Tierra de Lobos (54 page)

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Authors: Nicholas Evans

BOOK: Tierra de Lobos
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—¿Qué, Clyde, no piensas acabártelo?

—¡Voy, voy!

Regresó con algo. Kathy tardó un poco en reconocerlo. Era el aro de Lovelace.

—¿Se puede saber de dónde lo has sacado?

—Es lo que te enseñó, ¿verdad?

—¿Lo robaste de la caravana?

—Lo cogí prestado, que no es lo mismo.

—¡Por amor de Dios, Clyde!

—Sólo te pido que me enseñes cómo funciona. —Dejó el artefacto encima de la mesa y abrazó a Kathy—. Venga, cariño, ayúdame. Quiero hacerlo por tu padre.

Capítulo 34

La carta había llegado por la mañana. Helen la encontró en su buzón, dentro de un sobre de aspecto importante con el remite «Universidad de Minnesota, Campus de Twin Cities, Oficina de Matrículas». Luke había sido admitido en el primer curso de la facultad de biología, cuyas clases empezaban en otoño.

Helen gritó, abrazó a Luke y encomió su inteligencia. Él quiso decírselo a Dan enseguida, pero como el móvil volvía a no querer recargarse bajaron a Hope para llamarlo desde una cabina. Dan insistió en que fueran a Helena, para poder invitarlos a comer y celebrarlo juntos.

—Parece que los lobos se están portando bien —dijo—. Por quedarse unas horas sin niñera no les pasará nada.

Era el día de la boda de Lucy Millward, que los había invitado a los dos, y a Luke le daba mala conciencia no ir. Habían enviado regalos por separado y hecho depender su asistencia de que lo permitiera el trabajo con los lobos. A decir verdad, ninguno de los dos tenía ganas de topar con el padre de Luke o Clyde, presentes ambos en la ceremonia. Aceptaron, pues, la invitación de Dan.

Éste los llevó a The Windbag, un local que le gustaba, y donde comieron y bebieron más de la cuenta. Dan estaba más alegre que la última vez que lo habían visto, y parecía haber hecho las paces con Helen. Por la tarde, de camino a Hope, Luke y Helen apenas hablaron. Estaban tranquilos, un poco en las nubes, contentos de estar juntos.

Una vez en la cabaña bajaron al lago, donde Luke tiró palos para que los recogiera
Buzz
. Helen, tendida en la hierba junto a la vieja barca, se limitó a mirarlos. Cuando el perro se cansó Luke fue a sentarse al lado de Helen, que descansó la cabeza en su regazo, contemplando las nubes rojas, naranja y violeta que se deshilacliaban en el cielo.

—De pequeña me gustaba esconderme.

—Co... como a todos los niños, ¿no?

—No; digo esconderme de verdad. En el salón había unas puertas de cristal que daban al patio de atrás, con largas cortinas de terciopelo rojo. Una vez, a los ocho años, volví temprano del colegio, entré en casa de puntillas y me escondí detrás de las cortinas. Cinco horas.

—¿Cinco horas?

—Sí. Cinco horas sin moverme y casi sin respirar. Mis padres estaban como locos. Llamaron al colegio, a los vecinos y a todos mis amigos. Como no me había visto nadie, creyeron que me habían raptado y llamaron a la policía. Una mujer dijo haber visto a una niña pequeña paseando por un río que corría cerca de casa. La policía trajo un equipo de buzos que registró el fondo. Por la noche pusieron reflectores y enviaron helicópteros para buscar con focos por todo el barrio. Debió de costarles cientos de dólares, o miles. Yo lo oía todo: las llamadas de teléfono, a mi madre llorando y gritando... Lo que había hecho era tan... tan tremendo que no me atrevía a salir.

—¿Y qué pasó?

—Me hice pipí encima, lo vio mi hermana y me encontraron.

—¿Qué te hicieron?

Helen respiró hondo.

