas.

Kineas le fulminó con la mirada.

—Ni se te ocurra insinuarlo, amigo mío.

Diodoro levantó las manos negando toda responsabilidad.

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