—Se llevaron un buen disgusto. Estaban aliviados y al mismo tiempo furiosos. Yo dije: «¿Por qué no habéis buscado detrás de las cortinas antes de empezar? ¡Tantos policías y asistentes sociales y ni siquiera se les ocurre mirar detrás de las cortinas!»

—¿Te ca... castigaron?

—Sí, estuve un año yendo al psiquiatra. Dijo que tenía «problemas con la realidad», y que por eso me gustaba tanto esconderme.

—¿Y tú qué crees?

Helen lo miró.

—¡Oye, tienes madera de psiquiatra! Siempre dicen lo mismo: «¿Y tú qué crees?»

Él sonrió.

—Pues contesta.

—Yo creo que tenía toda la razón.

Luke estuvo a punto de contar que al principio de estar Helen en la cabaña la había espiado desde el bosque, pero no lo hizo. De repente entendió lo que quería decir ella con la anécdota.

—Lo dices po... porque piensas que estamos haciendo lo mismo, ¿verdad? Que nos escondemos de la realidad.

—Ajá.

—A mí me pa... parece muy real.

Helen le acarició la mejilla.

—Ya lo sé.

—Mira, se me ha ocurrido una cosa. Po... podríamos pasarnos el verano viajando, a Alaska, por ejemplo, y a principios de otoño te vienes conmigo a Mineápolis.

Helen rió.

—¿Po... por qué no? Así podrías acabar la tesis.

—Ay, Luke... —suspiró—. No sé.

—¿Por qué no? Dímelo.

Luke escrutó su rostro, sumido en la oscuridad. Sus ojos ya no reflejaban los colores del anochecer. Inclinó la cabeza y le dio un beso. Helen tiró suavemente de él, haciendo que se tendiera a su lado. Luke sintió despertar en las bocas y cuerpos de ambos aquella ansia mutua, aquel milagro de deseo.

Se dio cuenta de que los dos se habían acostumbrado a ello, a contestar con el cuerpo a las preguntas que sus mentes rechazaban por brutales.

Al penetrar a Helen, le cruzó por la cabeza la imagen de una niña pequeña detrás de una cortina roja, inmóvil como una estatua. La imagen se perdió en la noche, y con ella todo el miedo y toda la tristeza, engolfados en el olvido de dos cuerpos fundidos en un único ser.

Lucy Millward parecía más cómoda a caballo que su futuro esposo. Doug y Hettie se habían asegurado de dar a este último la montura más tranquila del rancho, un caballo castrado cuyo verdadero nombre era Zack, si bien Lucy solía añadir una sílaba y llamarlo Prozac. Informado o no de ello (habría sido difícil decirlo con certeza), el hecho es que Dimitri parecía temer que el animal sólo se estuviese tomando un breve respiro antes del apocalipsis, y pudiera llevarlo directo al infierno con sólo proponérselo.

—Es de ciudad —había dicho Hettie a Eleanor en voz baja, viendo montar a todos los presentes—. Pero ¿qué falta hacen los caballos cuando se tienen cien pozos de petróleo?

Ya estaban todos los invitados en el corral, sentados en balas de heno para presenciar la ceremonia. En el extremo oeste del recinto, contra un paisaje de montañas y cielo cada vez más rojo, envueltos por cintas rojas, blancas y azules que agitaba la brisa vespertina, Lucy y Dimitri se declaraban su amor.

Sus dos caballos estaban juntos delante del del párroco, una yegua que de vez en cuando meneaba la cola como si quisiera poner énfasis en la gravedad de los votos. Damas de honor y pajes (tres y tres, a caballo, por supuesto) formaban sendas hileras a un lado y otro de la pareja. Las chicas llevaban vestido blanco; los chicos, traje negro y sombrero, a excepción del hermano menor de Lucy, Charlie, a quien se le había ido volando el sombrero dos veces seguidas hasta acabar por fin donde quería, bajo las patas del poni Shetland.

La rubia cabellera de Lucy estaba adornada con lirios, y su vestido blanco de raso se ensanchaba con elegancia hasta mostrar dos botas blancas de charol. Pese a su manifiesta incomodidad, Dimitri estaba a la altura de su papel. Llevaba sombrero negro de ala recta, terno negro con chaqué, botas, espuelas y una corbata negra de lazo. Salvo por las cámaras de vídeo y algún teléfono móvil poniéndose a pitar, el conjunto parecía sacado del viejo Oeste.

Eleanor compartía bala de heno con Kathy. Clyde y Buck ocupaban la de al lado. Eleanor veía a Buck por primera vez desde que se había marchado de casa, y no le estaba resultando tan violento como presagiaban sus temores.

Había llegado temprano con Ruth, a fin de ayudar a Hettie con la comida. Desde el momento de entrar y verla, Buck había hecho todo lo posible por ignorarla, procediendo a repartir saludos y bromas a todos menos a su mujer. Eleanor, consciente de que lo hacía por ella, había tenido la curiosa sensación de tener delante a un desconocido. Estaba cambiado, más pálido, más viejo, como si su piel se hubiera quedado sin lustre. Tenía enrojecido el borde de los ojos. Por fin, en el momento de salir todos de casa y dirigirse al corral, le dirigió la palabra.

—Eleanor.

—Buck.

Ella sonrió, pero él permaneció serio y sólo hizo un gesto con la cabeza. Nada más. A Eleanor no le importó. En cierto modo facilitaba las cosas. Los demás se mostraron solícitos, preguntándole cómo estaba con la misma cara de preocupación que si acabaran de operarla de algo grave. Y quizá fuera así, en cierto modo.

En realidad llevaba años sin sentirse tan cómoda, tan dueña de su vida. Viviendo en casa de Ruth, con todas sus pertenencias en una maleta, se sentía libre y joven. Le parecía que el mundo volvía a estar lleno de promesas, aunque no supiera muy bien cuáles.

Ruth se había convertido en una gran amiga. Pasaban horas hablando, hasta bien entrada la noche. Sus comentarios eran enriquecedores para Eleanor, incluso en lo tocante a su matrimonio. Siempre había dado por supuesto que las aventuras de Buck nacían de un amor excesivo a las mujeres. Ruth, en cambio, opinaba casi lo contrario. Según ella podía deberse a desdén, o incluso miedo. De acuerdo con su teoría, Buck utilizaba el sexo para demostrar su superioridad.

No todas sus conversaciones eran igual de intensas. De hecho, Eleanor llevaba mucho tiempo sin reírse tanto, hasta el punto de que a veces se acostaba con dolor de costillas.

Lo único que echaba de menos de su vida anterior era a Luke; pero iba a verla cada pocos días, y hasta había ido una vez con Helen a cenar. Eleanor había hecho lo posible por convencerlo de que asistiera a la boda; no obstante, se daba cuenta de que era inútil y entendía sus motivos.

—Puedes besar a la novia —oyó decir al párroco.

—Se caerá del caballo —murmuró Charlie Millward, provocando risas unánimes.

Lucy se inclinó hacia Dimitri, ahorrándole riesgos innecesarios. Los congregados prorrumpieron en vítores.

Muchas bodas acababan con el novio y la novia marchándose juntos al galope; no así Lucy y Dimitri, que, temerosos de que la muerte los separara antes de tiempo, se limitaron a un majestuoso paseíllo por el corral, antes de dedicar a los fotógrafos la misma media hora que los demás aprovecharon para trasladarse al corral adyacente, el de las copas.

Todo estaba engalanado para la fiesta, con mesas largas, hileras de bancos y una pista de baile de madera instalada en el centro. Tocaba el violín Elmer, el hijo de Nelly, ataviado con su mejor camiseta de
Motoristas con Jesucristo
. La puesta de sol era digna de un cuadro, como el que había comprado Kathy. Los farolillos de colores que adornaban la cerca empezaban a surtir efecto estético.

Justo entonces sucedió.

El primero en oírlo fue Doug Millward, que, finalizada la sesión de fotos, estaba yendo de uno a otro del corral en pos de los novios. Eleanor vio que se detenía y se volvía hacia los prados frunciendo el entrecejo. Doug hizo callar a los que tenía más cerca, pero tuvo que esperar a que corriera la voz y alguien dijera a Elmer que dejase de tocar el violín. Acallada la música, impuesto el silencio, la brisa permitió oírlo con claridad.

Los mugidos de alarma del ganado.

Hacía una noche fresca y despejada. Helen y Luke cargaron el equipo en la camioneta a la luz de una luna en cuarto menguante, que proyectaba sus sombras por la cuesta. Se habían abrigado bien, y aunque después de la comilona con Dan ninguno de los dos tenía hambre, llevaban bocadillos y un termo de café para más tarde.

Luke dijo que si hacía falta estaba dispuesto a quedarse toda la noche en el claro. La loba llevaba veintitrés días bajo tierra, y Luke estaba convencido de que esa noche podrían ver a los cachorros.

Buzz
seguía sin asimilar que no lo llevaran consigo en sus noches de observación. Helen tuvo que sacarlo del coche, cogerlo del collar y meterlo en la cabaña. En el momento de cerrar con llave, vio las luces de un coche detrás de los árboles.

No era una hora normal para visitas. Además, desde que le habían pintarrajeado la camioneta Helen recelaba de ellas. Volvió con Luke, y esperaron en silencio a ver quién era.

El coche iba muy rápido y dando tumbos, a juzgar por los vaivenes de las luces; y nada más lógico, dada la cantidad de baches y surcos donde se había secado el barro del invierno. Ni Helen ni Luke reconocieron el vehículo. Tuvieron que esperar a que les frenara en las narices para reconocer a Ruth Michaels al volante, y a la madre de Luke en el asiento de al lado. Salieron las dos. A Helen no le hizo falta escucharlos para saber que sucedía algo.

—¡Mamá! —dijo Luke acercándose a Eleanor—. ¿Qué pasa?

—Los lobos han matado unos terneros de Doug Millward. Tu padre les ha pegado un tiro.

—¿A los lobos?

—A dos. Ha cogido la escopeta que llevaba uno de los hombres de Doug y les ha pegado un par de tiros. Doug ha intentado evitarlo, pero tu padre no le hizo caso. Ahora ha juntado a todo un grupo, y piensan subir a matar a los que quedan en el cubil.

—¿Saben dónde está? —preguntó Helen.

—Clyde dice que encima del rancho de los Townsend.

—Han bajado a El Último Recurso en busca de los Harding y de un par de leñadores amigos de Clyde —dijo Ruth—. En cuanto estén todos, subirán. Irán un poco bebidos.

Luke sacudió la cabeza con incredulidad. Helen se concentró.

—Voy a llamar a Dan.

Cogió una linterna y corrió a la cabaña. Una vez dentro marcó el número a toda prisa. Lo lento de la conexión hizo que empezara a mascullar entre dientes.

Ruth y la madre de Luke aparecieron en la puerta. Luke estaba encendiendo una lámpara. Como era la primera vez que veía el nuevo hogar de su hijo, Eleanor no dejó detalle sin observar. Helen se dio cuenta de que el teléfono móvil no daba señal.

—¡Mierda!

Lo dejó con un gesto de irritación.

—¿Aún no se ha recargado?

—No. ¡Mierda! —Pensó un poco—. Luke, ve al claro con tu madre y Ruth, a ver si podéis convencerlos. Yo intentaré sacar a los cachorros.

—Van muy embalados, Helen —dijo Ruth.

—Ta... tampoco nos hará caso.

—Pues bloquead el camino. Haced lo que se os ocurra. Intentad ganar tiempo como sea.

—Tú tienes más posibilidades de que te hagan caso, Helen —dijo Eleanor.

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